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Tribuna:
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Como tengo el privilegio de disponer de una tribuna, nunca firmo peticiones ni llamamientos colectivos. No obstante, he expresado junto con otros mi deseo de que la República tome solemnemente en cuenta uno de los episodios más trágicamente vergonzosos de la historia de Francia: el Gobierno de Vichy.No estaba del todo de acuerdo con cada uno de los términos del llamamiento, aunque los encontré bastante moderados. Por mi parte, me habría conformado con que François Mitterrand, en lugar de refugiarse tras la virginidad formal de la República, analizara como él sabe hacer la turbación que Vichy suscitó en las conciencias más republicanas al menos durante dos años, aprovechando la derrota para aplicar leyes monstruosas. Me hubiera bastado con que Francia, a través de su voz, de su persona, porque es el presidente y porque es Mitterrand, confirmara el rechazo a este periodo que fue también el suyo, como el nuestro. No habría sido juzgar al pueblo, contrariamente a lo que ha escrito André Frossard en Le Figaro. Habría sido sencillamente aceptar hacerse cargo de una época de Francia. Mitterrand ya lo había hecho como hombre. Yo no veía por qué no habría podido hacerlo como presidente.

Algunos, no necesariamente alejados del Elíseo, sugieren que nuestro presidente tiene el don de transformar en relaciones de fuerza personales sus relaciones con la opinión pública. Personaliza. O, más bien, subjetiviza. Se formula un deseo: enseguida parece que se le está forzando. De manera que, de acuerdo con esta lógica, hubiera bastado con que se lo aconsejaran para que no acudiera a Sarajevo. Se tomó como una orden terminante, según unos; como un chantaje, según otros, un llamamiento firmado por hombres que no podían ser más diferentes. Y, por supuesto, de todas las procedencias. Precisión pertinente, puesto que empieza a rumorearse que las inquietudes del presidente tienen que ver con ciertas organizaciones ultrasionistas. En tal caso, estaríamos dispuestos -y más que otros- a compartir sus inquietudes, igual que aplaudimos la justa cólera de Robert Badinter ante los exaltados de la manifestación conmemorativa. He defendido la política israelí de Mitterrand cuando no era tan fácil, y he escrito que Francia nunca había tenido un presidente tan próximo al mensaje bíblico y al talante judío. Pero, en definitiva, en ningún momento se ha tratado aquí de la persona del presidente, ni de la República. ¿A qué se debe que hoy, en Francia, de repente ya no pueda hablarse de Francia sin despertar la sospecha de que se quiere ofender -o rendir homenaje- a la persona del presidente o a las instituciones?

En realidad, prefiero creer que no se trata tanto de que a François Mitterrand le preocupe rechazar toda sugerencia o llamamiento en un ámbito en el que considera haber dado ya tanto (lo cual es cierto) como que le repugna volver sobre lo que tanto ha dividido a los franceses, volver a abrir heridas aún no cicatrizadas, a recordar los instantes de vergüenza de un país cuyo honor, cuya bandera, cuyo destino, le han sido confiados. En este caso, si esta hipótesis se viera confirmada, tendríamos la prueba de que se considera responsable -y con razón- de la historia de Francia, y no sólo de la de la República, y la voluntad de asumir la continuidad histórica debería prevalecer sobre la idea de que Vichy no ha sido más que un paréntesis.

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Precisamente porque nada es ni del todo negro ni del todo blanco, porque el maniqueísmo aquí me espanta, porque Vichy ha confundido, seducido, perturbado, horrorizado, dividido, es por lo que hay que hacer frente a esta confusión, a riesgo de descubrirla a veces en nosotros mismos. Oponer radicalmente el Estado francés (Vichy) y la República, eso sí sería juzgar y condenar sin matices al pueblo entero de quienes soportaron el Gobierno de Vichy sin rebelarse inmediatamente.

