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Tribuna
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Un dolorido sentir: Enrique Ruano

Es mes de julio, y un julio sofocante en el Madrid de esta madrugada. El sistema de seguridad me impide abrir los ventanales, bocas tales que gritan hacia adentro, y así aliviar el fuego improvisado de la candela. (Encima de la chimenea un joven inglés y caballero, que pintó Romney, se te asemeja Enrique). He decidido reducir a pavesas notas suyas y algunas otras mías que, tras conversaciones muy teóricas con él ya durante paseos por la Universitaria, ya en mi casa de entonces, escribí sin adivinar su ígneo destino.Su verdad a riesgo que se haga vieja en mi recuerdo y, según alguien dijo, un griego alejandrino buen prosista y mejor poeta, la mentira es el trasunto medio de toda verdad envejecida. No me imagino a Enrique viejo, ni siquiera su memoria. Soy una de las últimas personas que lo vio vivo. Carlos Zapatero, triste y a su pesar corresponsal japonés, me comunicó por teléfono a eso de las tres de la mañana que Enrique había muerto. In paradisum, recé despavorido; y pensé enseguida en su bellísima madre: "Mi querida madre, no tengas cuidado: llevo la bandera", que exhorta el corneta Cristóbal Rilke. Desde entonces "el ánimo se cansa de cabalgar de día y por la noche, sí, de cabalgar siempre; ¡y es grande la añoranza!".

Tenía imán como el mejor abanderado. Aprendió despacio, más transmitía intensamente a otros lo que intuía apenas. Pude guiar su fe cristiana que vacilaba entre sus dudas y las mías: "Creo, Señor, ayuda tú mi incredulidad". Y me fue más difícil despojarle de complejos frente a Javier Sauquillo, pequeñajo y feúcho y verdaderamente listo en marxismos y otras actualidades. Desconocía en aquel tiempo que Ruano trataba con Carlos Castilla del Pino, con el cual luego intimé yo tanto. Sabía en cambio que frecuentaba un piso, cuya dirección me ocultó tenazmente. Murió en la escalera interior de aquella casa y desapareció enseguida, como por arte de la peor magia, el portero de la Finca. Un ministro sirvió a un periódico de la mañana y madrileño la supuesta locura del joven muerto que se apoyaba en las anotaciones que escribía para facilitar su amistad con el médico de Córdoba. Un alumno de Filosofía y Letras me abordó muy contrito mucho más tarde; había transmutado a Enrique Ruano en un Antínoo sin emperador Adriano. El poema de dicho alumno apareció en el mismo diario. No lo había yo leído y me alertó Elías Díaz, con quien topé por casualidad en las bajuras de mi barrio.

Me propusieron los de Cuadernos para el Diálogo celebrar una Eucaristía pública y con mucha gente a más de los espías de la Brigada Social. Rehusé, puesto que me constaba que Ruano vivió sus últimos anos sin relación alguna con Dios y con la Iglesia. Misa hubo y a cargo de un jesuita que se llama Antonio Marzal. Los reverendos padres siempre fueron maestros en epiqueyas para el éxito. Mi mejor oración fue dedicar a Ruano en mi libro Sermones en España cuatro sobre la muerte. Los señorines de Orientación Bibliográfica, que así se llamaba la censura de libros en el Ministerio de Información, insistieron en que prescindiese de la dedicatoria; me negué en rotundo. La salida del libro se retrasó por tan sentida causa más de un año. Que te lleven los ángeles.

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En mi actual cuarto de trabajo en Liria, su fotografía, que me envió desde la calle Conde de Aranda su madre, luce entre una de Virgina Woolf y otra de Aranguren, tomada ésta en el campus universitario la primera vez que José Luis volvió a pisarlo tras su ridícula expulsión de la docencia que había obtenido en buena lid. La suya, la de Ruano, parece que prosigue con empeño, a la lid me refiero. Tras estas líneas contribuiré con el obsequio de mi lamento silencioso al mejor de todos los resultados: que nadie acabe como acabaron con Enrique Ruano. Él continúa ondeando la bandera entre canciones de cuna que ansío escuche alguien. Mi lector, por ejemplo.

es duque de Alba.

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