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Inmersion en la 'pecera'

Desde su fundación, en 1880, el Círculo de Bellas Artes de Madrid ha sido uno de los indicadores más fiables de la salud cultural y artística de la ciudad. Los padres fundadores del invento, un grupo de artistas y literatos madrileños de nacimiento o de elección, como su primer presidente, el pintor de origen alcoyano Plácido Francés, decidieron por aquel entonces huir de la promiscuidad de los cafés y buscar un refugio donde celebrar sus animadas tertulias a salvo de intromisiones profanas. Envueltos en la espesa nube de humo generado por la combustión de sus cigarros, que les acompañaba a todas partes, los contertulios se mudaron a un piso de la calle del Barquillo, cuyo alquiler financiaron a escote.De aquel embrión surgiría años más tarde, en 1926, el singular edificio de la calle de Alcalá, esquina con Marqués de Casa Riera, obra de Antonio Palacios, el más madrileño de los arquitectos gallegos o el más gallego de los arquitectos madrileños, nacido en Porriño (Pontevedra) y autor del edificio de Correos y del hospital de Maudes, entre otros proyectos, todos marcados por su peculiar y polémica impronta. La prosperidad del Círculo, que se manifestaba en la construcción de tan magnífica sede, no cambió ni los fines ni los hábitos de sus miembros. La pecera, nombre familiar del salón de la planta baja que hoy alberga la cafetería, se denominó durante muchos años "salón de conversaciones", y fue fiel a su denominación, incluso en los años difíciles del franquismo, en los que conversar en grupo sobre materias diferentes a los toros o el fútbol se convirtió en una actividad sospechosa, aún más sospechosa si los conversadores pertenecían al gremio de los intelectuales o los artistas.

María Antonia Gobantes, imprescindible y amable guía, conocedora de todos los secretos del Círculo, recuerda que una de las tertulias de mayor raigambre en los años sesenta era precisamente la de los toreros, donde sentaban cátedra Vicente Pastor y Nicanor Villalta; otra era "la peña del bicarbonato", así llamaba por el desmesurado consumo de ese producto que hacían los provectos peñistas.

Antes de que los salones del Círculo volvieran a iluminarse, en los años ochenta, con la euforia de una nueva etapa, otra vez bajo el patrocinio de la diosa Minerva, exiliada durante los años de oscurantismo, los paseantes de la calle de Alcalá se asomaban con cierto temor a los grandes ventanales que inspiraron el afortunado nombre de la pecera.

En la penumbra verdosa del acuario se vislumbraban, borrosas, las sombras fantasmales de los viejos socios hibernados en su prolongado letargo. Los más audaces sacaban a la calle sus sillones de mimbre para calentarse al sol y acechaban con los ojos entrecerrados el vaivén de las caderas femeninas y el aleteo de sus piernas liberadas por los designios de la moda foránea.

María Antonia Gobantes entró en el Círculo por primera vez atemorizada por el imponente consejo de ancianos. Las mujeres tenían vetado entonces el ingreso en la sala de juegos, para preservar su virtud, y en la biblioteca, quizá para preservar su inocencia. Como responsable de las salas de exposiciones, María Antonia recuerda que estuvo a punto de ser lapidada por exhibir una muestra de arte abstracto ya entrados los años setenta, y no olvida la clausura por orden gubernativa, a finales de los sesenta, de una exposición de Gregorio Prieto, concebida como homenaje a Federico García Lorca. A partir de 1962, bajo la presidencia del dramaturgo Joaquín Calvo Sotelo, el Círculo se mantuvo gracias a los ingresos del juego, prohibido en todo el país por el superlativo general, que lo consideraba casi tan pernicioso como la cultura, pero autorizado de tapadillo en ciertos garitos frecuentados por señoritos viciosos pero de buena familia.

Espíritu lúdico

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Desnortado y languideciente en los primeros años de la democracia, cuando todos los juegos estaban permitidos, el Círculo resurgió en 1983 con la entrada de una nueva y renovadora junta directiva y con el apoyo de un consorcio formado por el Ministerio de Cultura, la Comunidad, el Ayuntamiento y la compañía Iberia. Exposiciones, talleres de pintura, vídeo y fotografía, fórums, conferencias y debates, música y teatro, ocupan de nuevo la sede de la centenaria institución, que ha recuperado sus tradicionales bailes de Carnaval, fiel al espíritu lúdico de sus comienzos.

Por la pecera, reflejo y escaparate del Círculo, pululan hoy cardúmenes de jóvenes artistas y diletantes, que comparten con sus maestros el clásico salón levantado sobre columnas jónicas que enmarcan los frescos mitológicos y académicos del pintor Zaragoza. En el centro, desmadejada y desnuda, yace una doncella de mármol de exquisitas formas, una reproducción del Salto de Leucade, de Moisés Huerta, que parece dormir ajena al bullicio. La pecera, que instala en el verano su amplia terraza escalonada sobre la acera de Alcalá, vuelve a ser "salón de conversaciones", punto de encuentro en el vértice de las artes y de las letras madrileñas.

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