San Jacko
Dado que los periódicos no sacan una edición cada media hora, resulta difícil estar al día de los progresos de la devastadora enfermedad de Michael Jackson. No es él, probablemente, la víctima de esa enfermedad devastadora, sino sus fans y adoradores, en especial aquellos a los que decepcionó y enfadó el que no se dejara ver en Wembley. Los fans y adoradores carecen, curiosamente, de compasión. Se inclinan ante su ídolo, pero, si su ídolo no está ahí para que se inclinen ante él..., bueno, que Dios le ayude.Todo esto es muy primitivo. Los dioses de las viejas razas pueden ser extremadamente vulnerables. Si no traen la lluvia hay que liquidarlos y sustituirlos por otros dioses. Y a un nivel inferior, puramente mágico, los que disfrutan de dones divinos tienen que ser destruidos antes o después. Orfeo es el patrono de músicos como Michael Jackson, y miren lo que le pasó. Las bacantes le hicieron pedazos y su cabeza quedó flotando en el río, todavía cantando.
Nadie va a hacer pedazos a Jackson, a no ser con la excusa, en extremo religiosa, de hacerse con trozos de su ser -ropa o carne, no importa mucho cuál de las dos- para su veneración en privado. La veneración en sí misma apenas ofrece interés: repite viejos esquemas, aunque con algunas variaciones de cierto interés melancólico.
Acabo de ver un documental de 1956 en el que se informaba de la visita de Liberace al Reino Unido. Llegó en barco y se vio acosado por una multitud en Southampton. Una multitud le acosó en la estación Victoria. Como corresponde a su relativa madurez, sus adoradoras eran en su mayoría amas de casa que deberían haber sabido cómo comportarse. ¿Quién se acuerda ahora de Liberace? Era un epiceno sonriente que negaba las acusaciones de homosexualidad de que era objeto. Vestía con lentejuelas y tocaba el Concierto de Varsovia al piano. En los dibujos animados de Al Capp, de Li'l Abner, aparecía como el rompecorazones. Era detestable, pero, al parecer, le necesitaban. El instinto religioso tarda en extinguirse.
Uno puede entender la adoración profesada a James Dean y a Elvis Presley. Dean era un actor respetable que interpretaba a rebeldes sin causa. Era básicamente un icono para los jóvenes, que en la década de los cincuenta eran todos rebeldes. El cambio se había producido: la adoración de las estrellas se había convertido en una cultura juvenil. Presley, cuyo culto era más amplio, contaba con un auténtico talento, tan considerable como el de Dean, y que le mereció un enunciado bastante largo en el Grove dictionary of music and musicians (Diccionario Grove de música y músicos). La veneración póstuma puede considerarse, hasta cierto punto, justificada.
El caso de Jackson parece ser diferente. Sabe bailar y cantar un poco, pero es básicamente un producto de la química y la electrónica. La potencia en vatios generada para la pirotecnia de sus apariciones podría fácilmente iluminar una ciudad de dimensiones moderadas. En lo que respecta a la química, éste es el aspecto más desconcertante de la persona de Jackson. Jackson es un hombre negro que se ha vuelto blanco. El producto químico que emplea con este fin parece ser la hidroquinona, una lejía industrial que se emplea mucho en el revelado fotográfico. Es extremadamente peligrosa: destruye la pigmentación; incluso hace que la piel se separe de la carne en escamas apenas perceptibles.
Lo negro fue bello en otro tiempo, pero Jackson ha iniciado un movimiento por el cual se está resucitando la vieja y manida herejía victoriana de la superioridad de la piel blanca. Los negros que desean que les blanqueen llevan fotografías de Jackson a las clínicas de blanqueo y exigen que les dejen exactamente igual que a él. Pero muchos negros rechazan su música, tanto como su aspecto físico, porque perciben en ella un ecologismo poco convincente y un infantilismo sentimental indigno de un adulto de 33 años.
Y aquí, creo, está el quid de todo el fenómeno Jackson. Es un término medio revenido por el extremismo tecnológico. No es ni negro ni blanco, sino simplemente un monstruo blanqueado. Rinde un tributo convencional a la ecología, al destino de los delfines, a sus semejantes negroides que se mueren de hambre, sin dar indicio alguno de que existe realmente un mundo que sufre fuera de sus estadios llenos a rebosar. Pasa mucho tiempo mirándose al espejo -para ver cómo va su blanqueado, dirían los cínicos- y ve, según dice, la tierra asolada en su reflejo. Naturalmente, no lo dice en el sentido literal.
