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Duendes en la galaxia Gutenherg

Cuando hace ahora 30 años publicó McLuhan La galaxia Gutenberg, y cuando por todo el mundo industrial se inauguraron oficialmente las, exequias por la cultura impresa, aquí en España empezaba a difundirse el libro de bolsillo, Extraña contradicción. Nuestra historia, tan proclive a los hiatos y a los anacronismos, nos concede a veces el privilegio de llegar vestidos de fiesta a los funerales y de riguroso luto a las parrandas. Pero esta vez nuestra impuntualidad histórica quiso que el -atuendo festivo resultase oportuno e incluso profético. Porque, visto a la distancia, La galaxia Gutenberg puede interpretarse como un homenaje secreto o negligente a la literatura. Leemos allí que la. imprenta impuso una manera lineal de percibir la realidad (y así, por ejemplo, una media de nailon, con sus rayas, y un libro, con sus líneas, están concebidos según el mismo patrón mental), en tanto que la galaxia eléctrica propone una percepción simultánea de la realidad (por ejemplo, el cubismo, el collage o los caligramas de Apollinaire). Y asegura McLuhan que la galaxia eléctrica está a punto de sustituir a la tipográfica. Para hacer extensiva la deducción al mundo de la costura, advierte también McLulían que el hoola-hoop supone la conversión secreta o inconsciente de la rueda en minifalda, y que como ésta la usan las tribus primitivas, el juego del aro en la cintura anuncia la vuelta irremediable a la sociedad tribal. A la larga, a mí me parece que lo que McLuhan ha demostrado es que todavía se pueden escribir buenas historias, y que el género apocalíptico está aún muy lejos de agotarse. Es más: la galaxia bibliográfica que ha generado su teoría ha contribuido a desmentir el pronóstico, y su! vaticinio ha sido algo así como intentar apagar el fuego con más leña.No deja de ser tampoco, si no una contradicción, sí al menos un sarcasmo, que fuese precisamente por esos años cuando muchos de nosotros comenzábamos a descubrir a ese ilustre difunto, que otros estaban ya enterrando con todo lujo de responsos. Eran los tiempos en que las aguas negras de la posguerra comenzaban ajuntarse con las turbias y prometedoras de la explosión urbana e industrial, de modo que, en efecto, fuimos muchos los que en aquellos años fronterizos saltamos en marcha de los viejos tiempos a los nuevos, como los forajidos que a caballo salteaban los trenes, sólo que aquí el botín era. en principio el bachiller y los idiomas. O, si se prefiere, la cultura, que ha sido al fin y al cabe, el mejor redentor de los burgueses de medio pelo desde la Enciclopedia a nuestros días.

Teníamos por esas fechas 18, o 24 años, y algunos más de 30, y andábamos siempre con sueño atrasado y con una desinformación intelectual que, a juzgar por la hambruna de las ilusiones y el estruendo de los ecos, empezaba ya a ser lo que ahora es: tardía y enciclopédica. Casi todos trabajábamos por el día en algún banco o casa de comercio, y al anochecer nos apresurábamos por pasajes y andenes hasta alcanzar un portal tenebroso y adentrarnos por él en las penumbras de la galaxia Gutenberg. Era aquélla, ni que decir tiene, la edad dorada de las academias nocturnas. Entonces había muchas, y por lo general estaban situadas en pisos viejos y laberínticos, a menudo interiores, que también a menudo servían de vivienda privada a los fundadores y dueños del emporio, y donde se impartían, además de las materias del bachiller, otras tales como mecanografía, taquigrafía, comercio, idiomas, electrónica e incluso corte y confección. No era extraño que, en esas condiciones, los profesores fuesen todos polifacéticos, que un abogado diese filosofía y latín, que las matemáticas corrieran a cargo de un administrador de fincas urbanas, que poseía además vastas nociones de otras ciencias afines, o que, sencillamente, la propia familia del propietario se repartiese entre sus miembros las asignaturas del programa. Sin embargo, a pesar de que todo parecía preparado para la confusión y el guirigay, lo primero que a uno le sorprendía al entrar al anochecer en aquellos recintos era la densidad sobrenatural del silencio, perturbado apenas por la apagada salmodia de algún profesor en trance magistral, la lejana granizada de los mecanógrafos o los crujidos lúgubres del entarimado, que de vez en cuando se ponía a sonar por su cuenta. No era raro sorprender, por alguna puerta entreabierta, escenas fugaces de la vida privada de los dueños: una familia cenando en silencio, un niño con chupete sentado insomne en un orinal, una mujer con bata acolchada o un hombre que, tras haber explicado con desgana a Platón, aparecía ahora en un salón de estar cortándose afanosamente las uñas de los pies. Quizá por eso, cuando algún tiempo después leí a Kafka, apenas me sorprendió que las oficinas judiciales se localizaran en lugares tan inverosímiles como un granero o un inmueble de vecinos perdido en el suburbio, o que el verdugo ejerciese su oficio en el cuarto de escobas de un gran banco. En una de esas academias, que de todo había en ellas, tuve yo la suerte de ir a dar con Gregorio Manuel Guerrero, uno de esos hombres sabios y anónimos que floreció nadie sabe cómo en el erial franquista, y que puso un poco de orden y sentido en nuestra animosa maraña intelectual.

