Giner de los libros
Nunca las relaciones entre autores y editores han sido un modelo de perfección, sino más bien "tormentosas y, necesarias", como señalaba recientemente Octavio Paz. "Aunque se querellen sin cesar", añadía, "ninguno de los dos puede vivir sin el otro". Pues ciertamente el editor es ese eslabón imprescindible que transmite la intimidad del autor, a veces explosiva, a la intimidad del lector, con frecuencia muy hermética, consistiendo justamente la lectura en ese contacto de intimidades al resplandor discreto de la palabra impresa.La tragedia surge cuando no hay editores que se atrevan con los autores creadores, siempre adelantados a su tiempo, o haya excesiva sequía de autores para nutrir la panoplia editorial y ésta se limite a seguir la corriente e inclinarse hacia el bestsellerismo. "Esa novedad", sigue hablando Paz, "a la que le han limado dientes y cortado las uñas". Pues toda creación literaria e intelectual, si lo es en plenitud, levanta la piel de una falsa realidad y recrea el mundo que nos aparece claro y diferente del antiguo.
El porvenir del libro, aparentemente amenazado por la televisión, depende de que la buena costumbre de leer se extienda lo más posible. El arma principal para fomentar esa lectura es una intensa política de bibliotecas que, junto al apoyo económico y fiscal a las librerías de creación, es, a mi juicio, en este orden de cosas, la única misión propia de un Ministerio de Cultura, el cual debe olvidarse de premios literarios, ediciones subvencionadas y otras vanidades. Mas el porvenir de los editores está vinculado principalmente a su valentía para editar lo original, lo nuevo, esto es, lo que apunta al porvenir.
Un ejemplo de esta generosidad editorial lo ha dado un editor español a quien debemos sus colegas homenaje y devoción sinceras, sobre todo actualmente, en que, casi ciego, no puede gozar plenamente de los libros que publica. Si el lector tiene la bondad de acompañarme a su guarida, situada en el número 11 de la castiza cuesta de Santo Domingo madrileña, y empujar la puerta de su despacho, donde se lee una placa que dice: "Ediciones Giner", nos encontraremos con una desordenada oficina en la que se confunde la anciana mesa de trabajo -donde no hay ordenadores ni calculadoras, sino un montón de papeles, galera las y facturas- con el almacén de libros propiamente dicho. Las existencias están desparramadas por estanterías, sillas y el suelo mismo. Resulta claro que estamos ante un editor que, además de vivir modestamente de sus libros, convive con ellos. Se trata de Vicente González Giner, nacido en la localidad valenciana de Palomar hace 72 años, hijo de una guapa palomera y de un maestro de escuela. Hasta los seis años vivió en Alicante, donde profesaba su padre, trasladándose al quedar huérfano al pueblo de su madre. Allí, en la escuela única, daba, a los ocho años, clases a los chavales más pequeños que él. Se hizo bachiller en Valencia en 1936, y al término de nuestra incivil guerra se dedicó a vender libros a domicilio, encandilado ya por ellos y visto que no disponía de los mínimos caudales para instalar una librería. El experimentar las diversas técnicas de venta antes de lanzarse a ser editor le sirvió muy de veras para no cometer ingenuidades comerciales al alcanzar esa meta tan ansiada. Su labor de editor no ha sido cuantiosa, pero sí variada y cuidadosa. Sabía que había que publicar libros prácticos o útiles para, con el dinero ganado, dedicarse a editar los libros de calidad y de minorías. Y así, bajo el doble sello de su propio apellido y del de Ediciones Tebas, reservado este último a títulos de historia, biografías o memorias (entre ellas las famosas de Julio Nombela, folletinista), aparecieron en su catálogo todos los poetas de su generación y ediciones primorosas de bibliófilo, como un Quijote ilustrado por Goñi y anotado por Vicente Gaos o, últimamente, el Viaje por España, del barón de Davillier, con las ilustres ilustraciones de Gustavo Doré. "Nunca prestes los libros, pues nadie los devuelve", aconsejaba Anatole France; "Ios únicos que tengo en mi biblioteca son los que otros me han prestado". Giner no los presta; pero los regala con excesiva frecuencia, añadiendo una gotera más a su difícil economía. Pero así contribuye también a que lean los que suelen leer menos.
Es indiferente por dónde entre el lector en el mundo del libro. El crítico puede darle una llamada de atención, pero es ahora oficio tan necesario como perdido, convertido con excesiva frecuencia en ensayismo ramplón. Virginia Woolf opinaba que un libro hay que leerlo dos veces: la primera vez lo hacía como un arcángel, entregando todo lo que ella era, sin reservas, al autor; la segunda vez, haciendo de Mefistófeles, trataba con severidad al autor, sin dejarle pasar nada que no pudiera justificar. No el crítico, sino el librero era el consejero nato, pero van desapareciendo aquellos admirables profesionales que gastaban generosamente su tiempo con los clientes, y van muriendo las librerías de creación, en cuyos estantes podían llevar las obras larga vida, y no esa precaria de las grandes superficies, donde al cabo de tres meses han de ser sustituidas por otras novedades, lo que mueve al editor a decisiones poco estimables. Pero en el fondo, como advertía Hermann Hesse, "es cada cual, joven o viejo, quien ha de encontrar su propio camino hacia el mundo de los libros, aunque el consejo y la tutela de los amigos puede ayudar mucho... Se puede ir creciendo con los poetas y pasar, al final, a los filósofos, o al revés... pero sólo existe una ley, y es el respeto a lo que se está leyendo...". Claro es que puede el lector tropezarse con libros indigestos, y Ramón Gómez de la Serna se consolaba pensando que "ha de haber en el más allá tormentos graves para los malos novelistas".
Por supuesto que siempre han existido buenos autores de mayor venta que otros igualmente buenos. Baroja, por ejemplo, se vendía bien, y Azorín, mal. Pero a Giner le entristece que se vendan más los libros por el acierto comercial que por su propio acierto literario. Y me recordaba este epigrama que corría por París hacia 1880, como broma de una buena distribución: "Bourget, Maupassant et Loti / se trouvent dans toutes les gares: / on les offre avec le roti".
Pero editar libros no es escribir en la arena o pintar sobre telas de araña, es sembrar los frutos mejores que salen de la imaginación de los hombres. Ahora, Giner, en las tinieblas de su visión, sigue lanzando sus libros como Pedro Corto, aquel personaje de Álvaro Cunqueiro que "sabía hacer globos de papel que subían alegres y se perdían tras los oscuros montes. Pero Pedro Corto decía: '¡Los globos siempre van al mar!', aunque él no viera nunca el mar". Giner de los libros también los sigue lanzando para que suban hacia el mar de la cultura.
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