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Tabaco

De pequeños fumábamos cigarrillo de anís y sabíamos que era anís. De mayores fumábamos tabaco y sabíamos que era tabaco. Bueno o malo, ésa es otra cuestión. Generamente era malísimo. Vivíamos época de miseria y el tabaco solía solía ser horroroso. Rascaba la garganta, tenía estacas, y le llamaban "de la guitarra", pues chisporroteaba brasillas sobre la camisa, que el fumador se sacudía con los dedos, a la manera del maestro Andrés Segovia en concierto. Sin éxito, desde luego, y las camisas de los fumadores parecían rescatadas de un tiroteo.A veces alguien con influencia conseguía hebras o picaduras genuinas de La Habana, y ése ya era tabaco de regalía. Lo liaba el fumador con amor de madre, pegaba una calada honda a la truja y le sabía gloria bendita. Ahora bien, fumar tenía su técnica, y si el fumador no calaba al ritmo debido, el cigarro apagaba. El buen tabaco, mal fumado, se apagaba siempre.

Los modernos fabricantes han conseguido un pitillo que no se apaga jamás. Ni siquiera hace falta marlo, pues, una vez encendido, consume solo. Quizá sea un avance de la técnica tabaquera, pero, cambio, ese pitillo no sabe a nada y los fumadores no tienen ni idea lo que fuman. La mayoría de las cajetillas no indican qué tabaco hay dentro, y las de algunas labores de Tabacalera, ni siquiera dicen que sea tabaco. Los únicos datos sobre su contenido son 1,1 ing. de nicotina, 1,9 mg. de alquitrán.

Las cajetillas advierten que fumar perjudica a la salud. Pero fumar ¿qué? Los fumadores tienen derecho a saber si lo que fuman es tabaco dominicano, o filipino, o Vuelta Abajo, o de la vuelta de la esquina. Y tienen derecho a saber también por qué, de repente, el tabaco sabe a cualquier cosa menos a tabaco, y arde como la yesca y más que la bomba atómica.

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