En un país que se llamó URSS
HAY AÑOS en los que a Igunos días duran siglos. Es lo que ocurrió hace un año en Moscú, cuando un grupo de militares y burócratas comunistas, algunos de ellos muy próximos al presidente Gorbachov, intentaron interrumpir el proceso de reforma iniciado seis años antes por el secretario general del partido que desde 1.917 había dominado la escena política de ese inmenso país que por siete décadas se llamó Unión Soviética. El fracaso del golpe dio paso a una aceleración del proceso de descomposición del sistema. Gorbachov fue dejado de lado y la reforma por él iniciada -transparencia informativa, apertura económica, descentralización controlada y lenta democratización de las instituciones- se sustituyó por la ruptura, encarnada por los líderes nacionalistas más radicales y el presidente ruso Borís Yeltsin, símbolo máximo de la resistencia al golpe en Moscú.Los golpistas están hoy en la misma cárcel que antaño alojaba a los enemigos del comunismo, y espetan un juicio que tarda en llegar y que se teme reabra viejas heridas. Gorbachov, rescatado, aunque con algunas cicatrices morales, de laá sospechas de ambigüedad en aquellos momentos críticos, dirige una fúndación de estudios políticos, es recibido por el presidente de Estados Unidos y se dedica a escribir artículos y dictar conferencias. Yeltsin, el hombre de la situación,que pocos años antes temblaba cuando era purgado sin contemplaciones, es el indiscutible número uno, pero está acosado por un Parlamento hostil, un complejo militar-industrial en desacuerdo con la marcha de las reformas y una desesperada situación económica, y se ve incapaz de lograr el poder semiabsoluto que considera imprescindible para evitar la catástrofe. La URSS no ha podido sobrevivir y es dudoso que lo logre su heredera, la Comunidad de Estados Independientes (CEI). En cuanto al todopoderoso partido comunista, el PCUS, fue disuelto, y sólo algunos nostálgicoslo echan de menos.
¿Es posible otro golpe? Rumores, advertencias y profecías (incluyendo las del ministro de Exteriores, Kozírev, y su antecesor- Shevardnadze) no han dejado de anunciarlo en los últimos 12 meses. La mayoría de los analistas se inclina por descartarlo, al menos en su versión más dura (la de los espadones y burócratas del 19 de agosto de 1991). Pero no dejan de alertar sobre tres inquietantes alternativas posibles. La primera fórmula sería la de una alianza entré el nacionalista Alexandr Rutskói, vicepresidente y héroe de la guerra de Afganistán, con un Parlamento elegido en los tiempos del comunismo y abiertamente enfrentado a Yeltsin, y quizás con militares frustrados por la desintegración de la URSS y del propio Ejército, la disputa con Ucrania por la Flota del Mar Negro y la precariedad de su propia supervivencia. La vía podría ser la destitución de Yeltsin por supuesta violación de la Constitución con sus intentos de acaparar el poder.
La segunda hipótesis apunta al propio Yeltsin y su instrumento sería el recientemente creado Consejo de Seguridad, en el que sus enemigos (por la derecha y por la izquierda) creen ver un trasunto del antiguo Politburó del PCUS e incluso del siniestro comité de emergencia de agosto. El presidente ruso parece ver en este órgano un mecanismo para que su reforma económica radical avance con rapidez, superando las zancadillas que el complejo militar-industrial y un Parlamento hostil no dejan deponerle. La tercera posibilidad apuntada sería la de una explosión social provocada por la miseria, que daría pie a las fuerzas ultranacionalistas y neocomunistas para imponer un régimen autoritario.
En cualquier caso, el riesgo de viraje, involución o golpe estará en función del éxito de la reforma económica y de si el próximo invierno, que se acerca inexorable, significará más hambre y miseria para la mayoría de la población. El último no fue tan catastrófico como se temía, pero no deja de ser cierto que el poder adquisitivo medio ha descendido un 50%, que la ¡niposición del sistema capitalista choca con los vicios y la desorganización heredados de la época de los planes y que la ayuda internacional llega, aún con cuentagotas y con frecuencia se desperdicia, al caer en manos de mafiosos v oficiales corruptos.
