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Un año después

Ha pasado un afio desde el intento de golpe del pasado 19 de agosto, un año tumultuoso en el que todo se ha tambaleado. Mucha gente celebrará el aniversario y dará su propia versión de lo acontecido, igual que yo hago en este artículo. Como sucede con todos los acontecimientos cruciales de la historia, las diferencias en la interpretación son inevitables y de esperar. Yo daré mi propia visión, lo que pensaba entonces y lo que pienso ahora.El intento de golpe estaba destinado al fracaso incluso antes de que los primeros tanques entraran en Moscú. Los que lo idearon y tomaron parte en él no se dieron cuenta de que la sociedad había pasado ya el punto sin retorno. Tanto moral como políticamente, el conjunto de la sociedad -incluidos el Ejército y el KGB, con cuyo apoyo contaban- estaba contra la vuelta atrás. Se ha dicho que la reacción en las fábricas fue débil, que en ciertas repúblicas hubo renuncias, condescendencia e incluso cierta inclinación a ponerse en contacto con los líderes golpistas en Moscú. En todo ello hay algo de verdad, aunque, en realidad, las cosas fueron bastante más complejas. Y a pesar de ello, el repaso de estos acontecimientos conduce a la conclusión de que agosto de 1991 era demasiado tarde para los que deseaban refugiarse en el pasado.

Sin embargo, si el golpe hubiera tenido lugar un año y medio o dos años antes, puede que hubiera tenido éxito. Creo incluso que los acontecimientos se habrían desarrollado de forma totalmente diferente si se hubiera intentado algo así unos cuantos meses antes de agosto. Éste es un punto muy importante, y que muchos omitieron al analizar los hechos que precedieron a la intentona golpista. Se me ha criticado en numerosos círculos por haber tardado en tomar medidas, e incluso por haber aupado a posiciones de poder a individuos que se unieron a la conspiración contra la democracia. Tengo que reconocer que nunca imaginé que fueran a llegar tan lejos. Admito que no esperaba la traición de un hombre como Lukiánov; tampoco de alguien como Yázov, que estaba a punto de retirarse con todos los honores que había merecido por su papel en la guerra; ni tampoco de Kriuchkov, un hombre en quien confiaba porque había trabajado durante mucho tiempo con Andrópov, alguien a quien yo admiraba. Para mí es como si hubieran muerto. Por lo que a mí respecta, sólo existen como objeto de investigación histórica y política, y nada más.

Reconozco que hubo un fallo por mi parte al juzgar a aquellos hombres. No obstante, sigo considerando que las medidas estabillizadoras que tomé en aquellos años cruciales para reducir las tensiones y acabar con la amenaza de un enfrentamiento eran las adecuadas, porque permitieron a las fuerzas democráticas ganar tiempo y adquirir fortaleza, mientras que los elementos reaccionarios de la sociedad quedaron arrinconados.

Algunos han dicho que debería haber dejado mi cargo de secretario general del partido el mes de abril anterior, cuando era blanco del ataque de los conservadores. De hecho, esa idea me pasó por la cabeza; quizá, de no haber estado en ese puesto, habría tenido las manos más libres. Pero decidí no hacerlo porque pensé que si lo hacía, los otros habrían tomado las riendas del poder y habrían vencido.

Pero en estas críticas a mis acciones percibo también el eco de la vieja manía rusa de confiar en que el buen zar vendrá y resolverá todos los problemas del país. Entonces y ahora, mis ideas estaban basadas en otras premisas: quería que todos formaran parte del proceso democrático; quería darles el tiempo y la posibilidad de hacerse cargo de sus responsabilidades con dignidad y de convertirse en seres humanos libres. Era una obra larga, interminable, de muchos actos. Era necesario seguir adelante con las reformas, pero también involucrar a millones de personas en el proceso y derrotar a una oposición cada vez mayor.

También por esta razón, y a la luz de los acontecimientos posteriores, creo que exaltar simplemente el fracaso del golpe es interpretar mal su significado. En realidad, el daño que el golpe infligió a la nación es incalculable. El intento de restaurar el viejo orden fracasó, pero hizo aún más difícil la recuperación de la crisis y retrasó la solución de los problemas. La intentona golpista impidió la firma del acuerdo que habría establecido la Unión de Estados Soberanos; supuso un duro golpe para el avance de las reformas en su fase más difícil, y, por último y más importante, enterró de una vez por todas cualquier esperanza de democratizar el partido.

