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LA TRANSICIÓN EN POLONIA / 1

Un mercado eslavo

Polonia afronta el paso hacia la economía de mercado en un clima de inestabilidad política

Cada pueblo de Europa central tiene una larga historia de lucha contra pertinaces invasores o tiranos seculares. Los polacos han sobrevivido en el último siglo a varias invasiones de sus vecinos rusos o alemanes, han padecido la peor persecución nazi, y han afrontado el comunismo con un cierto sentido del humor. Humor que parece fallarles cuando se habla de la transición al capitalismo. En Polonia nadie duda, nadie utiliza lo de "economía de mercado" para designar el nuevo sistema. A casi tres años de la ruptura del sistema comunista, los gobiernos se han sucedido sin poner en marcha un plan de transición estable. El nombra miento de Hanna Suchocka como primera ministra abre la esperanza de la estabilidad.El paisaje de Varsovia está dominado por dos gigantescas construcciones, una planta térmica y el palacio de la Ciencia y la Cultura, salvajada que Stalin regaló al pueblo polaco y que los habitantes de la ciudad detestan sin el menor recato. La barbarie nazi dejó todo preparado para esta fisonomía: la ciudad quedó reducida a escombros, y el entusiasmo constructivo stalinista hizo lo demás; el centro de la nueva Varsovia es una de las ciudades más feas de Europa y una de las mejor preparadas para acoger la circulación de vehículos y viandantes: amplias avenidas en las que el aún escaso tráfico se mueve a sus anchas.

Alrededor del espantoso palacio, en la gigantesca esplanada que lo rodea, se levantan docenas de puestos callejeros en los que se vende ropa, discos, fruta, tabaco americano, chicles o billetes de autobús. Es el primer aviso para el viajero que desembarca en una ciudad que parece tomada por los vendedores ambulantes.

"Economía gris"

Lo cierto es que en Varsovia no se percibe, como en otros países en trance similar, la escasez de productos. Hay tiendas elegantes, almacenes del Estado vacíos (eso sí, todos con colas), pero la vida comercial está en los mercados que se reparten por los distintos barrios: el mercado de Praga, donde se puede adquirir no sólo caviar ruso sino también iraní; el mercado de los siete días, donde cientos de ucranianos, rusos o lituanos venden a trozos todo el material del ex ejército soviético, y los cientos de puestecillos que invaden las esquinas de cualquier barrio con un muestrario en consonancia con la importancia del distrito: un enchufe viejo, un balde de plástico o una jarra de cerveza de aspecto antiguo. Varsovia es un gigantesco bazar repleto, además, de establecimientos en los que se cambia dinero. Y los polacos, los ciudadanos más informados del mundo sobre el cambio de las diferentes divisas fuertes.

Cualquiera podría pensar, a la vista de ello, que la economía polaca es una economía que vive en la ilegalidad. Allí le llaman "economía gris". Y gris parece ser el color de lo que sucede en la calle. Polonia vive de la economía sumergida mientras la, economía que aflora sólo tiene dos posibles orígenes: los restos mastodónticos de la industria comunista o la entrada cautelosa del capital extranjero. Los estadísticos sólo pueden medir estas dos formas, y se contentan con valorar que la otra economía parece marchar bien. El ex ministro Tomasz Grsuecki, del gabinete de Olsewski, lo define con precisión: "Si atendiéramos a las cifras oficiales, en Polonia habría hambre, y no la hay; eso se debe a la economía gris".

Hoy Polonia, que aún discute sobre cuestiones como la Constitución, a tres años de que Mazowiecki encabezara el primer Gobierno de Solidaridad, se enfrenta a un drama político que pondría los pelos de punta a un italiano: decenas de partidos conviven en el Parlamento sin que haya sido posible formar un gobierno estable hasta. la reciente elección de Hanna Suchocka, una abogada de 46 años, cuyo nombre ha sido capaz de reunir el porcentaje imprescindible, de apoyos parlamentarios para ser elegida jefe de Gobierno.

¿Qué ha hecho que en Polonia, el primer país que sacudió el monopolio comunista en el centro de Europa, las cosas hayan llegado al punto de la ingobernabilidad? Cuando los comunistas de Jaruzelski comenzaron a recular, tenían enfrente a una máquina capaz de arrollar a casi todo lo que se le pusiera por delante: el sindicato Solidaridad, encabezado por Lech Walesa.

