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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Soldados para la paz en Bosnia

LA ONU ha cubierto en su historia con un manto legal directo dos guerras: la de Corea, en 1950, y la del Golfo, el año pasado; por añadidura, ha intervenido en un sinnúmero de conflictos en casi todos los continentes y escenarios, pero en esas ocasiones lo ha hecho con un mandato mucho más restringido: la interposición en tierra de nadie entre fuerzas contendientes, la vigilancia de un alto el fuego y, en general, operaciones de pacificación de las que se esperaba, con mayor o menor fundamento, que la sola presencia de unidades internacionales acallara las armas en sus respectivas zonas de ocupación.La intervención militar en Bosnia, decretada ayer por el Consejo de Seguridad, responde, en cambio, a muy especiales características que hacen que no entre del todo en ninguna de las categorías anteriores. La ONU no toma partido en la guerra yugoslava, sino que opta por defender una sutil línea humanitaria, cuyo objetivo es el de hacer llegar suministros y víveres a localidades bosnias asediadas por los irregulares serbios, así como facilitar el libre acceso de la Cruz Roja Internacional a los campos de detención de una y otra parte. Todo ello se resume en el loabilísimo objetivo de detener la matanza, sin constituirse por ello en parte militar directa en el conflicto.

Ocurre, sin embargo, que ni con tiralíneas es posible llevar a cabo esos objetivos sin una dosis, probablemente elevada, de participación directa en los combates. El contingente de la ONU -para el que, no olvidemos, hacen falta tropas facilitadas por los países miembros de la organización, que hasta ahora se han mostrado escasamente dispuestos- trataría de abrir y defender una serie de pasillos en las zonas de combate. Esto puede desembocar en operaciones de gran envergadura para silenciar a los posibles atacantes, allí donde se encuentren.

La ONU, por tanto, sí que será, en la práctica, una parte más en el conflicto, aunque no por ello necesariamente vinculada a los intereses de serbios, bosnios o croatas, sino que, en nombre de la paz, se verá en la tesitura de tener que hacer la guerra.

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El general canadiense Lewis MacKenzie, que ha mandado un primer contingente de cascos azules -un caso de interposición pura- en Bosnia-Herzegovina, advierte que podría hacer falta hasta un millón de hombres para responder a todas las eventualidades del combate, aunque otras previsiones se mantienen en cifras más manejables de entre 70.000 y 100.000 soldados. ¿De dónde va a salir esa fuerza multinacional de intervención? Ni Estados Unidos ni las principales potencias europeas muestran disposición alguna a involucrar a sus soldados en los Balcanes, lo que podría dar lugar a que la resolución de las Naciones Unidas resultara finalmente inaplicable. Algunos gobernantes europeos parecen sostener la teoría, no exenta de cierta ingenuidad, de que la sola amenaza de intervención puede detener la guerra vigente. Hasta ahora, más bien ha ocurrido lo contrario: los contendientes han solido intensificar los ataques para consolidar posiciones más ventajosas.

Si esta nueva misión de la ONU llegara, pese a todo, a establecerse como fuerza militar sobre el terreno será la de mayor trascendencia política que haya llevado a cabo la organización mundial hasta la fecha. Lo que se le encomienda es que encarne en unas tropas la conciencia mundial ante unas atrocidades a todas luces ilimitadas y que haga cumplir los mandatos de la razón en el histórico avispero balcánico.

De cómo se cumpla esa misión dependerán no sólo muchas vidas de propios y extraños, sino el que se establezca como precedente un principio internacional de actuación por la fuerza para combatir la barbarie, lo que fue el ideal jamás realizado de la Sociedad de Naciones en el periodo de entreguerras.

Imperativo moral

No es exagerado decir que la ONU se juega, por ello, en este envite su reputación, su efectividad futura, su credibilidad ante todo un mundo de potencias menores, aquellas que no deciden en el Consejo de Seguridad cuándo y dónde intervenir; aquellas que reclaman ya una reforma de los organismos de decisión y control en la organización internacional, sin la cual ese nuevo poder militar independiente, todavía por fraguar, puede llegar a ser pura y simplemente un brazo armado más del primer mundo contra los revoltosos de diverso y pobre jaez que perturben nuestra bendita paz industrializada.

En España existe un consenso generalizado -no ha habido al menos manifestación alguna de rechazo- ante la conveniencia de participar solidariamente en la eventual misión militar que se organice bajo el mandato de la ONU. La opinión pública española se ha expresado genéricamente a favor de una intervención controlada, y siempre bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, para poner fin a las penalidades de poblaciones enteras y al aniquilamiento de etnias que tienen lugar en la Europa suroriental.

Tal misión es percibida de forma muy distinta que la del Golfo: sus fines son considerados más transparentes y manifiesta su dimensión humanitaria. A ello ha contribuido, sin duda, el mayor peso que ha tenido la iniciativa europea en la toma de decisión de la ONU y la conmoción producida por la barbarie que tiene por escenario a la ex Federación Yugoslava: en definitiva, un territorio que nos es muy próximo. De ahí la práctica unanimidad existente entre las fuerzas políticas parlamentarias sobre la conveniencia de la intervención de la comunidad internacional para poner fin a la tragedia de los Balcanes y la nula reacción opositora que ha suscitado en la opinión pública tal eventualidad.

De alguna manera, el escenario político español se asemeja al existente en abril de 1991, cuando España participó con un contingente militar en la operación internacional en ayuda de los refugiados kurdos perseguidos por Sadam Husein. En aquella ocasión, la dimensión humanitaria se impuso a cualquier sospecha de segunda intención y logró concitar un amplio consenso, incluso entre quienes antes se habían opuesto radicalmente a cualquier tipo de cooperación militar en la guerra del Golfo.

En todo caso, que se mantenga este inicial consenso político y social sobre la participación española en la misión militar de la ONU en el conflicto yugoslavo depende, en no pequeña parte, de que el Gobierno no cometa ningún error de bulto en cuanto a la forma de llevarla a cabo. La crispación política y social creada a raíz de la participación española en la guerra del Golfo se debió, en gran medida, a la falta de una adecuada explicación al Parlamento y al oscurantismo informativo que rodeó la misión de los barcos españoles enviados al escenario bélico.

La convocatoria, a iniciativa de Izquierda Unida y el CDS, de la Diputación Permanente del Congreso debe servir para poner en marcha los mecanismos que hagan posible la explicación política al más alto nivel que la cuestión requiere. Sin duda, el avance informativo ofrecido por los ministros de Defensa y de Exteriores es importante. Se sabe que el Gobierno español no confia en una intervención militar directa para resolver el problema yugoslavo y que en la decidida por la ONU sólo participarán militares profesionales y voluntarios. No se puede descartar el temor a que una fuerza de pacifica ción internacional termine convirtiéndose en un actor más del conflicto, con el riesgo de que, lejos de poner fin a la guerra, la agrande. Pero Europa -y, por tanto, España- tiene el imperativo moral de detener la guerra balcánica, como ha reconocido el presidente del Gobierno. Más allá de la piedad que provocan las imágenes terribles que llegan a través de la televisión, los políticos están obligados a buscar, con toda la prudencia del caso, fórmulas para ello.

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