Cumbre integradora
NO PUEDE pretenderse que una empresa de gran tamaño y que se supone acabará adquiriendo considerable capacidad de acción e influencia se construya en poco tiempo. Menos aún, que su rendimiento sea inmediatamente provechoso. En la II Cumbre Iberoamericana, que se inicia hoy en Madrid, habrán de predominar inevitablemente los acentos ampulosos de las grandes formulaciones, especialmente si se recuerda que 1992 es un año de señaladas connotaciones para los asistentes. Nadie debe desanimarse, sin embargo: el germen de una efectiva comunidad iberoamericana está sembrado y, detrás de la bambolla, se empieza a adivinar una voluntad claramente distinta.Esta flamante comunidad se mueve en unas coordenadas alteradas, básicamente, por el autoanálisis en tomo al fenómeno de las colonizaciones española y portuguesa en Latinoamérica, la pujanza del indigenismo, la conciencia ecológica, el paulatino restablecimiento de la democracia, las1lamadas cada vez más duras al respeto de los derechos humanos, el futuro económico y la proyección latinoamericana en Europa, el troceamiento económico americano en comunidades separadas por su desarrollo y la liquidación del fenómeno revolucionario. Ninguna conclusión a que se llegue en Madrid puede ya ignorar que las condiciones políticas y socioeconómicas de Latinoamérica exigen planteamientos rigurosos.
La comunidad iberoamericana no tiene en común más que dos idiomas. En cambio, sus rasgos distintivos son los problemas de toda naturaleza que aquejan a cada uno de sus integrantes. Ello hace imperativa la búsqueda de algún mínimo común denominador de actuación. Y éste no puede ser más que el endoso, a un lado y otro del océano, de los problemas generales que afectan a sus habitantes: la libertad, la historia, el medio ambiente, el desarrollo económico y la democracia. No son palabras hueras, sino más bien aspiraciones que planteadas por 300 millones de personas y enarboladas con firmeza por sus líderes pueden ir configurando una unidad de acción.
Por otra parte, la cumbre arranca con tres notables ausencias y una estrepitosa presencia. Sin respetar apariencias de galante urbanidad, y cada uno por sus particulares razones (cosméticas, reales o impuestas), los presidentes Soares, de Portugal; Fujimori, de Perú, y Pérez, de Venezuela, no vienen a Madrid; los dos últimos se evitan así críticas y presiones. Finalmente, no falta a la cita quien no podía sino estar presente en Madrid para convertirse en la estrella de la reunión: Fidel Castro; una estrella que se apaga, cuya presencia, no obstante, resulta conveniente, pero cuyo posterior viaje por Galicia sólo es comprensible desde el realismo mágico de esas tierras.
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