Esperanzas y miedos de Europa
El Tratado de Maastricht ha despertado todas las esperanzas y todos los temores que suscita la unificación europea. No sólo aviva el problema político clave de los abandonos de soberanía, sino también otros problemas reales y profundos, como son las amenazas a identidades seculares, el hiperdesarrollo de una Europa tecnoburocrática y de una Europa de los mercaderes, el peligro de una Alemania reunificada que podría aplastar a sus socios o la insuficiencia de una Europa disociada de su parte oriental.Hay que preguntarse si realmente el tratado pone en cuestión todos estos problemas.
El Tratado de Maastricht persigue un desarrollo orientado hacia la supranacionalidad, y a este respecto no constituye ninguna ruptura. No obstante, es cierto que la nueva etapa prepara de manera contundente el avance hacia competencias no sólo económicas, sino políticas, diplomáticas y militares que conllevarían el deterioro de la soberanía absoluta e incondicional de los Estados-nación.
Pero a la vez hay que plantearse la siguiente pregunta: ¿acaso no se han venido ya abajo ciertos poderes absolutos propios del Estado-nación? A menudo se ha dicho, y con razón, que los grandes problemas de cada nación, problemas vitales para todos los pueblos, son ahora inter y supranacionales: problemas de una economía cada vez más universal, cuya evolución, avatares y perturbaciones afectan a todas y cada una de las naciones; problemas del desarrollo de la civilización tecnoindustrial, modas y modos de vida que se han vuelto planetarios; problemas de la desintegración de un mundo campesino milenario en favor de megalópolis tentaculares; problemas ecológicos como el recalentamiento de la atmósfera, la contaminación y la toxicidad de las aguas, los agujeros en la capa de ozono de la estratosfera, la erosión de los suelos; problemas de la droga, contra la que toda política desborda la competencia de la nación, tanto en las zonas de producción como en las de consumo y en la lucha contra la enorme mafia internacional. El Estado nacional se ha vuelto demasiado pequeño para estos problemas, que, al ser cada vez mayores, exceden sus competencias.
Frente a muchos de esos problemas, hasta la competencia europea se ve desbordada y las soluciones no pueden venir más que de instituciones mundiales, derivadas o no de la ONU. Pero, de todas formas, Europa permitiría volver a crear posibilidades de acción y decisión a su nivel colectivo. Por lo demás, son esas interdependencias, cada vez más estrechas, las que permiten y exigen intersolidaridades, es decir, la constitución de niveles colectivos y superiores de organización.
Pase lo que pase, el deterioro de la soberanía absoluta del Estado-nación sigue su curso inexorable. Ahora bien, este curso es eminentemente deseable si conduce a formas asociativas y no a la sumisión a las megapotencias; este absolutismo ha agotado su fecundidad histórica (que consistió en crear grandes espacios de civilización y en permitir después la emancipación frente a los imperios opresores). Sólo quedan los vicios y los peligros de este poder absoluto, acrecentados por las armas, de aniquilación y en vías de generalizarse. La misión de Europa es superar el Estadonación que ella creó y que fue inseparable de su expansión, pero que acabó conduciéndola al desastre de las dos guerras mundiales.
Superación no signífica liquidación. Los Estados-nación persisten y persistirán en el seno del conjunto europeo. Conservarán su propia soberanía sobre todo aquello que esté dentro de sus niveles de competencia. El principio de subsidiariedad permitirá incluso que sean restituidas a los Estados competencias que actualmente incumben a Bruselas.
Sin embargo, ¿no acarrearía el proceso metanacional la disolución de las identidades?
El problema de la identidad es, en la actualidad, profundo y agudo a la vez. Y es así por dos razones principales. La primera deriva del extraordinario desarrollo de un mismo tipo de civilizacíón homogeneizante, que, tras haberse extendido en los 30 últimos años por Europa occidental, provoca un reflejo de defensa de las identidades culturales. La segunda procede de la crisis de futuro, que habiendo desintegrado la certeza de un futuro mejor, y en un presente cada vez más cargado de ansiedad y dificultades, provoca un retroceso de las mentes que se vuelven hacia el pasado en que se hunden las raíces de la identidad religiosa, étnica y nacional.
Estos problemas no pueden minimizarse, pero Maastricht no les afecta. La homogeneización de las costumbres, de los modos de vida, que se deriva del hiperdesarrollo de la civilización tecnoindustrial, se ha efectuado en el marco de los Estados-nación, que no sólo no han puesto ningún obstáculo, sino que, por el contrario, se han mostrado muy favorables. ¿Quién ha reaccionado contra la expansión de una civilización anónima? Nunca el Estado francés, sino los movimientos regionalistas y ecologistas, y, en cuanto a la Europa de los Doce se refiere, es también en las conciencias regionales, provinciales, étnicas, ecológicas, donde se encuentran los centros de defensa de las identidades amenazadas. Por consiguiente, los miedos relacionados con la identidad deberían conducir más bien a fortalecer esas defensas y a aumentar las descentralizaciones regionales. Y dado que la defensa de estas identidades es un problema común a todas las regiones de Europa, es en una institución europea común donde podría confirmarse la toma de conciencia de este problema común y elaborarse una política de salvaguardia.