Habíamos estado preparándonos para el congreso de noviembre del partido, en el que, preveíamos, la cuestión del nuevo programa conduciría a una escisión y al nacimiento de nuevos partidos democráticos. Todo eso asustó a los líderes golpistas que temían que, una vez iniciado el proceso, seguiría adelante sin mayor dificultad. En ese caso habrían perdido realmente todo su poder e influencia. Yo era muy consciente de ello, y a mi regreso a Moscú empleé toda mi energía en conseguir que las repúblicas apoyaran una plataforma moderada en forma de un acuerdo que englobara a toda la unión. Era el tipo de unión necesaria para todos, que preveía un espacio económico común, un Ejército común y una política exterior coordinada. Y sobre esa base habría sido posible tomar decisiones de común acuerdo. Habíamos logrado llegar hasta ese punto antes del golpe, y hubiera sido posible lograrlo incluso después.

En aquel entonces, Borís Yeltsin me apoyó durante una fase concreta de los acontecimientos. Pero gran parte de la responsabilidad de lo que ha sucedido desde entonces recae sobre la Rusia que él lideraba. En Rusia no entendieron que la unión era tan indispensable para ellos como para las demás repúblicas. Yeltsin afirmó más tarde que el referéndum en Ucrania había destruido todos los puentes. Pero esa opinión no tiene fundamento. El referéndum se celebró en diciembre, en tanto que yo era muy consciente de que mucho antes se había creado un comité de consejeros del presidente ruso para examinar la liquidación de facto de la unión, y que trabajaba paralelamente a las negociaciones en Novo Ogariovo para el Tratado de la Unión.

Ucrania sólo fue, pues, una excusa. La decisión fue del presidente ruso y de sus consejeros. Hoy prefiere no reconocerlo y afirma que tenía las manos atadas debido a fuerzas mayores.

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Pero ése no fue en absoluto el ca,so. Fue decisión suya, y debería responsabilizarse de ella. ¿Temía la cúpula rusa que el astuto Gorbachov (de hecho, Búrbulis llegó a escribir esto en un documento confidencial) les robara buena parte de la victoria rusa sobre los líderes golpistas y arrastrara a todos a una nueva unión?

Ni tampoco justifica esa idea (en sí misma muy irresponsable) que liquidar la unión era la única forma de liquidar a Gorbachov. Aunque sólo sea por la sencilla razón de que yo les había propuesto abiertamente retirarme. "Si queréis que me vaya", dije a los representantes de las repúblicas, "estoy dispuesto a finuar ante vosotros una declaración solemne por la que me comprometo a no presentarme como candidato en las próximas elecciones". Gorbachov podía irse, pero la unión -la nueva, por supuesto, no la antigua, que ya estaba muerta- tenía que permanecer porque era necesaria para el país y para el pueblo. Ésa fue mi propuesta.

En diciembre eran ya evidentes los signos de peligro, pero los reformistas demócratas optaron por no verlos. La victoria había sido demasiado fácil. Habían proclamado la Comunidad de Estados Independientes, pero muchos ocultaban sus reservas. Y poco o nada se ha hecho por hacerla despertar. En la actualidad no funciona en absoluto, y el proceso de fonnación de Estados independientes se desarrolla con gran rapidez. Obviamente, está en marcha una tendencia inevitable, y cualquier intento de oponerse equivaldría a ir contra el curso de la historia. Pero si la Comunidad no se hace realidad habrá una guerra de todos contra todos; todas las fronteras serán objeto de disputas; todos los intereses chocarán entre sí. Y nosotros nos veremos ante una situación excepcionalmente peligrosa, que podría conducir a una guerra de proporciones incalculables. Los síntomas ya están a la vista de todo el que quiera verlos. La historia juzgará, dicen algunos. Pero la historia es algo muy lejano, y los seres humanos viven ahora mismo, y desgraciadamente mueren ahora mismo, antes de que la historia haya dado su veredicto definitivo. Es hora de reconocer los errores de cada uno y de asumir la responsabilidad. del liderazgo antes de que sea demasiado tarde.

Mijaíl Gorbachov fue el último presidente de la extinta URSS. Copyright La Stampa, 1992.

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