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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cantabria, hora H

EL FACTOR Hormaechea, como antes el factor Peña (alcalde de Burgos), sigue minando la credibilidad del Partido Popular (PP) sin que sus dirigentes quieran darse por enterados. La principal preocupación de su secretario general, Francisco Álvarez Cascos, ante la crisis planteada por la dimisión de seis de los nueve consejeros del Gobierno de Cantabria ha sido dejar claro que la dirección nacional nada tenía que ver con la operación. Lo peor es que ese desentendimiento es perfectamente verosímil. El martes, tras la reunión de la junta directiva del PP de Cantabria, a la que asistieron cuatro de los consejeros dimisionarios, Hormaechea manifestó que se sentía "respaldado" por el partido. José María Aznar había manifestado poco antes que se trataba de un asunto interno que debían resolver los órganos del partido en la región: "Cada cual tiene sus responsabilidades", dijo.Sin embargo, habría motivos para que Aznar y su equipo rompieran con Hormaechea. La imagen regeneracionista con la que el PP pretende atraer al electorado de centro es incompatible con el mantenimiento de la alianza con alguien procesado por prevaricación y malversación de fondos. Sus críticas al descontrol del gasto público por parte de los socialistas resultan escasamente convincentes a la vista de una comunidad cuya deuda dobla su presupuesto anual. Por lo demás, el propio Aznar había empeñado su palabra afirmando que en caso necesario elegiría la dignidad, aun a riesgo de perder el poder. Lo que no impidió que, tras el éxito electoral de Hormaechea en las autonómicas de 1991, el PP volviera a pactar con él.

El pretexto fue garantizar la gobernabilidad, pero ya entonces hubo voces, como la de la diputada Isabel Tocino, que advirtieron que eso no podía hacerse a cualquier precio. Al uncir el futuro del centro-derecha en Cantabria a un personaje investigado por supuestas (y múltiples) irregularidades en la gestión, Aznar asumía un riesgo considerable. Poco después, la negativa de Hormaechea a presentar su dimisión cuando se hizo efectivo su procesamiento dejó en ridículo a los dirigentes del PP, que habían pedido la de Guerra por el procesamiento de su hermano. Esa negativa indicó hasta qué punto Hormaechea había convertido a los dirigentes del PP en sus rehenes.

La situación actual es bastante absurda. Los dimisionarios no han conseguido, como esperaban, la renuncia de Hormaechea, pero advierten que no tienen intención de forzar su salida mediante una moción de censura. La dirección nacional del PP se confiesa "informada pero no responsable" de la iniciativa, con lo que no se sabe si la apoya o no, aunque parece ser que en privado ha reiterado a Hormaechea su petición de dimisión. La idea parece ser la de intentar recomponer la unidad del grupo parlamentario en torno a un candidato alternativo.

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Sin embargo, los antecedentes más bien indican que se trata de una hipótesis poco probable. Primero, porque Hormaechea ha dejado claro que es él quien tiene los votos y que no está por la labor; segundo, porque tampoco es seguro que los 15 diputados que fueron elegidos en la lista del partido que creó Hormaechea para esas elecciones se inclinen a ello. Si así fuera, cabe la hipótesis de que el PP vuelva a claudicar, aceptando las condiciones que imponga el procesado presidente. Hay tradición en esto, y no sólo en Cantabria: los populares ya se plegaron a las exigencias de Morano en León y de Peña en Burgos.

Los ideólogos del PP presentaron el acuerdo con los regionalistas de UPN en Navarra como ejemplo de fórmula flexible capaz de acabar con la cantonalización del centro-derecha. A la vista de lo Ocurrido con el asunto de la autovía, es poco probable que hoy repitieran el intento en otros lugares. Pero el otro modelo ensayado, el de colocar a la cabeza de su lista a un líder populista local con etiqueta de independiente, con la idea de controlarlo desde el partido, no ha dado mejores resultados: la amenaza de crear un partido localista o provincialista capaz de disputar el electorado conservador se ha revelado como un eficaz chantaje frente al que Aznar no ha encontrado respuesta.

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