Invisibles
La vida real tiene a veces metáforas tan redondas que, escritas en una novela, resultarían torpes por lo obvias. Ése es el caso de los 60 centroafricanos atrapados entre las fronteras de España y de Marruecos, esto es, en tierra de nadie. Siempre me sobrecogió ese espacio enigmático de la tierra de nadie; de muy niña me lo imaginaba como el no lugar, un punto de horrible inexistencia, sin sol y sin memoria, sin madre y sin cobijo. Hoy, ya de muy adulta, sé que es así de terrible como me lo temía, y que esa tierra de nadie es la mayor metáfora de la marginación, de una indefensión brutal y planetaria. Porque los parias que la padecen están tan absolutamente despojados de todo que no poseen ni tan siquiera su propia pobreza: se es pobre con respecto a alguien, y ellos no son de nadie.
Nosotros echamos a los 60 centroafricanos de nuestro país rico, y los marroquíes no quieren aceptarlos en su país pobre, porque estos inmigrantes vienen de un Sur más profundo, de un mundo aún más paupérrimo, de ese despeñadero de la tierra en donde mueren cada día 500 niños. De un lugar que ya no cuenta, como no parecen contar ellos tampoco: no son más que 60, y qué son 60 negros miserables en mitad de un continente naufragado; son tan pocos que ni siquiera abultan las estadísticas de fallecimientos, de refugiados y de sidosos, que son los únicos cómputos que todavía prestan atención a ese rincón del mundo, las únicas cifras con las que recordamos al África triste.
Por eso estos inmigrantes centroairicanos han sido expulsados del inclemente paraíso europeo y se han caído por el desagüe de la inexistencia, por las grietas cada vez más profundas que se abren entre los países. Ahí están, en fin, deshidratándose en unos cuantos palmos de tierra calcinada. Condenados a la invisibilidad porque nadie los mira.
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