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Hispanoamérica

Escribo estas líneas como colofón de una serie de artículos sobre la necesaria reforma de la vida española, si ésta ha de ser fiel a sí misma y al tiempo en que vivimos, y lo hago con la esperanza de que puedan leerla los jefes de Estado que a fines de julio van a reunirse en Madrid. Alta esperanza para tan modesta prosa.La inmediata pertenencia de España a Europa la obliga con Europa y consigo misma., Consigo misma porque, siendo tan valiosa su pasada contribución a la cultura europea, hay aspectos de su vida en los que la europeización es deficiente, y esto exige una importante reforma de sus hábitos sociales; con Europa, porque su presencia a la CEE no será suficientemente eficaz si no cumple con dignidad lo que de sus miembros pide el futuro del Viejo Continente. Pero España no sería fiel a sí misma si olvidase su irrenunciable vinculación histórica y actual con los países de Hispanoamérica. España debe actuar en el mundo en colaboración con los países hispanoamericanos; de tal manera que cada uno de éstos, sin mengua de su plena potestad para entenderse directamente con Europa, pueda también hacerlo a través de su vinculación con este cabo atlántico de la tierra europea. Nada más obvio. De lo que ahora se trata es de saber cómo puede ser actual y eficaz esa colaboración.

El primario y más firme fundamento de nuestra relación con Hispanoamérica debe ser, nadie lo discutirá, la lengua. Que el Inca Garcilaso, sor Juana Inés de la Cruz y los poetas y novelistas de la Hispanoamérica actual sean tan nuestros como de sus países de origen y, complementariamente, que Cervantes y Valle-Inclán sean tan suyos como de los hispanohablantes de esta ribera, tal es y seguirá siendo la razón por la cual tiene que ser familiar -para bien o para mal, según domine en el diálogo la harina o la mohína- la comunicación de nuestros mutuos sentimientos. Por ser hispanohablantes se llamó gachupines a los españoles, y por serlo -no salgamos de México- tuvieron los exiliados republicanos tan generosa acogida.

Cuando el ser hispanohablante en Celtiberia trae consigo la inquietud, consuelo y gozo da contemplar cómo el uso y el cultivo del idioma común prosperan allende el Atlántico. No sé lo que el futuro nos deparará. Hoy por hoy no creo que peligre nuestra unidad idiomática, por poco que acá y allá nos esforcemos para que nuestras diferencias lingüísticas sean mutuamente enriquecedoras y para todos sea aceptable la introducción de neologismos. Mirada desde España, la espléndida obra literaria de los hispanoamericanos del siglo pasado y del nuestro es la mejor garantía para que acá y allá siga vigente el famoso endecasílabo unamuniano: "La sangre de mi espíritu es mi lengua".

Animados por esa sangre, ¿qué podemos decir, qué podemos hacer cuantos acá y allá seamos exigentes con nosotros mismos y con nuestros respectivos países? Más precisamente: ¿qué puedo hacer yo, minúsculo español exigente? Por lo pronto, lo que al comienzo de toda empresa mínimamente seria es deber ineludible: un atento examen de la conciencia personal y colectiva; un análisis severo, ni panegírico ni masoquista, de lo que durante los tres siglos de nuestra vida común hizo y no hizo España para que los pueblos hispanoamericanos fueran los que en el pasado han sido y sean lo que en el futuro pueden y deben ser. Sin esta serena revisión de nuestra historia, ni para nosotros ni para ellos será posible un proyecto de vida razonable y prometedor.

