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49º FESTIVAL DE VENECIA

Tres producciones españolas arrancan ovaciones

Tres producciones españolas, de Patricio Guzmán, Carlos Saura y Mare Rocha, se pasaron fuera del concurso y cada una a su manera arrancaron vivos aplausos de la gente -poca- que acudió a verlas. Son tres obras muy distintas y ricas, tres formas de hacer cine que poco tienen que ver entre sí, pero que se complementan y que, si los buenos augurios sobre el filme de Bigas Luna a concurso -Jamón, jamón, que se exhibirá el viernes- se confirma, pueden crear una excelente imagen de lo que nuestros cineastas hacen y, sobre todo, pueden hacer en medio del páramo que hoy es la cinematografía española, amenazada de extinción por la terca resistencia del Gobierno a asumir como propias sus graves dificultades.

Patricio Guzmán es un cineasta chileno muy próximo al cine español. Dedicado fundamental mente al cine de lucha durante la dictadura de Pinochet, Guzmán insiste ahora, con producción de TVE, en la misma línea instruida en su magnifica La batalla de Chile, sólo que con mayor ambición, pues ensancha su averiguación a todo el continente americano, desde los años genocidas de la con quista y la colonización, hasta ahora mismo, donde la pulsión genocida persiste, y agudizada, con otras armas políticas y militares. Desde Hernán Cortés a la Teología de la Liberación, los hilos básicos de esta inabarcable tragedia histórica están en La cruz del sur. Un inteligente, libre y hermoso trabajo de cine de combate.Sevillanas es un precioso mediometraje de Carlos Saura. Dura aproximadamente una hora, pero podría duplicar su duración y sostenerse en una gran batalla con igualfacilidad con que lo hizo ayer en la Sala Perla del Lido veneciano. Sobria, elegante y emotiva exposición de las variantes de esta forma de baile y de cante -en realidad expresión de una forma de vida- que son las sevillanas. Sevillanas de ayer, sevillanas de hoy, sevillanas, rocieras, bíblicas, corraleras, clásicas, flamencas: una serie de configuraciones de la alegría que, vistas por Saura, contagian al espectador y, con esa alta elaboración que requiere la sencillez en el cine, lo emocionan.

Pero lo más interesante de esta aportación extraoficial del cine español se lo debemos a un joven, casi un muchacho, catalán llamado Marc Rocha. Tiene 21 años y todavía está en mantillas en el complicado oficio cinematográfico. No importa. Hay aprendices de cine a los que uno siente la tentación de pedirles que se dediquen a otra cosa y que no dilapiden su juventud en un empeño inútil. A Marc Rocha hay que pedirle lo contrario: que la dilapide, porque lleva el cine dentro de la sangre y es capaz de extraer zumo cinematográfico de una piedra. Su mediometraje. El cielo sube es torpe, balbuciente, inacabado, deshilachado, imperfecto. Pero es un experimento apasionante, que deja ver dentro la mirada de un cineasta originalisimo y con una tremenda capacidad de síntesis. El milagro de un muchacho aprendiz de cine que no se ya por las ramas, sino que apunta con su cámara a la médula de las cosas.

La obrita está a su vez basada en la lectura de otra obrita, pura literatura y ésta sí perfecta, insuperable: un trozo de escritura genial de Eugenio d'Ors titulado Oceanografia del tedio. Oírlo dicho por Luis Porcar es literalmente glorioso. Pues bien, la cámara de Rocha dialoga de tú a tú con la portentosa palabra de D'Ors y no hay quiebra entre una y otra.

Mientras tanto, el concurso cayó ayer, como el día anterior, en una zona plana, ni buena ni mala. Comenzó la cosa con Verónica y yo, una película independiente estadounidense, muy bien interpretada y con dirección solvente de Don Scardino. Es una obra común, correcta, emotiva, con posible buen resultado comercial. Pero esto no basta para merecer estar aquí. Carece de ese punto de riesgo que uno pide a todo lo que contempla en la Mostra.

Y riesgo tiene la segunda película: Aclá, dirigida por el italiano Aurelio Grimaldo, que se zambulle en una violentísima historia en la que representa la absoluta miseria de los mineros de sulfuro, en la Italia meridional de mediados de siglo. Estética del miserabilismo, pero con un toque de cartón piedra que la hace poco creíble.

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