La reivindicación de Gibraltar
Todas las fronteras del mundo son arbitrarias y absurdas, hijas de la violencia, el engaño y la opresión que siempre presidieron las relaciones entre las belicosas y casamenteras monarquías de antaño, más bien que de criterio racional alguno.Las fronteras de Europa no son excepción, carecen de toda lógica y no corresponden a divisorias geográficas o culturales bien establecidas. Pero mientras ahora los Balcanes y el Cáucaso son un avispero de conflictos motivados por la pretensión de rectificar las fronteras heredadas, y así desfacer presuntos entuertos históricos, la situación en Europa occidental es de conformismo escéptico y balsámico con las fronteras existentes. Aquí no queremos cambiar las fronteras, sino hacerlas irrelevantes. El desarrollo de la Comunidad Europea acabará convirtiendo las fronteras entre los Estados en algo tan poco apasionante como los límites entre los distritos municipales.
Salvo grupos marginales como ETA o el IRA, aquí nadie pretende cambiar las fronteras por la fuerza, y, salvo el español, ningún Gobierno pretende cambiarlas en absoluto. Nuestro Gobierno, sin embargo, cada dos por tres arma la de Dios es Cristo y entorpece el normal progreso de la construcción europea no por cuestiones de sustancia, de ideas o de dinero, sino por la rancia y empecinada reivindicación española sobre Gibraltar, provocando sentimientos de vergüenza ajena en nuestros socios comunitarios.
En 1987, el contencioso gibraltareño hizo que España bloqueara el acuerdo de liberalización aérea en la Comunidad Europea por un quítame allá esas pajas que nada tenía que ver con la cuestión de la soberanía, lo que fue calificado de "desastre total para la Comunidad" por el presidente del Consejo de Ministros de Transportes, y cubrió de ridículo en Bruselas al pobre Abel Caballero, encargado de tan poco brillante lance. Un comentarista de Radio Nacional decía al día siguiente que "lo bueno [de estar en la Comunidad] es que ahora podemos fastidiar". Todavía en junio de 1992 Felipe González (por lo demás, político honesto y atractivo, y convencido europeísta) ha bloqueado el importante acuerdo sobre fronteras exteriores de la Comunidad Europea por la misma obcecación, llegando incluso a rechazar en la cumbre de Lisboa la última propuesta de compromiso del primer ministro portugués, Cavaco Silva, con lo que la firma del convenio ha quedado aplazada sine die.
¿Tiene alguna justificación racional la actitud de defendella y no enmendalla de nuestro Gobierno respecto a la cansina reivindicación española sobre Gibraltar? No la tiene, como puede demostrarse por reducción al absurdo, un método que sirve para refutar una forma de argumentación incorrecta en un caso dado, mostrando que en casos similares conduce de premisas verdaderas a consecuencias inaceptables.
Los defensores de la posición irredentista insisten en que Gibraltar fue conquistado en el contexto de una guerra civil española entre partidarios de Carlos de Habsburgo y Felipe de Borbón. Y aunque reconocen el Tratado de Utrecht de 1713 (por el que España cedió 11 a la corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con pleno derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno" señalan que algunas de sus cláusulas (por ejemplo, la que prohibía el establecimiento de judíos) no fueron cumplidas por los ingleses. Y en todo ello tienen razón. Pero no es menos cierto que Granada fue conquistada por los cristianos en el contexto de una guerra civil entre partidarios de Boabdil y de su tío, el Zagal, ambos de la dinastía nazarí. Y las capitulaciones de 1492, por las que se rindió Granada, y que entre otras cosas aseguraban el libre ejercicio de su religión a los musulmanes, no fueron respetadas por los castellanos, que sometieron a moriscos y mudéjares a una implacable persecución, en contra de lo pactado. Por tanto -podríamos concluir-, Granada no es española y hay que devolvérsela a los árabes. Esta conclusión es absurda. Lo cual muestra que la argumentación en que se basa hace aguas, tanto en el caso de Granada como en el de Gibraltar.
Si la conquista inglesa, el Tratado de Utrecht y los tres siglos que Gibraltar lleva siendo británico no bastan para aceptar la situación fáctica del peñón, ¿por qué bastarían la conquista española de Granada, las capitulaciones de 1492 y los cinco siglos que Granada lleva siendo española?
