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Hedonismo protestante

Fernando Savater

Hace no mucho expresé en estas mismas páginas mi desacuerdo con la manía de conceder el noble título de "materialista" a nuestro momento dominado por las tarjetas de crédito y la voluptuosidad de las etiquetas. Lo cierto es que no menos difícil me resulta proclamarlo hedonista (¡y no digamos epicúreo!) pese a la reprobatoria ligereza con la que suele ser así tratado. En mis libros he procurado desculpabilizar el placer y vincularlo, como creo que es debido, a la raíz misma de una ética inmanente y racionalista. La vieja guardia de la moral represiva me reprocha la indecencia de este propósito; otros expertos, más modernos y sutiles, se burlan compasivamente de lo superfluo de tal campaña. ¿Recomendar el placer en nuestra época de hedonismo consumista? Una empresa tan "necesaria" como hacerse paladín del automóvil o del fax: si la ética va por esos derroteros, la publicidad televisiva sustituye a Kant con más garbo que yo... El asunto se agrava cuando la insidiosa recomendación hedonista se incluye en una obra destinada a los jóvenes, como Ética para Amador. ¿No colaboran tales exhortos al ya patente desenfreno de la alegre muchachada? En cualquier caso, se trata de remar a favor del viento, pues el que ahora sopla no es precisamente ascético ni renunciativo...Vamos por partes. No es cierto que la doctrina publicitaria del momento recomiende el goce: lo que se exalta es la insatisfacción por lo que se tiene, con vistas a las alegrías de nueva generación que ya se ofrecen. No se acicatea la avidez por disfrutar, sino el disfrutar con la avidez (que es lo menos epicúreo del mundo). La gente satisfecha nunca es lo suficientemente rentable: primer axioma de la publicidad (sea comercial, política o religiosa), aunque, desde luego, no del hedonismo. Los que estamos a gusto somos más remisos en dar gusto a quienes nos reclaman... En lo tocante a los jóvenes, todo el mundo -con peores o mejores intenciones- rivaliza en rodearles de desasosiego: por lo que tienen, por lo que no tienen, por lo que tienen sin merecer, por lo que merecen sin tener, por lo que les apetece y lo que no les apetece. Los maestros conformistas les predican la comezón productiva; los maestros transgresores, el afán glorioso de dispendio instantáneo y fatal. En estos dos masters en los que pueden graduarse, lo único que varía es la duración (le la disparatada rutina; y que en uno de ellos, la muerte (completo despojamiento, redomada privación) sirve como espuela a través del miedo, y en el otro, como garantía de intensidad y definitivo alivio. En ambos casos, martirio prestigioso y pleno desdén por la capacidad humilde (apasionadamente humilde) de gozar. Ni en la compulsión acumulativa ni en la diversión convulsa hay mucho más hedonismo que en usar cilicio...

