Por qué los americanos odian la política
JOSEP M. COLOMERNo se trata del estallido de una gran crisis del tipo de las provocadas por la guerra de Vietnam o el escándalo Watergate. Más bien se asemeja. a una lenta acumulación dé disgusto que ha acabado rebasando el límite de la paciencia de los electores. Pero lo cierto es que la irritación con la clase política, su ineficiencia y sus engaños sobrevuelan la precampaña presidencial norteamericana y se manifiestan en un deseo de cambio sin precedentes que tiene desconcertados tanto a los republicanos como a los demócratas.El desprestigio de los políticos no es de ahora. Procede, por una parte, de los mediocres logros económicos obtenidos por la política reaganiana, que dejó al país con un enorme déficit presupuestario y exterior, una notable pérdida de competitividad y un ambiente general de recesión, así como de los incumplimientos de Bush, especialmente su ruptura de la solemne promesa de no subir los impuestos, reiterada hasta la náusea en la anterior campaña electoral. Pero este descrédito republicano no se ha girado, como habría sido tradicional, en viento a favor de los demócratas, cuya vieja política de incremento del gasto público y los impuestos para dar satisfacción a las más diversas y fragmentarias demandas de grupos de interés ya quedó arrinconada en los años ochenta. La decepción carece de alternativa conocida a la que agarrarse, pero tampoco ha producido apatía, sino más bien antipatía, y se ha proyectado sobre el funcionamiento del sistema político en su conjunto. Por un lado, el público parece haberse hastiado de los modos de rivalizar entre dos partidos sin sólidos fundamentos ideológicos, basados en maniobras oportunistas en corto, elección por cada uno de temas triviales de campaña que le dieran ventaja relativa y destilación de los mensajes a través de breves frases, pretendidamente mordaces, pronunciadas para la televisión. Por otro lado, la larga coexistencia de un presidente y una mayoría del Congreso pertenecientes a partidos diferentes ha acabado mostrando el alto grado de ineficiencia del sistema presidencialista, caracterizado por el continuo enfrentamiento y el mutuo bloqueo entre las dos instituciones. Si a ello se. añaden algunos recientes escándalos administrativos, parlamentarios y judiciales (quiebra de las cajas de ahorro, confirmación del juez acusado de acoso sexual, absolución de los policías apaleadores de Los Ángeles, descubrimiento del uso sistemático de cheques sin fondos y viajes de placer a costa del contribuyente por los miembros de la Cámara de Representantes), el diagnóstico parece casi inevitable: el país va mal, los políticos son corruptos e incapaces de arreglarlo y sólo se dedican a discutir entre ellos y a tratar de engañar a los ciudadanos.
Hay muchos modos de detectar esta opinión, además de las encuestas que contundente y reiteradamente muestran a los electores como "frustrados, enfadados y cínicos". Sólo una observación rápida: todavía hace cuatro años, los títulos de los libros políticos efímeros -los que encabezan las listas semanales de más vendidos y se exponen en los escaparates- mantenían un tono de crítica y denuncia que implícitamente estaba más o menos abierto a una posible respuesta constructiva: Qué piensan realmente los americanos y por qué los políticos no les hacen caso, El mejor Congreso que el dinero puede comprar, Por qué los americanos no votan, etcétera. Los de este año transmiten un sentimiento de ultraje que parece que ya no pueda ser perdonado, como habiendo sido escritos después de un punto sin retorno: La traición de la democracia americana, Cuál fue el error (que originó todos los desastres actuales), Por qué los ciudadanos odian la política, y así.
Ross Perot es, sin duda, un producto directo de este difundido malhumor. La mayoría de quienes le apoyan confiesan saber muy poco de sus posiciones en la mayor parte de los temas. Pero lo que cuenta, manifiestan, es que es un hombre de negocios de demostrada eficiencia y laboriosidad, a quien no le gusta perder el tiempo con bobadas y que nunca ha tenido un cargo político, lo cual le distingue decisivamente del desprestigio general. El milmillonario de los ordenadores tampoco se parece en nada a los candidatos de terceros partidos que han competido en otras contiendas, como el racista George Wallace, el radical Jesse Jackson o los perseverantes socialistas y libertarios que todavía concurren. Perot es, por trayectoria, imagen y declaración, un moderado centrista, no un extremista situado fuera de los márgenes de los dos partidos tradicionales, como lo son, sobre todo, blancos de clase media y vecinos de zonas suburbanas, tanto liberales que han votado recientemente a los demócratas como conservadores que han dado el sufragio a Reagan y Bush. Su irresistible ascenso es algo así como una radicalización del centro, una conmoción de la zona decisiva de electores en una competición bipartidista.
El énfasis de Ross Perot se orienta a combatir el déficit y la corrupción, alejar del Gobierno la influencia de los lobbies y los comités de acción política y promover el crecimiento económico y la reindustrialización del país. Apenas hay en sus charlas nada más medianamente concreto. Pero cada vez que ante una sagaz pregunta de un entrevistador televisivo Perot confiesa no haber estudiado suficientemente el tema, gana votos; cuando en vez de contestar con un eslogan de menos de 10 segundos, como Clinton, Quayle o Bush, se extiende en sus propias dudas, aumenta su credibilidad; cada ataque personal de sus atemorizados rivales o de los autores de artículos de opinión a su servicio confirma la verosimilitud de su amenaza. Perot está arrasando precisamente porque no es nada telegénico, recurre a argumentos sencillos expuestos "en llana expresión tejana", acepta que los problemas son complicados y que, por tanto, es mejor no hacer muchas promesas y anuncia que, en caso de tener que tomar decisiones difíciles, tratará de construir consenso y recurrirá a las asambleas electrónicas, es decir, consultará directamente la cuestión a los ciudadanos a través de la televisión y las encuestas de opinión.
Ross Perot no tiene partido, experiencia política ni apenas programa de gobierno. Pero algunos de los que le acusan de ello no parecen acabar de darse cuenta de que ése es precisamente su principal valor. Es difícil saber si resistirá hasta noviembre. Pero si decae antes, no será principalmente por los méritos ajenos -ni, desde luego, porque le falte dinero de camapaña-, sino, si acaso, porque los electores norteamericanos hayan acumulado en estos meses una nueva decepción.
Josep M. Colomer es catedrático de Ciencia Política en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados del CSIC.
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