Pero, de todas aquellas academias, recuerdo sobre todo una que quedaba por Fuencarral, en un piso segundo que daba a unos patios interiores donde nunca se oía nada salvo, en días de lluvia, un canalón ciego que vertía de lo alto. Todo era allí sucio y penumbroso. Una luz trémula de oratorio apenas se bastaba para poner en fuga la vaga perspectiva de unos corredores largos, de techos encumbrados y confin ominoso. El equívoco de los claroscuros, los espejismos del silencio, los recovecos y rincones: todo invitaba allí a la levedad y al devaneo. A la larga, aquel ambiente entre hospitalario y soporífero se me revela como una imagen exacta de la época. Más de un estudiante, rendido por una jornada laboral que había empezado con el amanecer, se quedaba dormido sobre el pupitre, mientras remotamente el profesor explicaba de Hegel lo único que al parecer había entendido de él: su oscuridad. Él soñaba con Hegel y el estudiante soñaba acaso con un automóvil, una muchacha y un domingo de sol. Hijos de la misma desdicha, parecían ambos representar los sueños monstruosos o líricos de la razón desvanecida.

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A veces me pregunto qué demonios aprenderíamos allí, de qué nos hablarían aquellos domines a los que malamente les llegaba el sueldo, la ciencia y la dignidad para sobrevivir, pero antes, y sobre todo, me pregunto cómo fue posible que en aquellas fatigas y penumbras surgiera un día en nosotros la idea esperanzada y milagrosa de un infinito laberinto en el que vivíamos sin siquiera saberlo. De niños, en la escuela, nos habían hecho aprender de memoria las ocho maravillas oficiales del mundo. Uno cogía carrerilla, comenzaba creo que por las pirámides de Egipto, pasaba por el Coloso de Rodas y los jardines colgantes de Semíremis y concluía, cómo no, en El Escorial. Y ahora, de pronto, vislumbrábamos por nuestra cuenta, y sin haber leído a Borges, una novena maravilla, al lado de la cual las obras juntas nos parecían un juego inocente de niños. Una noche descubríamos a Camus, otra noche a Nietzsche, otra a Faulkner, y luego a Darwin, y de pronto a Rulfo, a Kierkegaard y a Barthes. En plenas exequias por Gutenberg, habíamos deducido que, desde la invención de la imprenta a nuestros días, el hom-

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Luis Landero es escritor.

Duendes en la galaxia Gutenberg

Viene de la página anteriorbre (o, si se prefiere, la burguesía) había creado el prodigio de un laberinto de papel en el que ahora nosotros, famélicos y atónitos, empezábamos a internarnos. De repente, el mundo era una enorme biblioteca y había pasadizos que comunicaban los libros de mi casa con los que un colega tenía en la suya, y también había galerías en el tiempo que unían nuestros libros con los que tuvieron y frecuentaron Goethe o Victor Hugo. Todo eso sugeriría una trama inagotable de afinidades y agravios que nos inspiró la sospecha de que Nora, la heroína de lbsen, era en realidad la hija que tuvo Emma Bovary, la cual, a su vez, resultaba ser la abuela de Greta Garbo y de Molly Bloom, y reconocimos a Edipo por la inconfundible fatalidad con que, cegado esta vez por el sol, apretaba el gatillo de una pistola en una playa solitaria de Argel. Todo lo que se había escrito estaba unido por parentescos intrincados, y es de suponer que aquel fervor analógico nos presentaba de pronto el mundo a la luz de una cierta armonía misteriosa de la que nosotros formábamos parte, redimidos de golpe no por Dios, en el que ya no creíamos, sino por la galaxia de Gutenberg, divinidad en la que muchos empezaban también a no creer por esas mismas fechas.

Pero, para muchos más, para todos esos desheredados de la cultura como forma de medro y dignidad, la hipótesis de McLuhan, de haberla conocido, les hubiese resultado hiriente y anacrónica: la galaxia estaba ya socavada en España desde mucho antes, y no tanto, para nuestra desdicha, por las amenazas de la electricidad, como por la mera barbarie franquista, que nos obligó a soñar a Hegel desde la penumbra.

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