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Gallego

Antonio Elorza

La adaptación teatral de Ecue yambao en el García Lorca de La Habana se cerraba con una inesperada apoteosis. En escena, gracias al triunfo de la revolución, surgía el hombre nuevo, disipándose el problema de razas y, con ello, la delincuencia y la marginación que antes estuvieran asociadas al mantenimiento de las creencias de la tierra de origen africana. Contemplado el espectáculo por azar en el primer día de estancia en la capital cubana, suscitaba sólo cierta extrañeza. Pero pronto podía comprobarse que un tratamiento similar afectaba a todos y cada uno de los componentes problemáticos de la historia cubana. Fueran satanizados (el imperialismo norteamericano, la propia capital con el sambenito de burdel yanqui), presentados como meras ficciones negativas.(la seudorrepública, es decir, el periodo comprendido entre la independencia y Sierra Maestra) o reducidos a anomalías venturosamente superadas, su suerte era la misma. Como en los versos clásicos, todos los ríos iban a parar al mar, que en este caso no era el morir, sino el alumbramiento de una nueva sociedad, militante e igualitaria, forjada en el crisol de la sumision activa a un caudillo, punto, a su vez, de confluencia del legado nacionalista de José Martí y de la inspiración leninista.Una de esas anomalías era sin duda el componente gallego de la Cuba del siglo XX. Gallego era, y es por extensión, español -"¡Qué bien bailan estas gallegas!% comentaban a mi lado en el cine Yara durante la proyección de El amor brujo de Saura-, pero también en sentido estricto nacido u oriundo de Galicia. El peso de la emigración galaica en la sociedad pre-rrevolucionaria lo justificaba, teniendo por emblema al majestuoso edificio del Centro Gallego en el corazón de la ciudad. ,Nada tiene de extraño que en la transformación utópica experimentada por La Habana después del triunfo castrista, entre los cambios cargados de simbolismo y las supresiones, con el antiguo Congreso convertido en Casa de las Ciencias y la presidencia en Museo de la Revolución, le llegara el turno de quedar.borrado a ese Centro Gallego. Por añadidura, en la visión fomentada desde el poder, por ejemplo, en las producciones televisivas, el gallego era. el prototipo del tendero, del pequeño comerciante egoísta y explotador, una figura social felizmente extinguida desde la revolución. Aunque, por supuesto, hubo excepciones. En un interesante libro, origen de un pésimo filme de igual título, el escritor Miguel Barnet trazaba una imagen mucho más matizada. Su Gallego oscilaba entre los regregos a la tierra natal y la consolidación. en la isla, donde finalmente se fija tras participar en la guerra de España. Se mueve en un juego de tensiones y dudas, de esperanzas y frustraciones, hasta que en Cuba encamina sus días hacia el fin, satisfecho tras la revolución. Ahora bien, llegados a este punto, el complaciente mensaje oficial de la biografia entra en conflicto con los datos aportados. Si no recuerdo mal, el viejo gallego pierde su comercio y acaba su vida laboral como conserje de una escuela. Fue un destino comparable al de muchos de sus compatriotas, integrantes deja pequeña burguesía en la sociedad prerrevolucionaria. La colmena social puesta en marcha por Castro no dejaba. espacio para las actividades propias de una sociedad compleja como la que, a pesar de todas las limitaciones, existía en Cuba hasta 1959. Visto el fenómeno desde el ángulo del grupo social afectado, suponía un fracaso total. Las esperanzas de una vida mejor en el país que casi doblaba en renta per cápita a España antes de Castro fueron a parar al desván de la historia, al lado de los viejos rótulos de los hoteles desvencijados de nombre espa ñol en las calles de La Habana o de las fotografías del primer emigrante de la familia que todavía preside lo que fuera el local de la tienda, hoy en ruinas. De haber sobrevivido, nuestro gallego podría haber tocado fondo en su conciencia de fracaso, tanto por comprobar cómo el hundimiento de sus expectativas de juventud se funden con la penuria generalizada como por ver que para alcanzar artículos de primera necesidad (ejemplo: el grifo para el agua en su casa depende de los dólares del familiarde la Península que puede comprar en una diplotienda). No debieron consolarle mucho al viejo emigrante las ceremonias que hace un año acompañaron el viaje del también gallego Manuel Fraga, y menos saber que por un día habían vuelto para algunos el pulpo y el aguardiente.

Quizás tenía en la mente esa tragedia silenciosa de sus paisanos Fraga cuando se le saltaron las lágrimas en la recepción a Castro del pasado mes. O quizás simplemente evocaba la memoria familiar. Lo que cuenta es el acierto de sus palabras al plantear con discreción la necesidad de cambios en la isla, con lo cual probablemente provocó la huida nocturna del dictador, nunca propicio a escuchar otra cosa que sus propias palabras.

La democracia hace prodigios, pensando en lo que era Fragá hace poco más de 20 años, cuando el caso Ruano, desenterrado ahora por un momento, le llevó a un recital de brutalidad política culminado en su justificación del estado de excepción de 1969. Por su parte, Castro se limitó a emitir pálidas reproducciones de su discurso de siempre en un tono sorprendentemente clerical, sin recuperar la brillantez alcanzada en la conferencia de Madrid.

En realidad, no hubiera sido justo que la estancia de Castro sirviese para propiciar su reconciliación simbólica con la tierra gallega. Eso sí, las breves andanzas peninsulares del comandante han permitido mostrar la amplitud de su seguimiento entre nosotros con episodios como la agresión a los disidentes en la Expo, que demuestran hasta qué punto la misma ideología produce los mismos efectos con o sin ocupación del poder. Tampoco ha faltado esta vez la cascada de intervenciones apologéticas con los argumentos de siempre: el bloqueo, la comparación con otras situaciones lamentables en Latinoamérica, incluso la crítica velada a la democracia por contras-, te con la supuesta decisión política de los cubanos de sostener al castrismo. Como si la expresión de la voluntad política del pueblo cubano fuera posible bajo una dictadura que ahoga toda opinión libre y responde con una doble violencia coordinada, del Estado y de sus bandas disfrazadas de pueblo, al menor conato de oposición. Decir en este caso que se vulnera el orgullo nacional cubano y que hay que renunciar a toda injerencia extranjera no significa otra cosa que asumir el argumento con que el franquismo condenara todo apoyo exterior a los demócratas españoles identificando de modo fraudulento al dictador con la sociedad que los sufre.

Muchos estamos de acuerdo en que la revolución cubana nació con las mejores intenciones y que tiene en su haber logros que no tienen por qué desaparecer. Pero es difícil pensar un futuro razonable para los cubanos sin borrar sus errores y fracasos y, sobre todo, sin sustituir la actual dictadura personal militarizada por un régimen democrático, pluralista, basado en la reconciliación nacional como hoy proponen tantos opositores del interior. Contribuir a que esta solución sea alcanzada pacíficamente, excluyendo sólo a revanchistas y numantinos, puede ser un horizonte de actuación para la izquierda democrática. Lo que no significa desentenderse de los asesinatos de niños en Brasil o de las muertes de campesinos en Guatemala. Del hambre en Somalia o de la acción sanguinaria del expansionismo'serbio en Bosnia. El compromiso del intelectual con la realidad social implica el conocimiento de la misma, no la subordinación al mito de la visión maniquea. Exige también la recuperación del pasado, como sucede con la triste historia de tantos gallegos en Cuba.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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