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Reflexiones sobre financiación local

En esta primera parte del artículo el autor defiende la necesidad de alcanzar un pacto entre las tres administraciones que sirva para definir claramente las competencias que les corresponden a cada una. Medida que serviría, según López-Amor y García, para paliar la asfixia financiera que padecen los municipios,. que tienen que hacer frente a una demanda social muy alta sin los recursos suficientes.

El autor analiza, en varios puntos la situación de las administraciones locales, los desequilibrios que les afectan y, los retos a los que se enfrentan éstas en el corto y largo plazo.El ejercicio indiscriminado y creciente de competencias por parte de las administraciones públicas no es más que un reflejo del inacabado proceso de creación del Estado democrático. Este creciente nivel de competencias provoca, como consecuencia inmediata, que la situación financiera de gran parte de los ayuntamientos presente un déficit estructural de recursos para afrontar el gasto y los niveles de actividad en los que se han embarcado en los últimos años.

Esta situación, que no es nueva, se acrecentó en los primeros años de la transición democrática. Los ayuntamientos del año 1979 se enfrentaron con una fuerte demanda social de equipamientos y de actividades sin correspondencia de nuevos recursos financieros para afrontar dicha demanda. La consecuencia inmediata fue un deterioro tal de la situación financiera local que obligó a tomar medidas urgentes desde la Administración central -Ley de Saneamiento de las Corporaciones Locales-, que sólo sirvieron para paliar tempóralmente lo que es un mal estructural de las administraciones locales. La Ley de Haciendas Locales del año 1988 no ha supuesto una modificación clara de dicha situación, ya que el potencial recaudatorio previsto en la misma es insuficiente para satisfacer las necesidades financieras de los ayuntamientos.

Los ayuntamientos se enfrentan a una doble demanda de carácter contrapuesto: graduar el equilibrio de satisfacción ciudadana que se plantea entre una mayor demanda de servicios y un no crecimiento de la presión fiscal destinada a pagarlos. Ante la imposibilidad creciente de aumentar en la proporción debida los recursos tributarios de los ayuntamientos, no les queda a éstos más remedio que plantearse la redefinición de sus competencias. y de su papel dentro del Estado.

La declaración constitucional de suficiencia financiera es difícilmente cuantificable, y si la praxis política tuviera algún valor, nos atreveríamos a decir que no existe ningún Ayuntamiento en todo el país con una situación financiera que pudiera calificarse de saneada. Ante esta situación, es tentación fácil establecer una estrategia de huida hacia adelante que básicamente consistiría en: ya que no hay forma de asumir tantos gastos y cubrir tal nivel de ,actividad con los recursos disponibles, utilicemos la vía del endeudamiento a ultranza. Esto permite incrementar gastos sin trasladar, a corto plazo, el problema al contribuyente, y mientras tanto, como se dice vulgarmente, ir tirando. Alguien, tarde o temprano, tendrá que pagar: esto que lo resuelva el que venga.

Se podría elaborar una larga lista de municipios que se encuentran en esa dinámica. Incluso pensar que esa estrategia pueda ser rentable a corto plazo desde un punto de vista electoral, en la medida en que se apoya en la miopía de los electores, que pueden juzgar la gestión política por sus efectos inmediatos: un aparente incremento -o mantenimiento al menos- del bienestar, a través de un incremento mantenido del gasto sin un efecto inmediato en la presión fiscal. Sin embargo, esa estrategia no puede mantenerse mucho tiempo ni ser útil a largo plazo: sus efectos financieros perversos acabarían no sólo contrarrestando la bonanza alcanzada a corto plazo, sino salpicando también, la trayectoria política de quien irresponsablemente la hubierápatrocinado.

Deficiencias estructurales

El gran problema con que. se enfrentan los municipios de finales del siglo XX es una situación de asfixia financiera que puede definirse de la siguiente manera: los gastos corrientes generados por la actividad municipal (gastos de personal, compras, contratas de servicios, transferencias, etcétera) crecen más rápidamente que los ingresos ordinarios (tributos propios y participación en los del Estado). Todo ello no es más que la constatación de que el gasto corriente tiene una naturaleza absolutamente rígida y por tanto de muy difícil modificación, lo que trae aparejado que el ahorro corriente, esto es, la diferencia entre ingresos y gastos corrientes, se ha ido acortando progresivamente, y ya en buen número de ayuntamientos se ha convertido en negativo. Si cuando sucede esto, y como factor de concurrencia, existe un cierto volumen de inversiones, nos encontraremos con que la asfixia es doble: necesidad de endeudamiento por encima de su capacidad real para poder financiar sus inversiones y, al mismo tiempo, el incremento de su partida de intereses financieros, que se constituye así en la primera causa adicional de reducción del ahorro y, en consecuencia, de la capacidad de autofinanciación.