Estamos en una época de regreso a los orígenes, para lo bueno y para lo malo. Lo malo -tenemos el ejemplo del Este- es la superexaltación de los etnocentrismos que adoptan la forma de un nacionalismo exacerbado. En Occidente, el despertar de la radicalización nacionalista no se manifiesta (¿todavía?) contra el vecino territorial, sino que se dirige contra el árabe y el judío, unidos en un odio tan estúpido como el que los enfrenta entre sí. Lo bueno no sería sólo la defensa común de la diversidad de las identidades culturales, sino también el volver a asumir la herencia humanista, universalista, problematizante, autocrítica que fue elaborada por el diálogo cultural europeo. De hecho, si la Europa política es nuestros cimientos, la Europa cultural es nuestra fuente. Y es volviendo a la fuente de las virtudes de esta cultura como seremos, tal vez, capaces de constituir un nuevo futuro.
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Esperanzas y miedos de Europa
Viene de la página anteriorEl temor a una Europa tecnoburocrática es comprensible y está justificado: el aparato de Bruselas ha puesto de manifiésto sus carencias, su abstracción, su miopía, y a veces incluso su cretinismo en buen número de decisiones, sobre todo en lo que se refiere a la agricultura europea. No obstante, hay que resaltar también que el progreso hacia la Europa política sólo ha podido realizarse gracias al pensamiento y la estrategia del hombre que está al frente de ese aparato, Jacques Delors.
Pero el problema de la tecnoburocratización no puede centrarse en Bruselas. Los Estados-nación fueron los que primero se burocratízaron, y sus decisiones más importantes son las que emanan de expertos especializados (que no ven nunca los problemas globales, complejos y fundamentales) y de comisiones (en las que se disuelve la responsabilidad). El propio Estado francés ha organizado y fomentado un proceso de destrucción del campesinado en nombre de los principios, puramente cuantitativos, de rentabilidad / productividad, sin contemplar jamás la posibilidad de conservar explotaciones pequeñas o medianas que se habrían dedicado a producir calidad, a satisfacer las nuevas necesidades de alimentos artesanales y biológicos, a acoger familias urbanas. En términos más generales, es en el interior de cada Estado-nación donde se desarrolla un déficit democrático, con la privatización de los ciudadanos, a quienes se recluye en la vida privada mientras se les priva de los debates políticos en tomo a todos los problemas vitales. Debates que están reservados a los expertos. Bruselas ha prolongado y superburocratizado un proceso que no ha creado. La fuerza de la tecnoburocracia viene de que en todas las naciones la vida democrática y el pensamiento político se han debilitado. Pero al mismo tiempo, el futuro de Bruselas, si pasa por Maastricht, crea las condiciones de una reacción eilicar contra el predominio tecnoburocrático y abre la posibilidad de una opinión pública europea. El nuevo marco europeo, incluso a partir del mercado común de 1993, va a crear las condiciones para que los agricultores y los. trabajadores de los diferentes países de Europa puedan organizarse de manera confederativa. Al crear instituciones comunes y problemas comunes, Europa permite la constitución de una opinión pública europea que será la única capaz de controlar el aparúto tecnoburocrático. europeo. El nuevo marco europeo permitirá entonces superar y someter al agente que lo ha creado.
El marco que Maastricht, más allá de sus. disposiciones propias, dibuja, en el horizonte del milenio es el de la ciudadanía europea. Por eso, el votomunicipal de los que viven en Europa tiene un valor simbóli" co que excede con mucho a la minúscula incidencia práctica de su institución.
Añadamos que la constitución del marco cívico-político europeo ofrecería, por la vía de la arnionizaciónja posibilidad de abordar un gran número de reformas bloqueadas dentro de los marcos nacionales. Además, la formación de una opinion pública europea, con partidos y, sindicatos transnacionales, permitiría agilizar la vida política. Esto no es en absoluto una certeza, pero es una oportunidad que se nos ofrece.
¿Europa alemana? Éste es otro temor que han despertado la unificación alemana y, casi simultáneamente, la inversión económica alemana en los países del centro y del este de Europa, además de sus recientes iniciativas políticas en favor de las naciones de cultura germánica del antiguo imperio de los Habsburgo. ¿No se ha convertido Alemania en una potencia aplastante? ¿Y no es el temor al aplastamiento lo que ha inclinado el voto de los daneses hacia el rechazo a Maastricht?