La bomba étnica
El golpe de hace un año activó, por otra parte, la bomba nacionalista que había bajo la aparente armonía soviética. El hecho de que los golpistas justificasen su iniciativa en las amenazas contra la unidad de la URSS que veían en el nuevo Tratado de la Unión acabó favoreciendo las tendencias centrífugas. Un año después, y por mucho que el Equipo Unificado superase en medallas a Estados Unidos en los Juegos de Barcelona, ni existe la URSS, ni existe en la práctica la CEI, ni se vislumbra para el futuro la posibilidad de una entidad común. Cuando Gorbachov propone hoy mismo una nueva Unión construida sobre un modelo confederal, su voz es más la del utopista que la de un político realista.
Ni siquiera las tres repúblicas eslavas (Rusia, Ucrania y Bielorrusia) han podido forjar una estructura común. La disputa nuclear y la de la Flota del Mar Negro convierten al presidente de Ucrania, Krávchuk (un comunista dudosamente reconvertido y que gobierna como en los tiempos de Breznev), en un rival, si no un enemigo, de Yeltsin, que también fue comunista pero cuya conversión resulta más creíble. Más allá, resulta imposible encontrar un nexo entre ambos.
Sólo una república asiática (Kazajstán, con casi un 40% de rusos) parece interesada en mantener vínculos con Moscú. De las otras cuatro, tres (Turkinenistán, Uzbekistán y Kirguizistán) miran a una Turquía de idioma hermano cuyo modelo de islamismo laico y desarrollo acelerado les gustaría imitar. La otra, Tayikistán, de lengua fársica (aunque la población sea suní), está sometida a la doble influencia iraní y afgana. El líder integrista afgano Hekmatiar arma a la guerrilla tayika que quiere imponer un Estado islámico pasando por encima del ex burócrata comunista Nabíyev. La guerra civil es algo más que una amenaza.
En el Cáucaso, sólo Armenia se atreve a pedir ayuda a Rusia y la agonizante CEI, y eso cuando la guerra por Nagorni-Karabaj le es adversa. Su enemigo, Azerbaiyán (poblado por shiíes de habla túrquica), no olvida la represión que ordenó Gorbachov en enero de 1990 y no tiene una opinión mucho mejor de su sucesor. En cuanto a Georgia, los rusos son enemigos a causa del conflicto por Osetia del Sur y prefiere ajustar sus cuentas internas sin ayuda de nadie. Ahora mismo lo está haciendo en la rebelde Abjazia.
Las repúblicas bálticas, tras ser las primeras en reivindicar su independencia, prefieren cualquier asociación con otros países europeos que con una Rusia que siguen percibiendo como una amenaza y que incluso mantiene un ejército en su territorio. En Moldavia se mira hacia Bucarest, no hacia Moscú, y el Ejército Rojo (o lo que quiera que ahora sea) es un enemigo potencial en la crisis del Transdniéster.
En este proceso de descomposición hay muchas víctimas, pero destacan dos: la democracia y las minorías. La más importante de estas últimas, la rusa, recorre ya el camino inverso al que Pedro el Grande, Stalin y otros autócratas dictaron a sus antepasados. De clase doniinante ha pasado a clase marginada. No tienen hueco en repúblicas empeñadas en reafirmar su singularidad étnica mediante la imposición de los rasgos elegidos para definirla: tarea en la que se empeñan con idéntico afán al de los burócratas encargados de la rusificación bajo Stalin. Extranjeros en todas partes, esos más de 20 millones de rusos repartidos por las otras repúblicas tampoco son bien recibidos en el territorio que administra Moscú, donde no son bocas lo que faltan. Terrible destino que simboliza las contradicciones de un proceso cuyo futuro ofrece más incógnitas que certezas.
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