Otro manido argumento gira en torno a la presunta situación colonial de Gibraltar. Ciertamente, el Reino Unido tuvo en el pasado muchas colonias, como la India, países enteros sometidos a su soberanía en contra de la voluntad de sus habitantes. Pero en el caso de Gibraltar son los propios gibraltarefios los que desean depender de Londres, como en el caso de las islas Canarias son sus propios habitantes los que desean depender de Madrid. Y recuérdese que Tenerife está a igual distancia de Madrid que Gibraltar de Londres. Pero no es la distancia lo que cuenta, sino la voluntad de la población, y, mientras ésta no varíe, ni en Gibraltar ni en las Canarias se da una situación colonial en sentido real.
En sentido formal sí que se da una situación colonial, y ello por culpa del Gobierno español, que, amparándose en una cláusula del Tratado de Utrecht, impide que el Reino Unido conceda la independencia a Gibraltar, que es lo que los gibraltareños desearían. A esa pretensión gibraltareña de independencia se opone España, no el Reino Unido. Por ello, los lamentos de nuestra oxidada diplomacia sobre la situación colonial de Gibraltar son de una hipocresía de cocodrilo, para sonrojo de propios y bochorno y embarazo de extraños.
La población gibraltareña es unánime en su rechazo de la integración en el Estado español, conocido solamente como fuente permanente de amenazas e incordios. En eso todos están de acuerdo. Algunos, como el anterior ministro principal, Joshua Hassan, veían la mejor solución en permanecer siempre bajo la soberanía británica. Otros, como el actual mandatario, Joe Bossano, preferirían el estatuto de pequeño enclave independiente, con vocación de centro internacional de servicios financieros, estatuto que no representaría para España mayor peligro que el que Andorra, Montecarlo, Luxemburgo o la isla de Jersey representan para Francia.
Poco después de la elección de Bossano, en 1988, el Gobierno español obligó a TVE a suspender la prevista comparecencia de Bossano para discutir el tema de Gibraltar. En enero de 1992, los eurodiputados del PP y del PSOE le impidieron hablar ante la Comisión de Transportes del Parlamento Europeo, lo cual no ha sido óbice para que los gibraltareños lo hayan reelegido poco después con el 75% de los votos. En 1988, un avión que no podía aterrizar en Gibraltar debido a una violentísima tormenta pidió permiso para efectuar un aterrizaje de emergencia primero en Málaga y luego en Sevilla y Jerez, siéndole denegado por las autoridades españolas, que así mostraban su desprecio por la vida en peligro de sus 200 pasajeros. Finalmente logró aterrizar en Tánger. Desde luego, mientras dure esa actitud tan poco amistosa hacia el pueblo de Gibraltar y sus representantes democráticamente elegidos, no es de prever que mejore la opinión que los gibraltareños tienen de España.
Además, y objetivamente, a los gibraltareños les conviene más seguir como están que integrarse en nuestro país. En el pasado se han ahorrado nuestras inquisiciones, guerras civiles y dictaduras. Y en el presente también tienen ventajas: los hombres no hacen la mili, las mujeres pueden abortar libremente, y todos pagan menos impuestos. Además la viabilidad de su proyecto de plaza financiera off-shore no se vería precisamente favorecida por su incorporación a España.
Por otro lado, e incluso olvidando que una hipotética anexión de Gibraltar contra la voluntad de sus habitantes supondría una flagrante violación de todos los valores democráticos que teóricamente compartimos y poniéndonos en plan cínicamente egoísta, hay que reconocer que España no ganaría nada con tal operación. Gibraltar es una roca pelada, sin agua, sin petróleo y sin riquezas naturales de ningún tipo. El presunto problema de Gibraltar no es un problema económico de ningún andaluz, ni es un problema real de ningún español. Es sólo un seudoproblema de una España ficticia concebida como entidad cuasi religiosa en busca de desagravios. Y los pequeños problemas técnicos (como la terminal del aeropuerto, o la colaboración policial en la represión del narcotráfico) se resolverían en cuestión de minutos, una vez desaparecida la nube de suspicacias y temores que despierta el irredentismo español.
El día que dejemos de amenazarlos con la anexión, los gibraltareños perderán su interés por depender del Reino Unido y serán un Montecarlo cualquiera, pacífico y pintoresco. Y si algún día nuestra sociedad llega a ser tan amable, próspera, culta y libre (en definitiva, tan atractiva) que los gibraltareños llaman a nuestras puertas, se las abriremos; no faltaría más. Mientras tanto, todos tranquilos, que aquí no hay ningún problema que resolver, sino sólo un seudoproblema que disolver.
Ahora que Javier Solana inicia una nueva etapa al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores, podría ser un buen momento para repensar y disolver nuestro contencioso gibraltareño. Con ello prestaríamos un señalado servicio a la construcción de Europa y daríamos un ejemplo de racionalidad al resto del mundo.
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