Sí, Alemania se está convirtiendo en el centro de gravedad de Europa. Pero vale más para ella y para sus vecinosque esa potencia esté en el corazón de una Europa integrada a que se vea, de repente, suelta en una Europa desintegrada. Para ello hay que mantener la pareja fundadora franco-alemana y fortalecer sus vínculos, pero en el proceso mismo de constitución de una Europa policéi¡trica, y, así, la realización de esta Europa policéntrica sólo podría tener lugar dentro de la gran confederación que reuniría todas- las naciones disociadas desde 1945 hasta 1990.- La única y verdadera prevencion del eventual resurgimiento de un peligro alemán está en el desarrollo asociativo, el cual pasa necesariamente por Maastricht.
La idea de una Europa unida es, ante todo, una idea de paz, de solidaridad y de apertura. Tiene un origen cultural, humanista, universalista. Esbozada desde el inicio de las guerras entre las naciones europeas, se desarrolla en el siglo XIX en la idea de Victor Hugo de los Estados Unidos de Europa. Y es precisamente esta idea la qué resucita y se fortalece a raíz de la guerra mundial.
La vías unificadoras del mercado común y de la tecnoburocracia han sido los brazos que el río ha tenido que formar, en primer lugar, para contener la resistencia de las soberanías políticas absolutas y compensar el fracaso de la comunidad europea de defensa. Pero estos contornos siguen el curso del río. El mercado común y la tecnoburocpacia trabajan de hecho en su propia superación, puesto que han creado las condiciones para una Europa política, diplomática y militar. Este proceso nos lleva precisamente a Maastricht, donde se nos obliga a mirar de frente aquello que antes mirábamos de reojo: la superación de una confederación que, tal vez como la Confederación Helvética, se convierta progresivamente en federación.
La letra del tratado es ilegible, pero el texto es menos importante que el contexto histórico, es decir, el actual desencadenamiento de extraor dinarias fuerzas de dislocación y de ruptura.
La interpretación de los artículos del tratado puede suscitar, un sinfin de exégesis, pero el sentido del tratado resultará do la dinámica que él desencadene.
Las disposiciones desbloqueantes del tratado están unidas a dispositivos de bloqueo, pero la aceleración que debe provocar impediría que los frenos paralizaran el progreso.
El tratado no es ni una summa ni un evangelio. Jurídicamente, es un mal tratado, pero políticamente es un buen acontecimiento que sirve como catalizador y propulsor.
Como en toda apuesta, esevidente que en la apuesta europea hay riesgo. Lo quepodamos esperar de Europa depende de un despertar de vida democrática, de una concienciación ante los problemas gigantescos que se plantean hoy en día, de la formación de un proyecto civilizador renovado. No puede excluirse la cristaliza,ción de una Europa consagrada tan sólo al poder económico; además, la debilidad y la crisis del pensamiento político de izquierda, del que ha nacido el ideal europeo, hacen posible la degradación en una Europa cerrada y egocéntrica que pretendiera ser una enorme Suiza oronda en un mundo de miserias y tormentos.
Pero, habida cuenta de estos riesgos, la apuesta de Maas tricht, como la apuesta de Pascal, es, ante todo, una apuesta prudente. La apuesta por la asociación contra la disociación es una apuesta contra la barbarie y la muerte.Y por eso mismo, es una apuesta de fe: fe en el papel vital que desempeñará en lo sucesivo el principio asociativo a escala de nuestro continente, y también, por encima de él, a escala de nuestro planeta Tierra. Fe en los valores de solidaridad, de democracia, de libertad.
La opción de no apostar no protegería de nada. El repliegue total sobre el Estado-nación no eliminará la tempestad que levantan precisamente los rebrotes nacionalistas en un contexto de crisis planetaria.
Hoy en Europa se ha emprendida una carrera de velocidad entre los procesos de disociación y desintegración y los procesos de asociación e integración. El significado primordial y fundamental de Maastricht, que prevalece sobre todos los demás y los engloba, es asociación. Es la única resistencia posible contra esas rupturas extraordinarias que en algunos casos adoptan ya la forma de guerra, como esa guerra atroz en Yugoslavia entre naciones que tienen un interés vital en la unión. Es la única cristalización que podría inhibir los procesos de desintegración del este de Europa y que podría, en cambio, ampliar el proceso de asociación desde Occcidente hacia el Este.
El futuro es incierto. No pueden descartarse las peores hipótesis. Hay una crisis latente en Occidente; vemos cómo fermentan y se destapan frustraciones, ansiedades, malestares, búsquedas de culpables-chivos expiatorios. La crisis no se ha declarado; aún no podemos discernir su contorno y nadie podrá localizar aún su epicentro. Ya se han levantado ráfagas de viento muy cerca de nosotros. Por eso debemos construir el arca de Noé europea y, ya cerca de la alta mar del fin del milenio, preparar el barco para la tempestad.
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