En esta tesitura, la Administración municipal se va convirtiendo en una masa: magmática cuyo volumen va aumentando de forma errática, sin que exista una dirección clara o un techo para su crecimiento, absorbiendo un porcentaje creciente de recursos económicos. Es claro que el sector público, sea. cual sea, es el peor asignador de recursos económicos desde el punto de vista de la eficiencia, por lo que si la decisión es la financiación vía impuestos, evidentemente, se reduciría el nivel de renta disponible de las economías familiares y empresas. Y si se hace vía deuda, lo que conseguiría es devorar parte de un ahorro privado ya escaso, que de otra forma se habría canalizado hacia inversiones creadoras de recursos y productivas. En ambos casos se estará produciendo el mismo efecto: dispersar recursos desde el sector privado productivo, más eficiente, hacia el sector, público.

Alguien podría decir: sí, es así, pero esto no es malo, dado que los ayuntamientos prestamos servicios necesarios y además lo hacemos mejor que otras administraciones por la mayor proximidad al ciudadano.

Cabe preguntarse entonces: ¿son esencialmente necesarias todas las actividades desarrolladas por los municipios?, ¿cuáles son los grados de prioridad?, ¿están en nuestro país correctamente definidas las competencias de cada nivel de Administración?, ¿la actual diversidad de competencias asegura que se eviten solapamientos entre unas y otras?, ¿garantiza acaso que cada una preste los servicios y ejecute las inversiones en las que resulta más eficiente?

El hecho constatable es que en ciertos tipos de actividad pública, como la oferta de servicios de sanidad, enseñanza o cultura, las tres administraciones que conforman el Estado compiten entre sí y simultáneamente, sin coordinación ni división clara del trabajo, lo que se constituye como primera muestra, clara de que estamos lejos de la eficiencia necesaria.

Abarcarlo todo

Cabe además preguntarse si los recursos municipales, particularmente los tributos propios, son lo bastante poderosos como para permitir un nivel, no ya tan diverso, sino tan disperso de actividades, servicios y gastos en la esfera local.

Pretender abarcarlo todo, con recursos tan limitados, es una temeridad financiera de consecuencias claramente previsibles y que para personas jurídicas y en el ámbito privado podría calificarse como de quiebra culpable. La Ley de Régimen Local, en su artículo 26, define aquellas competencias que pueden considerarse mínimas u obligatorias, como alumbrado público, limpieza viaria, alcantarillado, aguas, pavimentación y otras, graduadas en función de la población de cada municipio, y añade en su artículo 25 otra lista extensísima de posibles competencias voluntarias, con un abanico tan amplio de actividades que se podría definir de la siguiente manera: todas las posibles e imaginables, salvo las estrictamente reservadas a la Administración central, como defensa y justicia.

Es preciso renunciar, por irreal, a una concepción municipalista entendida como un segundo Estado para los municipios. Los municipios deben responder al principio de eficacia en el gasto por su inmediatez al territorio y al ciudadano, pero en las funciones que estrictamente le son obligatorias, esenciales y auténticamente locales, dejando para el resto de las administraciones todas las demás. Y ello porque la capacidad financiera y tributaria de los municipios no responde al principio de suficiencia financiera para prestar todos aquellos servicios incluso a veces demandados por los ciudadanos.

Los ingresos de los, ayuntamientos se nuclean básicamente en dos grandes grupos: tributos propios y participación en los tributos estatales. En estos últimos se da un alto grado de dependencia respecto a la voluntad de la Administración central de transferir fondos en mayor o menor cuantía, en función de su propia política presupuestaria y económica en general.

En cuanto a los tributos propios, sus limitaciones son evidentes: en primer lugar, no tienen un fuerte poder recaudatorio, salvo que se produzcan incrementos poderosos e indeseables de la presión fiscal; en segundo lugar, la imposibilidad de que los ayuntamientos tengan una política fiscal propia -no es su papel- impide que tengan un carácter progresivo y redistributivo. Una última consideración son los efectos que se producirían de un incremento no medido de los tributos municipales, ya que se produciría una expulsión de recursos a otros territorios con menor presión fiscal.

Por todo ello, es necesario un pacto a nivel de Estado que defina los niveles competenciales de las tres administraciones del Estado evitando planteamientos maximalistas por parte de los ayuntamientos y evitando un proceso de transferencias o delegación de competencias desde las comunidades autónomas a los ayuntamientos. Y ello aun en el caso de una valoración de los recursos financieros necesarios para hacer frente a las competencias transferidas evitando el peligro de que recursos que ahora puedan parecer suficientes para costear una transferencia competencial acaben no siéndolo a medio plazo.

Fernando López-Amor y García es concejal de Hacienda, Economía y Comercio del Ayuntamiento de Madrid.

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