Hay mucho infantilismo en sus canciones y en sus actitudes. Las chicas que le adoran dicen que quieren tomarle en brazos y mimarle. No es un sex symbol, como lo fuera Presley. Es un niño desvalido -aunque no hay muchas pruebas de privación en los primeros años de su vida- que de algún modo simboliza un mundo desvalido. Sus actuaciones concluyen con un sosias jacksoniano que despega rumbo al cielo, a la manera de Peter Pan. La fan
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Viene de la página anteriortasía eduardiana de J. M. Barrie del que quiere ser siempre un niño aún tiene su atractivo: Hook ha llegado a nuestras pantallas y ha resucitado al Peter Pan de Disney. Sin embargo, Jackson es de carne y hueso, aunque no haya mucho de ninguno de los dos.
A los 33 años está alimentando un culto a la inmadurez. Sus llamados poemas son lo suficientemente horribles como para atribuírselos a un niño de cinco años. Además, bajo las luces hirientes y los fuegos artificiales, se aprecia una imagen de pesimismo, que quizá sea aún peor que la inmadurez. Ha acabado con la raza y es la personificación de la nulidad intelectual. Es un extraño objeto de adoración.
Pero está claro que los jóvenes le necesitan. Es decir, hasta que le destruyan y coloquen a otro ídolo en su pedestal. Es un objeto reemplazable de emoción, a menudo fiero y lastimoso. Los jóvenes que han estado retorciéndose las manos, e incluso amenazando con suicidarse junto a su ventana en el Dorchester, no sienten una emoción semejante por sus propias familias ni por sus amores juveniles, en caso de tenerlos. Jackson no representa la figura de un padre ni es un líder mesiánico. Es un tótem al que los sentimientos se agarran solos.
Estos sentimientos, desde el punto de vista del mundo relativista en el que vivimos, carecen por completo de valor. No tienen relación con la política, la economía, el arte, ni siquiera con el deporte. Sin embargo, cuando decimos que son religiosos, no nos estamos sirviendo de una metáfora. Las iglesias tienen sus iconos, pero están hechos de madera y escayola. La Iglesia del Reino Unido cometió un gran, si bien racional, error cuando abandonó la adoración de la Madonna, aunque una estrella del rock que se apropió de ese nombre era consciente de la necesidad de un objeto femenino de adoración. Lo interpretó mal al añadirle una dosis de sexo.
Tras la adoración de la Madonna llegó la adoración del niño santo, el Niño Jesús o el bambino. Esto no era exclusivo del cristianismo: las excavaciones realizadas en el Reino Unido siguen desenterrando templos en honor de Mitra, que estranguló a la bestia de la oscuridad en su cuna. El niño santo representa la esperanza y ejerce una poderosa influencia en el instinto paternal o maternal que llevamos dentro, y combina la indefensión con la posible omnipotencia.
Michael Jackson tiene algo de estas cualidades opuestas. El poder se expresa a través de los milagros electrónicos; la figura que canta y baila, y a quien esos milagros tanto exaltan como empequeñecen, representa al dios impotente que cambiaría el mundo si sus instintos básicos (entre los que se encuentra un apetito desenfrenado por la pepsi-cola) se lo permitieran. Como un dios, se ha alzado por encima de la raza por mediación de la hidroquinona. A la edad en que Jesucristo fue crucificado, él vuelve a ser el niño santo.
Michael Jackson no es un Cristo. Cristo es una figura condenadamente difícil de imitar. Su inteligencia era aplastante, y el mundo de los jóvenes rechaza la inteligencia. Era paradójico y difícil, terriblemente adulto, y lo que decía acerca de convertirse en un niño para poder entrar en el reino de los cielos, tampoco era para tomárselo al pie de la letra. Hay que ser muy adulto para amar a los enemigos. Jackson no es más que una invención, una ficción, un objeto.
No deberíamos preocuparnos demasiado por la avalancha de emoción que le mantiene a flote. Él contribuye a que Pepsi-Cola se mantenga a flote, lo cual es lo suficientemente inocuo. No hay nada político en él: no pide la muerte, ni la destrucción, ni la regeneración nacional.
Mientras él y los ídolos que le sustituirán en breve sigan ahí, no tenemos que temer a un nuevo Hitler, ni siquiera a un Oswald Mosley. Pero no podemos evitar sentirnos avergonzados de que la emoción juvenil se despierte con un ídolo tan frágil. Hasta los niños deberían tener cosas mejores que hacer.
es escritor.
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