España llevó a la naciente América todo lo que era y tenía, lo bueno y lo menos bueno. Lo bueno: una lengua noble y hermosa, capaz de dar espléndidos frutos literarios y tan apta como otra cualquiera para la creación de un lenguaje. filosófico y científico perfectamente válido, si sus habitantes quieren y saben proponérselo; una literatura y unas artes plásticas que ya estaban siendo gala de la cultura universal; un pensamiento jurídico abierto a lo que exigía la incorporación de América a la historia universal; una organización administrativa -el municipio, el cabildo- a la vez tradicional y moderna; una religiosidad que podía dar de sí -además, ay, de inquisidora- a Teresa de Jesús y a Juana Inés de la Cruz; aunque algo tardíamente, sabios como Mutis y Elhuyar; la gallardía vital de hombres como Cortés y Pizarro, Bolívar y San Martín, y tantos otros menos famosos. Lo menos bueno: la con frecuencia cruel avidez de los que a toda costa querían enriquecerse; un pensamiento ecular excesivamente atenido al escolasticismo medieval, ajeno, por tanto, a lo que la filosofía y la ciencia empezaban a ser en Europa; una sorda, pero fuerte tendencia a la insolidaridad política y social. En la segunda mitad del siglo XVIII, con paz interna acá y allá, todo parecía enderezarse hacia el buen puerto. Después... Pienso que no se ha estudiado detenidamente la analogía entre la vida interna de España y la de las naciones hispanoamericanas durante casi todo el siglo XIX. A mi entender, esa analogía existe.

Con esas ideas como presupuesto, tal examen de conciencia nos impedirá a los españoles caer en el narcisismo y evitará a los hispanoamericanos, si quieren y saben ser realistas e inconformistas, hombres atenidos a lo que en verdad están siendo y rebeldes contra la mera aceptación reticente de sus dolencias, una inútil y paralizante tentación: soñar lo que hoy serían sus países si su colonización hubiese sido inglesa o francesa, y no española.

El uso y el cultivo de la lengua común, la delicia de comprobar una y otra vez que Rubén y Neruda son también nuestros, que también suyos son Cervantes y Valle-Inclán, Rosalía y Verdaguer, es condición necesaria para la eficacia de la colaboración entre España e Hispanoamérica, pero no condición suficiente. El idioma común y la voluntad de perfeccionarlo deben ser no más que el fundamento de una empresa histórica susceptible de reducción a cuatro verbos: asumir, reconocer, proyectar y ejecutar.

Sin asumir con gozo lo que juntos aportamos a la cultura universal durante los tres siglos de nuestra vida en común -Cervantes y Velázquez eran también suyos-, no creo que ellos y nosotros podamos ser hoy lo que en el mundo debemos ser. Sin reconocer lealmente que en el comienzo de esos tres siglos hicimos los españoles algo que no debiéramos haber hecho, y que en el curso de ellos no hemos hecho, acá y allá, algo que pudimos hacer, no llegaremos a estar en franquía para ser y hacer lo que nuestro tiempo exige. Y sin proyectar y ejecutar una vida histórica acorde con esa asunción, ese reconocimiento y esta exigencia, nuestras palabras de mutua salutación no pasarán de ser verdura de las eras. Como aquéllas de Rubén, un día en que se encontró optimista y como tal quiso saludar a los pueblos hispánicos.

¿En qué puede consistir este proyecto, para que de veras sea sugestivo y hacedero? Digan los políticos y los economistas lo que en lo suyo consideren pertinente. Desde mi oficio y mi mesa de trabajo, yo lo veo como una participación en la cultura universal obediente por igual a lo que en el mundo occidental son hoy la vida y el pensamiento -por tanto: realizadora de lo que antaño pudimos hacer y no hicimos- y a una visión del mundo y del hombre capaz de actualizar lo mejor de lo que como germen -como gema iridiscente, diría Ortega- ofrece nuestro común pasado: dignidad y libertad de la persona; vida en la cual el poder del mundo no se trague al hombre y éste, el hombre, sea capaz de contemplar, conocer y utilizar racionalmente la realidad del mundo; alma a la que el triunfo, si lo alcanza, no haga olvidar ese dolorido sentir que el ser persona esencial trae necesariamente consigo.

Con la esperanza de que españoles e hispanoamericanos aceptarán con gusto la ejemplificación de ese modo de vivir con sólo dos hombres de este siglo, Cajal y García Márquez, diré lo que a este respecto pienso. Cajal fue a un tiempo recio afirmador de la dignidad de ser hombre, veedor sensible del mundo a que sus ojos se abrieron, la montaña aragonesa, la

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Pedro Lain Entralgo, del Colegio Libre de Eméritos y miembro de la Real Academia Española.

