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Una exposición de primera magnitud

Cincuenta y dos obras de la pintura española de historia del siglo XIX se expondrán desde el lunes en el Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid (Avenida Juan Herrera, s/n, Ciudad Universitaria), en una muestra organizada por el Consorcio Madrid 92. La exposición, en la que están representados los mejores pintores españoles del XIX, presenta telas perdidas y recuperadas de los más diversos edificios oficiales del país.

Con el patrocinio y subvención del Consorcio Madrid 92, que celebra la capitalídad cultural europea de nuestra ciudad, esta exposición sobre la pintura española do, historia durante el siglo XIX es, sin duda, un acontecimiento cultural de primerísima magnitud, no sólo por la importancia artística que en sí misma tiene, sino también por la suma considerable de elementos ejemplares que la acompañan. No obstante, antes de comentar nada, hay que informar que consta de 52 cuadros, la mayor parte de los cuales de tamaño monumental, pertenecientes a los mejores pintores de nuestro siglo XIX, desde el neoclasicismo davidiano hasta las corrientes luministas finiseculares, que desplazaron la atención de la crónica histórica al paisaje.Con sólo estos datos en la mano, el buen aficionado, que sabe la suerte que han padecido estos grandes cuadros de historia, bien por su dispersión e innacesibilidad al estar ubicados en los más variopintos edificios oficiales del país, bien por haber abandonado su emplazamiento habitual en el Casón durante los últimos años, acudirá con entusiasmo a esta convocatoria, que promete tantas y tan instructivas cosas. Pues bien, he de señalar que en esta ocasión estas expectativas serán óptimamente desbordadas. En primer lugar, porque el comisario de la muestra, José Luis Diez, ha hecho de verdad lo que últimamente todos prometen, pero luego, por falta de medios, de voluntad real o de competencia crítica, incumplen: una excelente exposición de pintura española del siglo XIX, que es la única forma -no retórica- de reivindicar su importancia objetiva y la correspondiente atención del público.

El mérito es en este asunto particularmente estimable porque se trata de un tema en el que los eruditos suelen desbarrar con más facilidad, ya que aquí esa tentación, habitual entre los historiadores del arte que organizan exposiciones, de equivocar lo documental con lo artístico es muy poderosa. Por contra, José Luis Diez y su equipo han comprendido que había que llevar a cabo una selección de lo artísticamente más excelente y presentarlo de la manera más lucida, esto es, recuperando las telas más perdidas y presentar todo el conjunto en unas admirables condiciones de limpieza, lo que, dadas las circunstancias de pésima conservación, ha supuesto uno de los trabajos más formidables de recuperación patrimonial entre los que se han hecho en nuestro país. En este sentido, se trata de una muestra ejemplar por su naturaleza anti-coyuntural, una muestra en la que es todavía más sobresaliente lo oculto que lo patente entre lo mucho admirable que cabe en ella contemplar.

Rescate de valores insólitos

Por lo demás, la emoción artística no abandona ni un solo momento al espectador en su recorrido, porque, en los casos más conocidos, la limpieza rescata valores insólitos antes casi invisibles, pero en otros, apenas conocidos o hasta completamente desconocidos, la sorpresa es deslumbrante. Así, empezando por nuestros neoclásicos, más o menos davidianos -José de Madrazo, J. A. Ribera, José Aparicio y Rafael Tegeo-, entre los que cabe destacar el ahora limpiado y más estimulante La muerte de Viriato, de Madrazo; el reconstruido y ya no horripilante El hambre en Madrid, de Aparicio; los casi nunca vistos Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma y Wamba renunciando a la corona, de Ribera; pero continuando luego sucesivamente con los románticos y realistas, los estilos de plenitud de estas grandes máquinas de la historia y, por tanto el momento estelar de la exposición, casi todo lo exhibido gusta, seduce y no pocas veces entusiasma. Precisamente en el capítulo de los entusiasmos, he de destacar fundamentalmente tres nombres: el de Antonio Gisbert, cuyo Fusilamiento de Torrijos no sólo es uno de los cuadros más emblemáticos, ética y estéticamente, de nuestra pintura de historia, sino quizás uno de los mejores en este género de la pintura europea; el de Francisco Pradilla, cuya tan reproducida como poco vista Rendición de Granada es de un virtuosismo escalofriante; y, en fin, el de Eduardo Rosales con sus célebres Testamento de Isabel la Católica y Muerte de Lucrecia.

Pero claro, no acaba ni mucho menos ahí el pasmo, que tiene los más diversos episodios, como el descubrimiento del hasta ahora perdido último día de Numancia, sorprendente y temprana manifestación de talento de Martí Alsina, cuya brava soltura nos muestra que este pintor catalán, cuando era joven, no se intimidaba ni ante Delacroix, ni ante Courbet, o, en fin, las sucesivas sorpresas de Clavé, Casado, Manzano, Vallés, Cano, De la Puebla, Plasencia, Pinazo, Vera, Moreno Carbonero, Mattoni, Sorolla, Sala, Muñoz Degrain, Casas.

Reflejar lo que fuimos

Promovida en el pasado siglo como el modelo de moral social con el que la burguesía nacionalista trataba de vertebrar la identidad del nuevo Estado, la pintura de historia es el alcaloide de la ideología política contemporánea en su forma más pura, incluso en lo que tiene de imagen de propaganda. Por otra parte, con la desaparición del Antiguo Régimen y sus formas tradicionales de mecenazgo artístico, este género también nos ofrece un ejemplo de la alternativa ideada al respecto por el nuevo sistema de gobierno democrático: el Estado como principal cliente y patrón.Desde esta perspectiva ideológica y práctica, el interés que poseen estas imágenes como autorreconocimiento y reflexión es absoluto, ya que además de reflejar lo que fuimos o pretendimos ser, se convirtieron en los iconos más reproducidos en los libros escolares de historia.

Huelga decir, por tanto, que una buena muestra en la que se recoge lo mejor de este género en nuestro país es de obligada visita para todo el mundo, pero, en especial, para nuestros bachilleres y universitarios, que podrán apreciar en ella los tópicos en los que se ha visualizado nuestra identidad política nacional, el tema más apasionante y polémico de nuestro pasado y nuestro presente.

Así vemos desfilar ante nosotros los mitos legendarios del caudilla e ibérico, la acción civilizadora romana, la asimilación gótica y, sobre todo, el sagrado vínculo de la unidad española a partir de las expulsiones de moros y judíos, raíz del llamado nacional-catolicismo, y su corolario de la expansión evangelizadora de América, todo ello naturalmente a través de lo s Reyes Católicos.

Desde este momento fundacional del Estado y su conversión en imperio con la dinastía de los Austrias, llegando hasta la conflictiva epopeya contemporánea como una larvada guerra civil, todo nos habla directamente lo que nos ha pasado y nos pasa mediante esta serie de imágenes fascinantes que, además, siguiendo de cerca el estilo melodramático de la ópera, adelantan el lenguaje cinematográfico, el cual, por lo demás, no ha dejado de inspirarse en ellas, fondo y forma, en cuanto tuvo que abordar cualquier tema de nuestra historia.

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