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Europa y los bárbaros

El sí o no a los acuerdos de Maastricht está simplificando el debate europeo y consiguiendo ese grado de confusión que sólo logran las grandes simplificaciones. En España una formación política como Izquierda Unida, en buena parte formada por lo que queda del partido comunista, ante Maastricht se divide en partidarios del sí, del no y de la abstención, y el movimiento sindical se decanta mayoritariamente hacia un sí crítico (posición mayoritaria en el sindicalismo europeo), pero algunos líderes históricos, como Marcelino Camacho, ya se han pronunciado por el no. La desinformación sobre qué servidumbres y qué grandezas representan los acuerdos es tan flagrante como la confusión sobre el europeísmo. La voluntad europeísta de España estuvo en el pasado condicionada por el deseo de identificar Europa con normalidad democrática frente a la dictadura franquista, y cuando una vez superada la dictadura la derecha asumió con todas sus consecuencias la Europa de los mercaderes, las izquierdas aspiraron a una posible euroizquierda hegemónica capaz de presentar una tercera vía entre el capitalismo norteamericano y el bloque soviético, y, finalmente, los nacionalistas aspiraron a una Europa de las regiones que les ayudara a romper los límites de los Estados jacobinos. El Acta Única de los Doce y los acuerdos de Maastricht responden a la lógica interna de la Europa-Mercado Común fraguada entre la comunidad del carbón y del acero de los años cincuenta y la caída del muro de Berlín, pero no tiene en cuenta las nuevas relaciones políticas y económicas, el nuevo desorden mundial consecuencia de la desaparición del bloque comunista disuasorio y de la filosofía misma de la mutual deterrence. Es como si la Europa estable fuera incapaz de salir de su lógica interna para asimilar la nueva dialéctica Norte-Sur, los replanteamientos geopolíticos consecuencia del cambio en los países del llamado socialismo real y la nueva composición del fantasma de la invasión de los bárbaros, dispuestos a alterar el ya de por sí amenazado nivel de vida de una Europa y de un capitalismo en periodo de recesión. Por una parte, pues, la lógica interna inexorable a partir de una situación previa, y, por otra, la falsa conciencia de las formaciones políticas y sociales que no han fraguado una alternativa europea eficaz, ni como segunda vía capitalista ni como alternativa de izquierda para proponer un nuevo orden internacional.Buena parte de las dificultades para ese proceso de clarificación sobre un proyecto europeo alternativo procede de los déficit de la connotación cultural de Europa. Existe un patrimonio cultural europeo, que compartimos las capas sociales ilustradas, y una cierta información sobre las sombras de ese patrimonio al alcance de las masas entregadas a la cultura turística. Pero no existe una cultura europea si consideramos cultura como la alianza íntima entre un saber y la voluntad de orientarlo hacia la aprehensión de lo que es necesario para una comunidad. Es cierto que la información, las comunicaciones, las relaciones humanas han acercado a los europeos y han mejorado las fronteras de los prejuicios y los tópicos culturales. Pero la memoria histórica sigue siendo nacionalista, incluso estatalista, y muchos son los que asumen el europeísmo como una cuestión de Estado, como una razón de Estado. Veo muy difícil conseguir una consciencia europea según el patrón de una ética utilitarista, y si pasamos al patrón de una ética solidaria, entonces hasta la convención Europa es una reducción. En el siglo que viene tendremos que escoger entre ser un explotador del Norte o luchar contra la capacidad expoliadora del Norte, y Europa no puede autoengañarse pensando que tiene un papel inocente en la relación Norte-Sur.