Hispanoamérica

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manigua cubana y la tierra de Castilla, esforzado conocedor de la parcela del mundo que como sabio exploró, la testura del sistema nervioso, soñador y proyectista de una sociedad hispánica capaz de emplear la ciencia y la técnica para la humana utilización del mundo en torno; el Cajal que conmemoró el tercer centenario del Quijote con la proclamación de un quijotismo nuevo y actualizado. Junto a él, el inventor de Macondo. A todos nos ha fascinado la mágica imaginación con que García Márquez acertó a crear el mundo y la vida de los Buendía. Pero en el seno de ese fabuloso ejercicio de invención, ¿no es cierto que latía el ansia dolorida de un Macondo en cuya vida colectiva fuese realidad lo que para España habían imaginado, decenios antes, Cajal, y, cada uno a su modo, Unamuno y Ortega?

No sé, naturalmente, lo que los españoles de esta España una y diversa y los hispanoamericanos de esa diversa- y una Hispanoamérica -una por el idioma común y por el común menester- van a hacer hoy y harán mañana para que sus respectivos proyectos de vida sean sugestivos y hacederos. Por mi parte pienso que ni el nuestro ni los suyos llegarán a ser una y otra cosa si no consideramos en serio la unidad -que nos, fundamenta y la diversidad que nos enriquece, y si, como ineludible presupuesto para la actualización de una y otra, no practicamos el honesto examen de conciencia que acabo de proponer.

A lo largo de mi vida, más de una vez he recordado una punzante sentencia del mejor Unamuno: "Nos trae a mal traer la sobra de codicia unida a la falta de ambición". La codicia de los que sólo aspiran a la rápida posesión de bienes inmediatos, la ambición de los que hacia la calidad de su obra saben orientar su vida. Viendo por estos pagos la avidez de lucro inmediato que en ellos impera, y por aquéllos la insolidaridad de quienes tan, hábilmente ocultan y expatrían sus caudales, necesariamente debo concluir que a uno y otro *lado del Atlántico predomina la codicia sobre la ambición, unamunianamente entendidas. No se me oculta, por otra parte, la nada leve dificultad de elevar hasta el nivel intelectual y económico de nuestro tiempo a las menesterosas masas indias, en los países donde existen. Sin embargo, no me resigno a creer que acá y allá falten la inteligencia, el denuedo, y la tenacidad que la empresa y la ocasión tan perentoriamente exigen.

Avorizando el trance en que la caída de la dictadura pronto pondría a España, escribía Ortega en 1926: "El estilo del vivir tiene que elevarse por entero. Necesitamos jóvenes instituciones dotadas de intacto prestigio; pero, a la vez, conviene que desaparezcan las camillas y las zapatillas de orillo, que se afeiten a diario los canónigos de los cabildos y que no den chasquidos con la lengua los viajantes de comercio cuando comen en las horripilantes fonditas de provincia... Es preciso poner en forma a la raza entera. Obtener de cada español un máximo de rendimiento, en calidad más aún que en cantidad. Y ante todo hay que apretar bien las cabezas". Tengo por seguro que hoy sé afeitan a diario los canónigos y que, si hay viajantes de comercio, no lo sé, no darán chasquidos con la lengua en sus comidas. Pero en la actual situación de la historia, tanto en Europa como en América, no por menos seguro tengo que es urgente la adopción de un nuevo estilo de vivir, la creación de instituciones jóvenes y prestigiosas, la mejora en calidad y en cantidad de nuestro rendimiento, la puesta en tensión de todas las cabezas, y más las de los mejores. Cada uno, por supuesto, en su nivel y a su modo. No puedo resignarme a creer que todo esto no es posible y a desesperar de que un día comience a ser real. No morir sin empezar a verlo es uno de mis más íntimos deseos.

Y para que los españoles de hoy no nos sintamos solos, déjeseme terminar esta reflexión extendiendo a todos los hablantes de nuestro idioma la advertencia que con el designio de exorcizar en ellos la desesperanza y avivarles la ambición, sólo a los hombres de España dirigió nuestro gran poeta:

¡Qué importa un día! Está el ayer alerto

al mañana, mañana al infinito.

¡Hispanohablantes, ni el pasado ha muerto,

ni está el mañana -ni el ayer- escrito!

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