La avería
Llegó Solchaga como cada año al Congreso y más que el pérfido ministro de las rebajas parecía un afable repartidor de productos lácteos, es decir: perecederos. La presencia de Solchaga al frente de sus papeles producía esa admiración debida a los precursores y a los empecinados, hombres convencidos de que basta un dique de papel para detener los embates del océano. Dijo el ministro que no eran los mejores presupuestos para un año electoral. Y la frase se oyó con toda naturalidad como si el fin de los presupuestos no fuera el bienestar sino los votos, y aquel lugar no fuera un parlamento sino una lonja de pescadores.Allá por el siglo XVIII, en los albores del constitucionalismo, los parlamentos cumplían la función de corregir los excesos del ejecutivo. Los parlamentarios eran los representantes de los ciudadanos que pagaban sus impuestos y, como tales, se dedicaban a controlar los gastos de sus dineros y a frenar cuando el gobierno se ponía alegre. Pero en el siglo XX, el Estado del Bienestar hizo que los parlamentos exigieran más y más, y los gobiernos, por aquello de los votos, no dudaron en gastar con cargo al déficit público. Hoy los políticos pueden generar deudas que jamás se podrán reabsorber; pueden ejercer un pragmatismo pendular que, a cada balanceo, deja nuevos ciudadanos en la marginación; pueden hacer oposición blandiendo exigencias simplistas y pueden mantenerse en el poder con promesas imposibles. Los gobiernos viven al día presionados por una opinión pública que vive al minuto. Mientras tanto los controles se desvanecen, el populismo crece, la televisión forma y el pensamiento se conforma. Que Solchaga arregle la avería a corto plazo, aunque sólo sea para que, por fin, podamos volver a pensar a la larga. Y recordar que la democracia depende, en última instancia, de su propia eficacia.
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