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MANUEL COBO DEL ROSAL El error o la profecía

Cuando uno tiene conocimiento de hechos realmente gravísimos, sanguinarios y crueles, como el que le ha acontecido a una criatura de nueve años en Villalón de Campos, no puede por menos que reflexionar y, dejando al margen el dolor solidarío, plantearse, siquiera sea a través de un punto de vista, la bondad de un sistema que, sin fallos aparentes, puede producir tan trágica ocasión como la presente.No cabe duda que la cuestión, porque es una cuestión y no un dogma, de la llamada resocialización es algo que ya cansa su lectura y que, incluso, un tanto oficiosamente, el artículo 25.2 de la Constitución Española se refiere a ella, ("reinserción social", "reeducación"), si bien como mera orientación tanto de las penas privativas de libertad como de las problemáticas medidas de seguridad. Y digo oficiosamente, por no decir farisaicamente, porque de todos es sabido que con gran dificultad se puede verificar con la certeza y objetividad que debe exigir en toda su proyección el derecho penal cuándo está reeducada y cuándo está resocializada una persona. Cum granum salis. Por esta razón, y por muchas otras, desde concepciones clásicas, no por viejas, sino por pacíficas científicamente posiciones doctrinales, se alude al "mito de la reeducación", porque la verdad es que es un mito y porque se dice que hay miles de presos que están resocializados y reeducados y que, por tanto, pueden y deben hacer vida en libertad y cumplir, paradójicamente, una pena privativa de libertad, gozando en la práctica de absoluta libertad.

Ha llovido mucho desde que Beccaria afirmara la verdad inconcusa, desde el punto de vista político criminal, que no es la mayor extensión y crueldad de las penas lo que las hace útiles y eficaces, sino que es su infalibilidad, esto es, que cierta y verdaderamente se ejecuten, sin más.

Y no es menos veraz que estemos en contra de las penas demasiado largas privativas de libertad y de las demasiado cortas, pero toda la cuestión de amenguar la real privación de libertad nace por la mala conciencia, por decir así, de entender que existen penas desocializadoras, destructoras de la personalidad, por su desmesurada largueza y pésima ejecución. Esa mala conciencia en el sistema penal que se aplica es, precisamente, según mi opinión, la que fomenta el acortamiento judicial, que no legal, de las penas, y extiende el boquete, valga la expresión, que para el Código Penal supone la legislación penitenciaria, y los resquicios que agrietan el principio de que la pena criminal debe ser de todo punto infalible.

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Así planteada la cuestión, sólo caben dos cosas: o lo que se está haciendo, que no es en modo alguno y a mi entender, lo correcto, o que el Código Penal, tantas veces anunciado, como ley criminal sustantiva, establezca unas penas privativas de libertad, compadeciéndose en su duración con los fines de resocialización y reeducación y no destructivas de la personalidad humana, y potencie la función de prevención, quizá la más interesante y sugestiva del moderno derecho penal, expresión de un Estado social de derecho, por su régimen de medidas de seguridad y con la incorporación de expertos, en absoluto meros y simples juristas, por muy jueces que sean a la hora de la decisión, evitándose, o al menos haciendo prácticamente imposible, sucesos tan enormemente lamentables como el de Villalón de Campos.

Se trataba de un recluso que había sido encarcelado por "exhibicionismo" (1982), por "abusos deshonestos" cometidos en 1985 y 1986 (1987), que fue acusado en 1989 de "violación" y que en 1985 el Tribunal Supremo le condena por "tentativa de violación", esto es, en síntesis, se trata criminológicamente de un muy peligroso delincuente sexual, dicho sea con todos los respetos que, como persona, nos pueda merecer el citado condenado.

La problemática del delincuente sexual es sumamente varia y compleja y, sobre todo, por demás persistente. Y dio lugar a la realización, en otros países, por cierto tenidos como muy democráticamente evolucionados, de impuestas medidas de seguridad de orden quirúrgico, por la tenacidad y formalización violenta con que se presenta el instinto que espolea y preside la conducta de tales delincuentes, quizá la forma de delincuencia más cercana a la imposibilidad de reinserción y reeducación, rayana totalmente en una conclusión absolutamente negativa. Quizá esto último es conocido por psicólogos, pedagogos e, incluso, en este caso, según se dice, por el director de la prisión, y la verdad es que no sé si existiría en dicho equipo, aunque pudiera ser que no, un experto criminólogo -cuyo dictamen era preceptivo para la propuesta de anteproyecto de Código Penal de 1983, y absurdamente silenciado por el anteproyecto de Código Penal de 1992- que llevara a cabo una síntesis del ramillete de especialidades que deben intervenir en un tema como éste antes de formalizar la decisión judicial.

Y es que sobre este particular no debería hablarse, como han hecho personas cualificadas de la Administración, de simples, aunque graves, "errores", porque la verdad es que no se puede decir que sea un error, sino más bien es, desde luego, una incumplida profecía. Y digo profecía porque se trata de un juicio de futuro (prognosis criminal) que no se ve confirmado por un comportamiento subsiguiente del condenado, pues es que, en ocasiones, lo raro es que se vea cabalmente cumplimentada la resolución profética.

En régimen de profecías, todas las cautelas son pocas y ante la duda debe primar el principio inverso del enjuiciamiento criminal, no precisamente pro libertatis, sino en contra de la libertad. Como es natural, salvo que se crea firmemente en las profecías, es decir, en que los juristas estamos dotados de dones sobrenaturales que, más bien por inspiración, intuición o por el régimen de conocimiento que sea, podemos conocer las cosas futuras o predecir hechos merced a que, por nuestra formación, debemos tener virtudes cuasi divinas. En las facultades de Derecho esto, y otras cosas más, no se enseña todavía, ni menos se obtiene, siquiera sea por singular relación de porosidad.

Y esto es lo que parece proclama la parlamentariamente aplaudida, con frivolidad y entusiasmo digno de mejor causa, Ley Orgánica General Penitenciaria y lo que de ella, sin más, se deriva. Pero la transformación del juez en profeta debe producir en aquellos que no creemos en estos seres tan sobrenaturales una auténtica inquietud e intranquilidad, cuando no un profundo dolor e indignación. Juzgar y ejecutar lo juzgado no es, desde luego, profetizar. La ley no debiera transformar al juez, por obra y gracia de su voluntarismo, en un profeta.

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