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Mi único alumno

Mario Vargas Llosa

Aunque el año que acabo de pasar en Berlín ha sido magnífico, todavía recuerdo mi experiencia de Cambridge como la más original que me ha tocado vivir.Ocurrió hace 14 años. Recibí un día, en Lima, una carta invitándome a ocupar por un año la cátedra Simón Bolívar de Estudios Latinoamericanos, y acepté. Mis obligaciones eran inciertas y, para no parecer un fresco, propuse a la Universidad dictar un seminario sobre Arguedas y la literatura indigenista. Preparaba mi clase semanal con mucho empeño, aunque tenía un solo alumno. Asistía, también, alguna vez la secretaria de la cátedra, una heroica navarra estudiante de sociología. A la segunda semana de estar instalado en Churchill College fui discretamente advertido que debía comprarme una toga y dictar mis charlas envuelto en ese prestigioso ornamento.

Mi alumno se llamaba Alex y es uno de los más extraordinarios ejemplares vivientes que el destino me ha deparado conocer. Pertenecía a una familia judía trotamundos que, por un tiempo, había recalado en el Perú. Pero a Alex lo conocí en Londres, a mediados de los sesenta, mucho antes del año de Cambridge. Un día tocaron la puerta de mi casa en Earl's Court y cuando abrí me di con un par de pelirrojos pecosos, uno maduro y otro niño. No los conocía. Entraron y, sin más preámbulos, el adulto me descerrajó el motivo de su visita. Había puesto a su hijo interno en un colegio inglés y él vivía en Lima, sin amigos en tierras albiónicas. ¿Tenía yo inconveniente en que el niño pasara por mi casa de vez en cuando los días de asueto?

Así entró Alex en mi vida, de la que, por lo demás, sé positivamente que nunca saldrá. Venía a almorzar los domingos, una o dos veces al mes. Yo le recomendaba libros, que se leía siempre de inmediato. Permanecía en la sala, acribillándonos a mi mujer y a mí con preguntas sobre todas las cosas humanas y divinas y metiendo la nariz por todas partes. Hasta que, exhaustos, le decíamos: "Ahora, anda vete". Se iba y siempre volvía.

Además de monstruosa curiosidad, estaba aquejado de una franqueza feroz, que al principio nos petrificaba: "Patricia, hoy tu comida estuvo pésima". Quizá porque había en él, junto con esa falta absoluta de inhibiciones, una equiparable inocencia y una mente muy ágil, o quién sabe por qué, mi mujer y yo asumimos y nos resignamos a Alex como a un secreto vicio.

A condición de hablarle con la criminal sinceridad con que él actuaba en todo momento, era posible sobrevivir a la relación con él e incluso llegar a tenerle cariño. Sus estudios escolares fueron óptimos. Ingresó en Cambridge con todos los honores. No me sorprendió que se decidiera a estudiar literatura porque, en los años en que lo vi crecer, en Inglaterra, advertí que con los libros se amansaba mucho y llegaba a entablar con ellos una amable convivencia imposible de imaginar con ningún humano que no fuera coleccionista de fenómenos o masoquista.

¿Por qué provocaba el buen Alex tantos aspavientos y bochornos en quienes lo rozaban? Porque no sabía guardar ninguna forma ni convención y desde el primer instante se mostraba al desnudo, como un primitivo que aún no ha llegado al taparrabos. El hombre natural de Rousseau tenía en él un exponente prototípico. A las muchachas que acababan de presentarle les preguntaba si eran vírgenes, y cuando alguien le invitaba a un restaurante agradecía a su anfitrión previniéndole que pediría los platos más caros del menú, pues, ¿cuándo tendría otra oportunidad de volver a ese lugar?

Había que vencer serias pruebas antes de descubrir que, debajo de esa falta de tacto, de ese desatino pertinaz, se escondía una inteligencia sobresaliente, una autenticidad moral sin mácula y un alma generosa y buena como un pan.

Cuando se le metía algo entre ceja y ceja era temible y no exagero si digo que la única alternativa a darle gusto era matarlo (o, en su defecto, morir). Alguien me contó que esa cátedra Simón Bolívar llegó a mí por culpa de él. Y lo creo. Debió sugerir, pedir, exigir y enloquecer de tal manera que, incapaces de optar por el extremo recurso, los ilustres dons me la ofrecieron.

Yo estaba encantado en la viejísima universidad. Me divertían los rituales nocturnos de high table, asistía a un curso sobre Chrétien de Troyes, escribía y leía sin parar. Y, una vez por semana, sumergido en mi toga de raudos pliegues, peroraba sobre Los ríos profundos o la polémica entre hispanistas e indigenistas de los años treinta.

Mi único alumno llevaba una grabadora, tomaba notas furiosamente y me sometía, al final, a cataratas de interrogaciones. Hasta que yo lo interrumpía de la única manera que era operativa con él: "Ahora cállate y vámonos al pub. Te invito a una cerveza si no me preguntas nada en media hora".

Sus estudios de maestría habían sido excelentes y la Universidad de Cambridge cometió la temeridad de becarlo para que se pasara seis meses en Lima estudiando mis papeles, pues se le había metido en la cabeza hacer su tesis doctoral sobre mis libros. Patricia y yo superamos el semestre sin traumas, pero mi suegra estuvo a punto de perecer. El día que Alex la encaró con este úcase: "Yo aquí me quedo siempre con hambre, señora. Desde mañana, ¿podrían hacerme un plato más?"', la vi echarse a temblar como una hoja. Y otro en que lo encontró tumbado en su cama, leyendo el periódico, perdió la ecuanimidad: "Se va de esta casa o me voy yo".

¿Cómo había encajado la milenaria Cambridge al joven sin cualidades inmediatas? Con malestares y crecientes furores que, el año que pasé por allí, llegaron a punto de combustión. Los profesores le huían y se preguntaban qué tanto buscar al monstruo aquel en las aguas escocesas de Loch Nol si estaba en Churchill College. George Steiner lo había apostrofado una vez: "¡Vergüenza de la raza!" Y el director del departamento de español palidecía al oír su nombre como si se sintiera en peligro.

Alex permanecía impávido ante esas pasiones que, sin dar

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Mi único alumno

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