Pocos años después, aquel enorme impulso organizativo ha reventado en mil pedazos. En el Parlamento, sus primeros hombres, los gloriosos de la transición, los Mazoviecki, Kuron, Geremek, ya no representan a sus antiguas bases; el partido que se define a sí mismo como Solidaridad no reúne ni un 6% de los voto s, y en las propias fábricas, en su conjunto, el sindicato ve cómo sus rivales ex comunistas les sobrepasan en afiliados. El propio Lech Walesa es abucheado por los obreros que le auparon a la Presidencia.

Los sucesivos gabinetes que han ido ocupando (con escasa capacidad de maniobra) el poder se han compuesto de una amalgama de partidos que en otro lugar del mundo, sólo podrían tener como origen una gigantesca borrachera o la necesidad de hacer frente a una crisis nacional. En el gabinete actual conviven, con discrepancias, la Unión Democrática de Mazoviecki con la Unión Nacional Cristiana, cuya ideología está bien representada por su nombre.

Los partidos del efímero Gobierno de Pawlak, fundamentalmente los campesinos (viejos amigos de los comunistas) o los del anterior gabinete, el de Jan Olsewski (derecha) se encontrarán en una oposición difícil de aunar por los ajustes de cuentas aún pendientes entre ellos: los últimos bandazos de la política en Polonia estuvieron provocados por la publicación de una lista con miles de personas incluidas, de presuntos colaboradores con la antigua policía política, lo que provocó un escándalo de proporciones gigantescas entre agraviados y acusadores, del cual no pudo escapar ni el propio presidente.

De espaldas a Solidaridad

En el centro de la tormenta, Lech Walesa, carismático, tenaz, cerril incluso, se reserva para sí y su control directo dos ministerios que estima claves: Defensa e Interior.

Y al margen casi de la política, los sindicatos. Los dominados por la antigua élite comunista, en la oposición férrea. Los militantes de Solidaridad, cada vez más enfrentados a una clase política que no toma decisiones pero amenaza con cerrar gran parte de las gigantescas empresas del norte y centro del país. Los hombres de Solidaridad consideran que ellos hicieron la transición, que ellos acabaron con el comunismo. Y ahora, la democracia que ellos levantaron, les vuelve la espalda.

La fuerza de la Iglesia también se hace sentir a cada paso en el país. El nombramiento de Hanna Suchocka para primera ministra se interpreta como la única posibilidad de pacto posible: Suchocka fue una de los siete diputados de la Unión Democrática (sobre 62) que votó contra el aborto en el Parlamento. Y los nacionalcatólicos controlan el Ministerio de Educación en el nuevo Gabinete, así como el de Sanidad.

La resolución, al menos provisional, de la crisis política polaca, ha sido en apariencia una solución equilibrada, que deja en manos de los centristas de la UD y de los liberales la puesta en marcha del primitivo plan económico del primer Gobierno de Maszviecki, aun cuando tenga que pactar con los distintos sectores, que respeta para los católicos la primacía y que asegura a Walesa el control sobre los aparatos del Estado. Por el momento, al menos, aleja la perspectiva que muchos veían aparecer en el horizonte hace pocos meses: un autogolpe de Walesa, al estilo Fujimori, para enfrentar la crisis y la insubordinación de los partidos ante su mesiánica figura.

Este artículo ha contado con la colaboración de Piotr Adaniski.

La ira de Walesa

Lech Walesa, el mítico dirigente obrero de Gdansk que encabezó él sindicato Solidaridad hasta quebrar, el Estado comunista en Polonia, es un hombre con malas pulgas. Se presentó a la elección presidencial por despecho, al sentirse minusvalorado por uno de sus intelectuales protegidos: Tadeusz Mazsviecki.Desde la presidencia del país se ha convertido en un perpetuo azote para los sucesivos gobiernos; centrado en la reclamación de poderes suplementarios para el presidente, similares en algunos casos a los del presidente de Estados Unidos de América. Muchos de los que se han apartado de él le temen, y no se descarta que piense que un golpe de Estado sería bueno para Polonia. Los rumores estuvieron en la calle durante el verano de 1991, cuando la prensa informó de consultas al Pentágono sobre cuál sería su actitud ante un posible autogolpe en Polonia. Luego, en abril, las declaraciones de Parys, ministro de Defensa, que aseguré que Walesa pensaba en el golpe. Y como broche, su necesidad de volver a conectar con sus bases, los obreros que ahora le abuchean pero que comparten su lenguaje y su forma de pensar sobre los políticos. En Polonia muchos tienen miedo a la ira de Walesa.

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