El peligrosamente sabio Carl Schmitt escribió que "protejo, luego obligo" es el cogíto ergo sum del Estado. En la actualidad, los Estados ofrecen sus servicios para salvaguardarnos de la industria de la tentación que ellos mismos sustentan. La tentación consiste en prometer (o prohibir) algo irresistible, una intensidad absoluta que trascienda la modesta estatura de la empresa humana. Y así se patentan, casi siempre con la complicidad del anatema bienpensante y la sugestión malpensada, diversas formas de más allá: frente a la política de la rutina y la componenda, empeorada por la desvergüenza de los corruptos, la acción colectiva como comunión y relámpago sin mácula (terrorismo, líderes antipolíticos, nacionalismos hidrófobos ... ); más allá de la obligación de aptitud física en funcionamiento y silueta que exige la noción de salud pública las perversas ofertas del abuso adictivo (a drogas ilegales, a drogas tentadoramente ilegalizables -tabaco, alcohol...-, a la comida ... ); en lugar del sexo como higiene y reproducción, las desviaciones, las anormalidades, las enormidades, las violaciones, las obscenidades, el enfangamiento copulativo... aunque sea por teléfono; distorsionando las aceptadas tendencias a la ganancia económica y al consumo, el desenfreno especulativo, la inmolación al bingo y las máquinas tragaperras, la venta del alma o la dignidad en el vértigo bursátil... En fin, ya saben: las tentaciones, la amenaza deseable. El Estado y sus predicadores (que lo mismo pueden ser ministros que intelectuales insobornables) aseguran la fascinación de tales vías hacia lo sobrehumano, propugnando siempre medidas colectivistas para rescatar a los individuos de sus peores afanes de ir más allá de sí mismos. Se nos estimula horrorizándonos y se promueven pólizas y policías para defendernos de los placeres inviables... y por tanto irresistibles. Algunas decisiones recientes del Tribunal Supremo norteamericano son buenas ilustraciones de este paternalismo virulento. No me refiero a la posibilidad de secuestrar ciudadanos de países extranjeros para que respondan de crímenes nefandos, metapenales, como el narcotráfico y el terrorismo (esta disposición no es más que la versión a escala internacional de la ley Corcuera) hablo de la. extravagante disposición por la que un usuario de tabaco puede demandar a la compañía que se lo proporciona si su hábito le produce daño "a largo plazo". Por lo visto, la compañía tabaquera perjudica al cliente sirviéndole lo que éste le pide por su gusto (aunque, por si acaso, se presenta ante la colectividad como si no tuviera más remedio que pedirlo). Metáfora del nuevo totalitarismo: el Estado indemniza al ciudadano por los efectos negativos de su deseo... con sólo que éste admita que su deseo es ajeno y más fuerte que él.

Quienes denuncian la "gran mentira" de la libertad individual en la sociedad moderna siempre cometen la misma trampa: definen la libertad como el vértigo de la omnipotencia que a nada se somete y luego proclaman que tal cosa no existe y que los seducidos por este señuelo acaban fatal. Conclusión inevitable de una premisa amañada. La libertad de elección es una forma de relacionarse con las condiciones de la realidad, no el capricho de abolirlas y la subsiguiente rabieta por no poder conseguirlo. Nuestro tiempo prefiere las amenazas y las tentaciones a la formación de una autonomía personal para asumir sin histeria los dolores y buscar sin salvajismo (auto o heterodestructivo) sus placeres. Los epicúreos son tan raros como los estoicos, a pesar de que ambas doctrinas sapienciales cuadran bien al momento de universalismo imperial que vivimos, entre sectas frenéticas, predicadores del milenio, ingenieros de conciencias y tribus desmandadas: momento en el que sólo entre los capaces de cuidar de sí mismos sin exigir que un gran Algo les cuide podemos esperar que surjan personas con facultades para ocuparse de lo que a todos concierne. Sólo unos pocos maestros en los últimos años (como el gran Bruno Bettelheim, por ejemplo) han intentado educar personas fuertes para vivir en libertad en lugar de fomentar inválidos con tendencia a ponerla en entredicho.

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¿Es la búsqueda del placer el dogma principal de la Iglesia dominante, la que predica con anuncios y cotizaciones de Bolsa? No por ello hay que apuntarse a la otra, que tan adecuadamente le sirve de complemento: la que exhorta a arrepentirse del goce egoísta, pidiendo entrega a los administradores compasivos y terapéuticos del dolor universal. Mi idea, para quien le sirva, es algo así como un hedonismo protestante, herético respecto a la jerarquía de placeres establecida y al precio en coacción social que pagamos por ellos. Un luteranismo epicúreo (¡con perdón!) que descrea tanto del actual sistema de indulgencias para el goce como de los anatemas que beatifican a contrario sus peores tendencias, Una vuelta reflexiva y escéptica a la genial chuscada de Churchill: "Mis gustos son muy sencillos: me conformo con lo mejor". Acompañada, desde luego, por un diligente libre examen para enterarse de qué es lo mejor antes de que lo digan por la tele.

F. Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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