El 'caso Naseiro' en el país de las garantías
El autor se felicita por la resolución del Tribunal Supremo en el caso Naseiro por su defensa a ultranza de los derechos fundamentales de la persona. Advierte que esta nueva vía de la jurisprudencia española es una apuesta fuerte porque exige un modelo totalmente distinto de la relación juez / policía.
A juzgar por la experiencia histórica y actual, podría decirse que la afirmación, tantas veces retórica, de las garantías tiene como referente -o suele darse en la proximidad de y/o- en relación con alguna singular manifestación de la miseria humana.Aquí el contrapunto sórdido del auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo no es el caso Manglano, sino el empeño y la poca imaginación que algunos y algún medio ponen en la empresa de tratar de montarlo. Y, sobre todo, la evidencia de la dificultad de perseguir cierto tipo de gravísimas actividades delincuentes; la constancia de que la desigual distribución de toda clase de recursos y de oportunidades sitúa el acceso al disfrute de cualquier derecho, por básico que sea, inevitable y objetivamente en el mercado. La lectura de la resolución, en esta perspectiva, sugiere algunas reflexione. La primera es que en ella se opta por un niodo de conducir el proceso penal, hasta ayer mismo sencillamente ideal y utópico. Y, desde luego, irrealizado, para empezar, en la jurisprudencia del propio alto tribunal. Una jurisprudencia frecuentemente contradictoria, como se sabe, pero, por lo general, coherente en su marcada inclinacióna hacer prevalecer las adquisiciones probatorias de matriz policial, en una cla ve abiertamente defensista. En particular, claro está, frente a las infracciones productoras de lo que se ha dado en llamar inseguridad ciudadana.
Por eso, de la forma de llevar la instrucción en el caso Naseiro no podría decirse, honradamente, nada distinto de lo que dice el propio auto que se comenta: que es de "elogiar, por ser ello de justicia, en cuanto a su precisión, equilibrio y razonabilidad".Y es que, en efecto, el juez Manglano actuó según estándares de legalidad que eran perfectamente corrientes y aceptables con forme al -desde hoy- ya viejo paradigina procesal. Obró seguramente lo mejor que podía hacerlo un juez sin policía judicial; desbordado por la complejidad y la gravedad inusual de un caso de mar cadas implicaciones políticas; aco sado -no siempre en la observan cia del deseable fair play- por los media; Y en un contexto de cultura jurídica usual en el que su modus operandi no tenía por qué encontrar sino avales. ¿Cuántas instrucciones mucho menos judicializadas, con interceptaciones telefónicas e interferencias diversas en la intimidad y dignidad de los afectados, no han acabado en sentencia condenatoria, confinnada por el Tribunal Supremo? Bastará recordar, a título de ejemplo, los miles de registros personales y domiciliarios, practicados por la policía sin fundamento de indicios -pues, como bien dice el auto, no lo son "la simple manifestación policial si no- va acompañada de algún otro dato o de algunos que pennitan al juez valorar la racionalidad" de la actuación-, que han servido de base a inculpaciones sin cuento.
Frutos democráticos
Por eso, estoy seguro de que si, desde ahora, se hace definitivamente cierto que cualquier forma de "prospección del comportamiento genérico de una o varias personas", llevada a cabo de manera que, afecte directamente a un derecho fundamental (como, la libertad o la dignidad), va a viciar de nulidad insubsanable las Ínformaciones así obtenidas y sus posibles derivaciones incluso el juez Manglano dará por bien sufridos todos los desvelos.
Y no habrá un juez con sensibilidad democrática que no se felicite al comprobar que el árbol de las garantías puede dar brotes incluso en una tierra previa y, se hubiera dicho que definitivamente, calcinada por la ley Corcuera. (¿Se entenderá ya en el Ministerio del Interior que en el proceso penal democrático vale más el camino que la posada? Que importa poco la existencia fisica de la droga en poder de los agentes, si se ha obtenido al margen de las reglas constitucionales del juego).
Ahora bien, pensando en el ciudadano medio, se impone, desde luego, algo más que una seria política informativa para evitar el riesgo de que la resolu cíón de la Sala Segunda sea per cibida como muestra de impunidad. Aunque aquí la impunidad no fuera de las que sin ninguna razón, estadística, la verdad tanto preocupan a ciertos secto res de opinión, cuando se trata de delitos más comunes.
El hecho de que en la alternativa eficacia represiva versus garantías el segundo de los términos haya ido a prevalecer de manera excepcional, y tratándose precisamente de un posible delito de clase (aunque sea de clase política), es algo que, por más artículos que se citen, sólo podrá explicarse y justificarse con un ejercicio de coherencia. Con la persistencia en una línea que, dígase lo que se diga, no es ni ha sido la habitual -en la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Y tampoco del Tribunal Constitucional o, cuando menos, de alguna de sus secciones.
La emprendida es una vía de exigencia que expresa una apuesta fuerte: porque demanda un modelo rigurosamente distinto de relaciones juez / policía; implica una prófundización en la exigencia de la motivación de las resoluciones limitadoras de derechos, un calibrado mucho más fino de las irregularidades procesales con relevancia constitucional. Apuesta que, inevitablemente, habrá de traducirse a corto plazo en un sensible incremento porcentual de la tasa de sentencias absolutorias. Pero que, de mantenerse con firmeza, y puesto que -desde aquí- el mal hacer policial / judicial resultará por fortuna definitivamente inútil, producirá el efecto bien deseable de reconducir aquellas prácticas al marco de la legalidad más exigente; relegitimando y dotando de nueva eficacia a la actividad represiva.
Ahora bien, si el auto de la Sala Segunda en el caso Naseiro quedara en algo así como un brindis alsol, arrancado por las habilidades de lo que el Abc llama "un escuadrón de catedráticos de derecho penal" al servicio de imputados de lujo, lo que puede ser una opción irreprochable -y valiente, además, si se está en la disposición de mantenerla y generafizarla-, quedaría mañana mismo degradada a un puro ejercicio de oportunismo ad hoc. De consecuencias irreparables.
Por cierto, y por último, habrá que decir que el aludido no es el único compromiso que demanda este episodio ejemplar. También el más calificado representante de los abogados de este país ha apostado fuerte en el juego. En su caso, en favor del derecho de defensa. Y si lo ha hecho, y con tal intensidad cuando el déficit de la garantía era, no diré irrelevante pero sí más bien simbólico, ¿no será legítimo exigirle una intervención, siquiera, igualmente militante y decidida en favor de tantos que padecen a diario la más cruda indefensión real?
No hace mucho que mostraba en estas mismas páginas mi preocupación por el que veía como "mal tiempo para los derechos". Celebraría infinito poder hablar, a partir de ahora, de "buen tiempo para las garantías", Y no necesariarriente -que ¡ojalá!- por una -imposible- reconversión global del sistema a tan viejos como inactuados principios; sino ya sólo por contar con la seguridad de que quienes tienen la más alta responsabilidad en lo jurisdiccional-penal están dispuestos a mantener para todos -contra viento y marea, que los habríael espíritu del auto del 18 de junio de 1992.
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