La supervivencia en Europa de una conciencia crítica y autocrítica desalienante, sea su origen el humanismo materialista o el cristiano, permite todavía plantear la posibilidad de un modelo de relación Norte-Sur europeo, siempre que en Europa domine una cultura de la solidaridad que implicaría una economía y una política para la solidaridad. Es un desiderátum más que una utopía, y un desiderátum no solamente fruto del pensamiento angélico y beneficiente pre o poscapitalista, sino de la razón de supervivencia de una Europa que está demasiado cerca del -Sur como para resucitar cada cuatro o cinco años la batalla de Lepanto contra el islam o llamar a los americanos para que actúen como gendarmería universal del Norte expoliador. Buena parte de la responsabilidad de esa inexistencia de una conciencia europea se debe a esa falsa conciencia que tienen los europeos, incapaces de verse como un colectivo expoliador.Sobre el problema del rebrote de los nacionalismos no sólo hay que contemplarlo como expresión de la necesidad de un fundamentalismo zoológico convergente con el fundamentalismo religioso tras la crisis de las utopías totales y totalitarias. Ese fundamentalismo nacionalista no sólo lo alzan como bandera los serbios, los bosnios, los croatas, los eslovacos, los letones, y algunos catalanes y vascos, sino que sigue siendo la bandera de Francia, Alemania y el Reino Unido desde la prepotencia y la alarma de Estados-nación. En España, catalanes y vascos se mostraban muy esperanzados ante las consecuencias del Acta única, que les hacía, de momento, tan dependientes de Bruselas como de Madrid, y cuando se utiliza la palabra independencia no se precisa su verdadero sentido. ¿Con respecto a qué centros de dependencia? ¿Las multinacionales? ¿Las cadenas televisivas norteamericanas? ¿El Fondo Monetario Internacional? Una Europa unificada, según criterios de eficacia de los sistemas productivos integtados puede ser tan amenazante para las identidades nacionales aplazadas como los actuales Estado-nación hegemónicos.

La virtualidad hegemónica de Estados-nación mercaderes, como el Reino Unido, Francia y Alemania, marcará el proceso de unificación o desunificación europea, con intereses contrapuestos. Mientras a Francia y al Reino Unido les interesa un largo predominio del módulo Estado-nación, Alemania puede conseguir la hegemonía europea pasando por encima de estos módulos, desde su riqueza y desde la ductilidad estructural orgánica de un Estado auténticamente federal. Ya es un problema grave que Europa consiga equilibrar su norte y su sur interiorizados, y en el capítulo de todas las variantes de resistencias a Maastricht la insolidaridad de los ricos es casi tan considerable como el recelo de los pobres. Y una vez equilibradas las diferencias interiorizadas de una Europa que pueda interesarnos a los que creemos en un real nuevo orden internacional emancipador e igualitario, es necesaria una conciencia diferencial, rehuir el modelo de construir un bloque más, capitalista y expoliador, en competencia con el japonés o el norteamericano, sin descuidar la posibilidad de que la antigua URSS pueda convertirse en un par de décadas en un centro competitivo capitalista más y amenazante.

Los españoles asistimos a estos trasiegos europeístas con el corazón empequeñecido. Cada día recogemos los cadáveres de africanos ahogados cuando tratan de llegar a Europa mediante barcazas que atraviesan el Mediterráneo como auténticas barcas de Caronte. También hemos de convertirnos en aduaneros de la invasión latinoamericana, es decir, ocupamos un lugar de privilegio en la frontera contra los bárbaros. Pero ¿quiénes son los bárbaros reales y dónde están? Cavafis escribió que quizá habría que llegar a la conclusión de que habíamos es tado esperando la llegada de los bárbaros y los bárbaros no existían. Yo no estaría tan seguro. Los bárbaros están en el norte. Entre nosotros, y, como siempre, dispuestos a matar para acumular y alienar gracias al Big Brother de una información manipulada, que en ocasiones es capaz de transgredir incluso las leyes del mercado si está en juego la hegemonía de las verdades del Gran Hermano, y habitualmente siempre puede utilizar el recurso de convertir cualquier tragedia ética, política, social, cultural, en su bonsai o en un juego electrónico.

Manuel Vázquez Montalbán es periodista y escritor.

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