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Entrevista:... Y ME QUEDÉ EN MADRID

"Me ocurre como al arte: no somos de ningún lado"

Uno de sus mejores recuerdos de esta ciudad está inmortalizado en blanco y negro, en un pedazo de papel con bordes de dientes de sierra: Madrid en foto a finales de los cincuenta, diáfano y transitable. Por aquel entonces Helga residía en el barrio de Salamanca y aprendía veloz el castellano. "Conocí a Jaime en la boda de una amiga, y a los 12 meses justos nos casamos. Mis primeros años fueron muy difíciles. Necesité incluso la ayuda de un psicoanalista, que me aplicó una terapia de individualización. Quizá me equivoqué queriendo adaptarme demasiado deprisa cuando me sentía como un árbol arrancado de raíz. Las costumbres españolas me chocaban, hasta que abandoné esa idea de poseer forzosamente un origen. Ni alemana ni española. Soy yo. Me ocurre un poco como al arte, que no es de ningún lado".Así, deja que su vida transcurra entre las aguas de dos culturas que, lejos de entenderse, apenas dialogan, incluso en los más nimios detalles. Helga tuvo que retocar sus horarios como cambió la mantequilla por el aceite de oliva en su cocina. "Hay veces que te sientes como una écuyère [amazona], siempre sobre la cuerda floja, pero queriendo estar aquí".

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Una de las grandes damas del arte

Apátrida como el talento, Helga educa en Madrid a sus tres hijas y viaja, practicando lo que ella llama turismo artístico. Con semejantes cartas de navegación, es ineludible echar el ancla en la mágica ciudad de Cuenca. "Mi marido es arquitecto y muy interesado en el arte. Con Gerardo y José María Rueda conocimos a Gustavo Torner, Eusebio Sempere, Antonio Saura, Zóbel, Juana, Mordó... Y nos convertimos en coleccionistas. Aprendí muchas cosas que luego me han ayudado a dirigir la galería. En ese ambiente supe que el arte no debe mirarse sólo con los ojos del dinero".

"Un regalo de Reyes"

Sin duda, ya se parecía a esa gran mujer con aspecto de old dama, alemana también, llamada Juana Mordó. Su nombre llegó a significar vanguardia, y Helga ha sido, además de discípula, la mejor prolongación de su obra.

Corría el año 1979 cuando Juana Mordó tropezó con serios problemas económicos por culpa de un socio poco honrado. "Juana, no puedes cerrar", dijo firmemente Helga al conocer la situación. "Fue como un regalo de Reyes. De pronto fui la propietaria del 49% de las acciones. Por fortuna, Juana vivió cinco años más para enseñarme: Era una mujer que te exigía al ciento por ciento. Mi amor por el arte desembocó en una auténtica pasión".

Mientras tanto, Madrid crecía a ritmo desordenado, bullicioso y vital, con ganas de modernizarse. "Es duro enseñar a la gente a visitar galerías de arte". Al mítico local de la calle de Villanueva acude Helga, 27 años después de su apertura, sin predicar con el ejemplo, "porque soy la primera en recomendar los transportes públicos y me reservo un único privilegio: el chófer. Tengo carné, pero soy incapaz de conducir. El taxi me parece un medio de transporte perfecto".

Madrid le parece tan rico en árboles como en atascos. "Las ciudades europeas tienen las zonas verdes en las afueras, pero hoy día casi no se puede andar por aquí". Los fines de semana recorre el Reina Sofía, a salvo del trajín de las inauguraciones, "por pura timidez. Allí se están haciendo bien las cosas, pero andan todavía a medio camino. El Prado me parece una excelente pinacoteca, y en cuanto a la colección Thyssen, es un buen museo, aunque no comparto la fórmula de alquiler". Hablar de Madrid con una galerista que además representa a España en el comité asesor de la feria de Basilea es referirse a Arco. "Deseo que no desaparezca, pero que no nos lo pongan tan difícil".

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