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LAS VENTAS

La historia interminable

La temporada venteña sumó ayer un nuevo capítulo de esa historia interminable que son los festejos caniculares, cuyos nulos resultados artísticos casi pueden anticiparse. Ya se sabe: bicornes de divisas de las que huyen las figuras como si estos toros fuesen recaudadores de alcábalas, y coletudos de cotización modesta, traspellaos de contratos, que se la juegan bizarramente para nada.Porque si los hados del destino les son favorables, logran el máximo a que pueden aspirar con su escasez de actuaciones y ante enemigos de semejante catadura morucha: una tarde digna, a base de perendengues, en la que evitan ir al hule. Y si la diosa fortuna los olvida..., pues a la enfermería. En definitiva, que el rutilante sueño del triunfo es absolutamente imposible para ellos.

García / Macandro, Castillo, Carretero

Toros de García Fernández Palacios, bien presentados, excepto 4º, armados, reservones y descastados. Macandro: pinchazo, media contraria tendida, media perpendicular baja y cinco descabellos (silencio); tres pinchazos y media desprendida perdiendo la muleta (división cuando saluda). Pedro Castillo: media baja (silencio); pinchazo, dos metisacas, estocada corta y cuatro descabellos (silencio). José Antonio Carretero: pinchazo sin soltar y media (silencio); pinchazo hondo, media tendida y dos descabellos (silencio). Plaza de Las Ventas, 2 de agosto. Menos de media entrada.

En la grisura habitual que marcan estos trillados caminos hay también una gradación cuando algún funo se equivoca, embiste, y su matador alumbra breves ambrosías táuricas que llevarse al paladar. Pero también sucede que otros festejos son tan plúmbeos que la categoría de la primera plaza del mundo toca fondo. Así fue ayer con la moruchada de García Fernández Palacios, que adolecía del más mínimo atisbo de bravura y era más propia de una plaza de chicha y nabo.

Macandro dejó a su subalterno Rafael Guerrero la brega en los dos primeros tercios del marrajo incial, y el peón se lució. Igual haría en el cuarto con las banderillas, cuando hubo de destocarse para saludar. Como la felicidad en la casa del pobre dura tan poco, ya se encargó el picador José María Expósito de engorrinar la excelente actuación de su compañero de cuadrilla al ganarse la inquinosas rechiflas del cotarro. Ocurrió cuando ese boyancón, de hermoso pelaje castaño chorreado, no quería acercarse al penco, donde le habían hecho pupa la primera vez, y el picador se lo tomó a título personal, dedicándose a perseguirlo con sana y sin verguenza por todo el ruedo.

Tendencia a tablas

A ese regalito intentó Macandro sacarlo de su tendencia a barbear por las tablas, y como era imposible, lo macheteó y lo mechó fatal. El esmirriaducho cuarto era indignísimo de este coso, aunque pretendía taparse con una cornamenta tan exageradamente veletona que cosquilleaba el cielo y en la que fácilmente habría más de un metro entre ambas guadañas. Macandro no se arredró y se peleó con las turbulentas embestidas del mansazo, que llegó a alcanzarle sin herirle a la salida de un pase, lo que carece de mérito con semejantes perchas.

Castillo se mostró aturullado y ambrollero frente a sus mostrencos con un toreo valeroso pero más próximo a la chundarata que a la sustancialidad del arte. Como no brilló con los rehiletes ante el primer marrajo, decidió no hacerlo en el otro, tal vez a la espera de que los aficionados se enfadasen por ello. Se alegraron. Como le sucedió a Carretero, que rebulló vulgarote y con ganas frente a sus maulones.

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