El malentendido europeo
Pretender que un marco económico conjunto se convierta en comunidad política es algo improbable, afirma el articulista, al analizar la situación de la CE tras la firma del Tratado de Maastricht. Nada garantiza, agrega, que éste permita disminuir en un futuro próximo las diferencias de desarrollo entre países europeos.
Es práctica vieja la de utilizar las actuaciones exteriores como bazas de la política interior. Aunque esas actuaciones tengan tantas luces como sombras. Las dos últimas cumbres europeas no han escapado a ese interesado uso. Kohl, Mitterrand, Major, Lubbers, de vuelta a sus países, se han autoproclamado, a pesar de la ambigüedad de sus resultados, autores exclusivos o capitales del triunfo de Maastricht, contribuyendo con ello a la glorificación del Tratado y a la confusión en torno de sus eventuales logros. Sólo Felipe González ha tenido el éxito sobrio y nos ha hablado, en las dos ocasiones, de las contradicciones con que nos dejaban los Consejos Europeos. Contradicciones que están siendo y serán fuertemente perturbadoras. Contradicciones inevitables, ya que derivan del. malentendido básico que preside desde sus inicios la construcción europea.¿Cuál es ese malentendido? La confusión de órdenes, el pretender que lo económico asuma las funciones de lo político, que lo instrumental se instituya en esencial, que lo constituido se convierta, a fuerza de años y de reglamentos, en constituyente. El Tratado de Roma, el Acta única, incluso la Unión Económica y Monetaria, que está viendo la luz, son, en último término, mecanismos para crear un espacio económico común que ni afectan sustancialmente la condición e integridad del poder de los Estados miembros, ni, menos aún, cuestionan su existencia. La Europa política, que es, obviamente, la estructura básica de la construcción europea, sólo se contempla en esos marcos económicos con el rabillo del ojo, y su realización únicamente puede ser consecuencia de un proceso marginal de decurso subterráneo y desenlace imprevisto.
Es la llamada opción funcionalista que ni ha funcionado ni puede políticamente funcionar. Pretender que un marco económico conjunto se convierta, sin quererlo, en comunidad política es algo tan improbable como que la cantidad devenga calidad. Los éxitos económicos de la Comunidad Europea y la frecuente invocación a Jean Monnet no alteran esa evidencia. Máxime cuando la condición de gran estadista del último se revela, al contrario, en la naturaleza primariamente política de todas sus apuestas económicas. La Comunidad del Carbón y del Acero, su primera gran obra, fue, antes que nada, la efectiva reconciliación política de dos grandes países hasta entonces enfrentados, sin los que Europa era impensable.
La Comunidad Europea de Defensa, otra de sus grandes iniciativas, constituyó un ambicioso intento, que el nacionalismo frances frustró, de crear una estructura institucional decisiva para la construcción política europea.
Malentendido
El Tratado de Maastricht, por muy voluntarista que sea la lectura que de él hagamos, no ha querido acabar con ese malentendido. No se trata de negar la dimensión positiva de algunos de sus resultados. Es cierto que la Unión Económica y Monetaria:
1. Apunta de cierta manera hacia una unión que va más allá del simple mercado común. 2. Confiere al Parlamento Europeo, en determinadas circunstancias y para algunos sectores (mercado interior y libre circulación de las personas; medidas iniciativas en los ámbitos de la cultura, la educación, la salud y la formación permanente; programas marco de investigación y desarrollo; grandes redes europeas; protección de los consumidores y ciertos aspectos del medio ambiente), la facultad codecisoria. 3. Introduce en alguna medida el principio de la cohesión social comunitaria. 4. Sobre todo, inicia el proceso de la ciudadanía europea en su artículo 8, al establecer el derecho a votar y a ser elegido, tanto en las elecciones municipales como en las del Parlamento Europeo, para todos los residentes en un país de la Comunidad que sean ciudadanos de otro país comunitario.
Pero estas decisiones, que podrían suponer un paso adelante en el proyecto europeo, corren el riesgo de verse invalidadas y pervertidas por la persistencia de la opción funcionalista, que el monetarismo, triunfador absoluto de Maastricht, consagra y radicaliza. Lo que el tratado nos propone no es una unión económica y Monetaria, sino exclusivamente una unión monetaria que se paga a muy alto precio -el que ha puesto Alemania para aceptar que el ecu sustituya al marco-, a saber, que todos los países europeos que se incorporen a la unión hagan de sus monedas, sea cual sea el estado real de sus economías, auténticos marcos alemanes. Lo que exige un extraordinario rigor financiero, muy superior al que correspondería a una ortodoxa y prudente política monetaria acorde con la situación económica de esos mismos países.