Elevemos el debate. Dos seres excepcionales, escritores admirables, gloria de las letras francesas, murieron por la liberación de Francia con unos días de diferencia, hace 48 años. Se trata de Jacques Prévost, muerto en la. resistencia de Vercours, y Antoine de Saint-Exupéry, desaparecido cuando cumplía una misión aérea. El primero lo vio claro prácticamente desde el principio. Se vio iluminado por una gracia, esa que ha iluminado a contados y afortunados grandes franceses. Pero Jacques Prévost no se incorporó a la resistencia de Vercours hasta que la hubo, es decir, en 1942. Al segundo le torturaba la idea de dudar de un mariscal de Francia. Quiso pensar que Pétain se volvería contra los alemanes. Pero nunca dijo ni hizo nada que pudiera interpretarse como confianza en el régimen de Pétain en un momento dado. Todo lo contrario. De todas maneras, ¿quien se siente lo bastante digno como para formular la más mínima reserva ante los debatesde una conciencia tan noble? Ese es el crimen de los crímenes: conseguir enganar incluso a un Saint-Exupéry. Lograr hacer creer a un hombre así que Vichy llevaba un doble juego, con el fin de que cada una de sus acciones, por muy monstruosa que fuera, pudiera pasar por una hábil concesión, con la muerte en el alma para preparar un retorno hacia nuestros aliados, contra Alemania. Hacer aceptar, sirviéndose del prestigio de un mariscal y del impacto aplastante de la derrota, una renuncia provisional a los valores nacionales. En esa época había a mi alrededor republicanos dignos y honorables que lo pensaban. Fueron ellos, estos franceses republicanos que se resignaron con Pétain pero siguieron siendo antinazis, quienes a menudo, muy a menudo, ayudaron a los judíos pensando que "el mariscal no podía querer eso": la deportación de los judíos, niños incluidos.

Esta confusión, sádicamente organizada según unos; fruto, según otros, de un deslizamiento progresivo, es lo -que ha desembocado en la aceptación de horrores perpetrados en nombre de una Francia reconocida por casi todas las grandes potencias (¡sobre todo Estados Unidos!). Y porque el origen de esta confusión sigue estando viciado, envenenado, es por lo que me decepciona ver que François Mitterrand nos invita, en definitiva, a aceptar la oposición maniquea Estado francésRepública, Pétain-Resistencia. Como si de verdad, desde 1940 hasta 1945, una Francia mayoritaria y gaullista hubiera ignorado, en la resistencia y en los ejércitos, el "paréntesis de Vichy". Eso no es lo que hemos vivido.

Yo estaba en las Fuerzas Francesas Libres. Por supuesto, había entre nosotros quienes regresaban de la epopeya de Chad, el núcleo de los puros y duros, para quienes la capitulación nunca había tenido lugar, puesto que había sido firmada por un hombre -Pétain- que se había atrevido a privar de su ciudadanía francesa a los jefes de esos héroes, Charles de Gaulle y Leclerc de Hauteclocque. Estaban también los supervivientes de la guerra civil de España, que, tras haber sufrido en sus carnes el ver cómo Pétain entregaba a los suyos, ya fuera a Hitler o a Francia, no se hacían preguntas. Había judíos extranjeros a quienes no se les consentía los estados de ánimo de algunos franceses judíos. Estaban, por último, los que aún seguían bajo el impacto del apretón de manos de Montoire, y que evocaban sin cesar, con un tono de desesperación y rebeldía, esa mano de Pétain ("cara de ángel y alma de ramera", decía la radio de Londres) en la mano de Hitler.

Pero había entre nosotros, y todavía en 1943, republicanos que acusaban a la República de haber llevado nuestros ejércitos a la capitulación y haber abandonado a Francia en manos de Pétain y de Hitler. El desagrado que provocaba en ellos la III República se mezclaba con su pesar por las instituciones republicanas. Había oficiales que seguían creyendo que "el héroe de Verdún", el mariscal, había sido traicionado por los suyos. Sin duda les había escandalizado que Pétain hubiera desauto-

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