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La culpa, el hambre y la guerra

No es verdad que una imagen valga más que mil palabras. Y eso a pesar de lo que está ocurriendo estos días con la movilización de la opinión pública mundial contra el hambre en Somalia y la guerra en Bosnia. Han sido, efectivamente, imágenes televisivas, las de niños muriendo de hambre y las de muñones ensangrentados a las puertas de una panadería, las que han puesto en marcha sentimientos caritativos que han llenado vagones de víveres de la Cruz Roja. Pero no nos engañemos, la respuesta a esas imágenes son un gesto para quitárnoslas de encima, no para responder al hambre y a la guerra.Esta última respuesta exige palabras. Y no cualquier palabra, sino las más graves. José Saramago, en su último novela, El Evangelio según Jesucristo, que no trata ni de Somalia ni de Yugoslavia, pero sí de lo que antes se llamaba el mal en el mundo, desempolva dos de esas palabras mayores: la culpa y Dios. En el relato del gran novelista portugués, la culpa persigue al hombre implacablemente: a José, por no haber avisado a tiempo a los padres de los niños de Belén de las intenciones de Herodes, que él conocía, y a Jesús, al enterarse que el precio de su vida había sido la muerte de inocentes. También, y sobre todo, a Dios: ha sido la ambición del Dios judío la que ha hecho de la historia un valle de lágrimas; si en lugar de querer erigirse en el único señor del mundo, obligando a los suyos a imponerle por las buenas y por las malas, se hubiera contentado con ser el Dios de un pequeño pueblo, cuánto daño se hubieran ahorrado los humanos.

Entiendo que lo agudo de la reflexión de Saramago es la tensión dramática en torno a la culpa: no hay exculpaciones fáciles. Ante el mal del mundo el hombre no se libera de su culpabilidad inculpando a Dios, lo que simplificaría mucho el problema, pues "matando al perro se acabaría la rabia", ni el hombre puede asumir sus responsabilidades sin interpelar a Dios. El Jesús de Saramago -el propio Saramago- encarna un tipo de hombre antiguo que es consciente de su culpa y se enfrenta a Dios. La razón de culpabilidad reside en el dolor causado por el hombre a seres inocentes: la exculpación del hombre sería como. convertir a la víctima en verdugo; la razón de su interpelación a Dios es la negativa a aceptar resignadamente ese mismo mal que una y otra vez se repite, sin razón alguna.

Estamos ante una novela escrita por un autor marxista y con claves explícitamente racionalistas. El problema no es, pues, la existencia o inexistencia de Dios, sino la existencia del hombre. A Saramago le interesa el hombre, ese Jesús que se enfrenta a un Dios cuya inhumana ambición merece las críticas que le dirigiera Job, lo que no le ahorra a él, Jesús, saberse culpable. Si hay un ápice de anacronismo en la novela de Saramago hay que buscarle en la simpatía con que defiende a su héroe, consciente de su culpa y enfrentando a Dios: ese hombre ya no existe. La muerte de Dios ha significado la muerte de ese hombre. ¿Dónde encontrar, pues, un sujeto consciente de su culpa ante el mal ajeno, alguien para quien su felicidad está ligada a la del otro y que, por tanto, se vea obligado a definir sus relaciones con ese otro no en términos de ayuda humanitaria, sino en los de búsqueda de la propia identidad? Saramago puede contestar que ese hombre se daba en el marxismo. El problema es que hoy en día, y cada vez más, tanto ese marxismo como aquel judeocristianismo van desapareciendo de la rúbrica cultura, quedando orillados en la de ideas (antiguas). Buena parte del fracaso cultural de estas tradiciones universalistas reside en su cínica querencia a la autoexculpación: su celo en echar las culpas a los demás sólo era comparable a su persistencia en crear angustia y daño ajenos. Su descrédito, sin embargo, se ha llevado por delante la figura de la solidaridad y, por tanto, la de la culpabilidad. No se lleva lo del universalismo, pues se sospecha que detrás del mismo se esconde una forma cualquiera de monoteísmo: sea el abrahámico, aquejado siempre de querencias teocráticas; sea el de las, filosofías de la historia que hablan, sí, de emancipación del hombre, pero que se empeñan en salvar a uno mediante el persuasivo argumento de la fuerza. Se rechaza al monoteísmo por intolerante y excluyente monomito, al tiempo que se jalea el polimitismo que permite a cada cual -hacerse de su capa un sayo y que resuelve la relación con los demás con el castizo "que cada palo aguante su vela". La expresión más eminente de esa fragmentación de la conciencia son las imágenes televisivas. Cada telediario aporta su ración de mal en el mundo; son tantas y se suceden tan rápidamente que no hay manera de desentrañar nuestra relación con ellas. Ante cada una de ellas se reacciona con un sentimiento, según la dosis de sangre, gritos y enloquecimiento del lugar. Lo único unitario es un inconsciente colectivo que se toma tanta desgracia televisiva por cotidiana fatalidad, sin que alguien, como en la novela de Saramago, interpele a Dios, al destino o al inconsciente colectivo ¿por qué todo eso?

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La intuición que subyace a la culpabilidad es la de que el mal en el mundo, esto es, las injusticias, las desigualdades sociales, con su séquito de hambre y muertes no son situaciones originarias, sino fruto de la actividad del hombre. Somos, pues, herederos de decisiones injustas y en la medida en que hoy nosotros no asumimos nuestras responsabilidades políticas frente al los efectos de aquellas historias, somos de nuevo culpables de los males que nuestra omisión causa.

El escenario ex yugoslavo es ejemplar para mostrar cómo las tradiciones culturales universalistas -aquellas, por tanto, en las que se puede y se debe hablar de solidaridad universal y, en caso contrario, de culpabilidad- no son caducas moralinas, sino expresiones llenas de realismo. Robert Fisk contaba recientemente en este mismo diario cómo el conflicto entre serbios, croatas y bosnios obedece a experiencias anteriores condicionadas por los intereses de las grandes potencias europeas, las mismas que ahora se desentienden del conflicto (cuando no lo azuzan). Está hablando de la II Guerra Mundial, de la que los dirigentes políticos europeos deben acordarse perfectamente. El caso judío es otro: ha sido un problema europeo hasta que hemos conseguido convertirlo en un asunto judío-árabe.

Podemos decir, en buena lógica, que sin memoria histórica o sin razón anamnética no hay manera de tomarse en serio algo que escape a lo inmediato y local. Más aún, que los derechos de las víctimas ni la culpa de los verdugos prescriben por olvido. El problema es que estas consideraciones lógicas no movilizan, ni forman parte de lo que entendemos debe condicionar decisiones políticas. Para que sí lo fueran habría que ubicarlas en la cultura que envuelve el relato acontemporáneo de Saramago, un don reservado a los narradores.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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