Pero es que además de esa innecesaria austeridad, la Unión Económica y Monetaria excluye de forma sistemática cualquier consideración directamente económica. Por lo que la ausencia de toda referencia a la Europa industrial no es un olvido fortuito sino una concertada omisión, al igual que lo es el compacto silencio que mantiene sobre la política presupuestaria. Añadamos que la convergencia que se postula es la monetaria no la económica. Por lo que la adopción de la moneda única no pondrá fin a las diferencias de cultura económica en los distintos países ni logrará, sin más y en tan pocos años, homogenizar las diversas situaciones político-económicas. Los distintos comportamientos empresariales, función de las distintas culturas económicas nacionales, no van a converger porque todos utilicen una misma moneda. Y si se quiere que las prácticas de gestión de la empresa, propias de cada país, como la cuantía de circulante, los niveles aceptables de endeudamientos, las tasas de inversión, los criterios para la fijación de beneficios, las pautas de la fiscalidad, etcétera, puedan asemejarse, harán falta tratamientos muy otros.
Pero, sobre todo, nada garantiza que las diferencias de nivel de desarrollo y bienestar entre países europeos vayan a disminuir en un futuro próximo, por mor de lo acordado en Maastricht. Más bien hay que pensar que las condiciones impuestas para la institución de una moneda única (inflación que no supere en 1,5 puntos al promedio de los tres países que tengan los índices más bajos; déficit público no superior al 3% del PIB; deuda pública que no sobrepase el 6% del PIB; tipos de interés que no excedan en más de un punto al de los tres países que los tengan más bajos; fluctuación de los tipos de cambio en la banda más estrecha) aumentarán los diferenciales negativos de los países situados en la parte inferior de la escala.
Es bien sabido que si se pretende que una política monetaria de carácter restrictivo -contracción de la inflación- sea compatible con tipos de interés, nominales y reales, moderados es imperativo que la política presupuestaria sea también restrictiva. Lo que inevitablemente se traduce en una reducción de las inversiones no inmediatamente rentables -en infraestructura, en educación, en desempleo, en seguridad y otras atenciones sociales, en investigación y desarrollo, etcétera-, que son las únicas que permiten un crecimientoeconómico real y sostenido, imprescindible para que los países de desarrollo intermedio se aproximen a los que van en cabeza.
Cabría objetar que para poner remedio a esa situación ha conseguido Felipe González el establecimiento del futuro Fondo de cohesión. Pero ¿qué forma, cuantía y plazos asumirá por fin? Parece evidente, después de la cumbre de Lisboa, que, durante el próximo semestre británico habrá que despedirse de llevarlo a término en cinco años, de aprobar el paquete Delors II, y de obtener un aumento del presupuesto de 1,2 al 1,37 de PIB comunitario.
Fondos estructurales
Y aunque así fuere ¿significaría ello asegurar las transformaciones estructurales y las aceleraciones económicas que muestra convergencia con Europa reclama? Nada incita a pensarlo y una simulación macroeconómica sobre esos datos probaría más bien lo contrario.
Pues recordemos que la existencia de los fondos estructurales no ha impedido que la distancia entre las regiones más y menos avanzadas haya aumentado en lugar de disminuir, ya que lo que las primeras reciben gracias a las políticas comunitarias es muy superior a lo que reciben las segundas para compensar su inferioridad. Un sólo ejemplo, pero de fuente irrecusable. Según el Secretario de Estado Español para Asuntos Europeos, el agricultor de nuestro país ha recibido siete veces menos que el holandés o el danés, y cinco veces menos que el alemán o el francés.
Nadie discute hoy seriamente que la perspectiva monetaria ignora las dos variables fundamentales dé la vida económica actual: el paro y la competitividad económica. El ejemplo de Francia, hoy el primero de la clase en fidelidad monetarista, que ha superado los parámetros monetarios de Alemania, a la par que ha visto crecer el número de sus parados y disminuir la capacidad competidora de sus empresas, está ahí para probárnoslo. Y si eso ha sucedido en el vecino país, ¿qué puede ocurrirles a los otros países comunitarios del Mediterráneo si su única apuesta europea es la de Maastricht?
Caben, claro está, los milagros. Reducir en nuestro país el déficit público del 4,4% del PIB en 1991 a 0,8% en 1996; relanzar la investigación científica; mantener la inflación por debajo del 3% anual; frenar nuestra desindustrialización; lograr un crecimiento medio del 3,5% al año durante los próximos cinco años; equilibrar nuestra balanza de pagos; crear en ese mismo periodo más de un millón de puestos de trabajo. Pidamos lo imposible, como en Mayo del 68. Estamos en año de santos.
es presidente de la Unión de Federalistas Europeos en España.
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