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Vista parcial de Cangas de Narcea

Julio Llamazares

Desde que estoy en esto de la literatura (y ya van algunos años), me han perdonado la vida tantas veces -incluso algunos de los que ahora me aplauden- que a veces dudo de si aún estaré vivo. Me han llamado de todo: localista, rural, ecologista, provinciano, mesetario, de la boina y hasta lírico, todo por escribir de lo que mejor conozco -que es lo que siempre han hecho los novelistas- y todo, por supuesto, en su acepción más peyorativa.Durante mucho tiempo traté de responder ingenuamente a esas cuestiones explicando a todo el mundo lo que pensaba de la literatura y de mí mismo: que el escritor no elige los temas, sino que los temas le eligen a él (en función, entre otras cosas, de su propia biografia); que en novela lo de menos es el qué (el argumento) y lo de más el cómo (el estilo); que ni el hábito hace al monje ni la apariencia al que escribe (ya saben: aunque el escritor se vista de seda, etcétera); que, aunque algunos de mis escritos (no todos) se desarrollen en escenarios rurales (cosa también discutible), mi concepción del mundo es urbana, aunque sólo sea por haber vivido en ciudades las dos terceras partes de mi vida (aparte de que no entiendo por qué ha de considerarse detestable lo rural, y menos en literatura); que el valor localista o universal de una novela se lo da su calidad y no el mayor o menor exotismo de sus escenarios y de sus personajes (aparte de que lo exótico es concepto muy variable, siendo así que para un sueco lo exótico no es Estocolmo, sino Lugo, del mismo modo que para un norteamericano lo cosmopolita no es el aeropuerto de Chicago, sino un tablao flamenco de Sevilla); que provinciano es el de provincias, y yo lo soy, en efecto, pero no entiendo qué tiene que ver eso con la literatura; que no se es ecologista por sacar árboles en las novelas y ponerle su nombre a cada uno (lo primero, en todo caso, será exigencia del guión, y lo segundo, vocabulario, pero nunca ecología, que es cosa muy religiosa y, por tanto, muy seria para mí); que boina nunca he llevado; que la meseta la conocí en Madrid (mi tierra, como mis libros, está llena de montañas y barrancos), y que lo de lírico ni siquiera me ofende, sino que, por el contrario, lo considero un motivo de orgullo: al fin y al cabo, el lirismo -la musicaldad del texto- ha sido siempre una de mis metas principales cuando escribo.

Pronto me di cuenta, no obstante, de que mis esfuerzos no servían para nada (entre otras cosas porque mis acusadores ni siquiera me escuchaban, partiendo como lo hacían de ideas preconcebidas, cuando no directamente del desprecio o de la envidia) y decidí pasar al contraataque en lugar de seguir agotándome en explicaciones que nadie me había pedido o que, si me pedían, no tenía por qué darlas, pues en literatura, como en todo, cualquiera es libre de pensar lo que desee y, en todo caso, el que ha de demostrar es el que acusa. Así que, en vez de contestar, empecé a poner ejemplos de escritores libres de toda sospecha y universalmente reconocidos -incluso por ellos mismos- y que, curiosamente, tenían mis mismos vicios. Si me llamaban rural, citaba a William Faulkner, a Rulfo, a García Márquez, a Benet o a John Steinbeck. Si me decían localista, a Bassani, a Joyce, a Sciascia, a Onetti, a Pratolini, a Bernhard, a Dos Passos o al mismísimo Cervantes, escritores todos ellos que se caracterizan por situar sus novelas en lugares concretos y fácilmente reconocibles (¿qué novela hay más localista que El Quijote, que sucede en un lugar, como La Mancha, que está ahí al lado y que conoce prácticamente todo el mundo?). Y si me llamaban lírico, apelaba a Ferlosio, a McCullers, a Proust, a Lars Gustaffson, a Carpentier o a Lezama Lima.

Pero tampoco eso me dio resultado. En un país como éste, repentinamente atacado, como los pobres de Könbach, del virus de la modernidad y el esnobismo, y en un tiempo como éste, en el que lo que manda es la apariencia y el vestido, es muy difícil abrir paso a lo evidente, sobre todo cuando lo evidente choca con el gusto establecido. Mientras haya que explicar que La ciudad de los prodigios, de Mendoza, por ejemplo, es una novela universal por su calidad, pero no porque suceda en Barcelona (y que si sucediera en Lugo seguiría siéndolo lo mismo, aunque Lugo no sea olímpica); mientras haya que luchar contra corriente para poder recrear la propia memoria -el germen principal de la literatura- en lugar de inventarse una más fina, y mientras haya que pedir perdón por escribir lo que uno quiere, y no lo que desean algunos, el escritor realmente está perdido. Por eso yo hace ya tiempo que he decidido dejar las explicaciones a un lado y pasar directamente a la ofensiva: antes de que me digan nada, le doy ya la razón a todo el mundo.

Hubo un tiempo, sin embargo, en el que lo provinciano era, precisamente, la admiración de lo ajeno y el desprecio de lo propio, y no, como pasa ahora, el respeto y la pasión por ambos mundos. Ahora, para no ser provinciano, para no ser localista y cavernícola, hay que hacer exactamente lo contrario: situar las novelas en Londres o en Nueva York (aunque uno nunca haya viajado a esas ciudades), pero jamás en su pueblo o en su provincia (aunque a través de ellos esté dando una visión de todo el mundo). Del mismo modo, para ser aniversal, para ser trascendente y cosmopolita, lo de menos es escribir bien y tener una visión propia del mundo, que es lo que siempre se ha pedido al novelista, sino que los personajes se muevan y viajen mucho, a ser posible por aeropuertos y por ciudades en los que ni el lector ni el autor hayan estado nunca. Es lo que está de moda en España, y el resultado salta ¿ la vista: una literatura (y un cine, y una pintura, y una música, y hasta una arquitectura si me apuran) que, salvo cases aislados, parece descongelada en el microondas o sacada de catálogos turísticos.

Y eso, mal que les pese a algunos, a veces se nota mucho. Uno lee una novela ambientada, por ejemplo, en Kansas City y está viendo a sus amigos de La Coruña; escucha una canción sobre la Costa Oeste (el ejemplo no es casual) y le recuerda enormemente la orilla del río Bernesga; mira un cuadro que retrata el amor en Central Park y está viendo a una pareja en el Retiro; ve un edificio posmodernista y se imagina dentro a las señoras cocinando lentejas y a sus maridos mirando el fútbol. Para eso es más sencillo, aunque epate mucho menos, es verdad, describir lo que uno tiene más cerca, o lo que mejor conoce, que, al fin y al cabo, en el fondo es igual que todo el mundo.

Pero nadie parece entenderlo. El único quizá, que yo conozca, aparte de los extranjeros, que traducen e importan lo que quieren sin dejarse seducir por falsos modernismos, es el dueño del Kwai, un viejo bar del centro de Madrid, que, como es asturiano y, ya por eso sólo, es ciudadano de todo el mundo, ha colgado detrás de la barra un enorme cartel de Nueva York bajo el que él mismo ha escrito a bolígrafo: "Vista (parcial) de Cangas de Narcea".

Julio Llamazares es escritor.

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