Humanidades
La reciente creación de facultades de Humanidades y, en particular, la creación dentro de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona de una facultad de esas características constituye, desde luego, un importante acontecimiento cultural y universitario. Se hace, pues, necesario, en la medida misma en que se alienta un proyecto tan esperanzador, reflexionar sobre lo que puede significar, hoy, ahora, el espacio de las humanidades.Es curioso que hoy se advierta, a veces, mayor sensibilidad sobre la urgencia de un interés renovado por los estudios humanísticos entre figuras y organismos relevantes del mundo de la tecnología o de las ciencias duras que entre los propios estudiosos del ámbito de las humanidades. Recientemente leí un informe de un alto organismo vinculado a la comunidad de los distintos politécnicos de Alemania en que se urgía a introducir asignaturas humanísticas (historia, ética, estudios relativos a culturas y mentalidades) en el terreno de los estudios técnicos, ya que éstos, dejados a su propio impulso hacia la superespecialización, corrían el riesgo de perder absolutamente de vista el referente real (humano, social, cultural) sobre el cual se ejercían. Incluso se señalaba que sólo asumiendo conocimientos humanísticos podría producirse, en el futuro, el verdadero despliegue de la técnica.
Constituye un contrasentido el hecho de que hoy, en nuestro país, esos estudios humanísticos se hallen en un proceso de dramático deterioro, de lo que dan testimonio los bajos índices que se requieren en las calificaciones de los estudiantes que ingresan en las facultades humanísticas. Rehabilitar ésos estudios es necesario cara al mundo del mañana, en el cual el factor cultural pesará cada día más. Que en Cataluña y en España ello ha sido tristemente descuidado, eso es un hecho escandaloso: las estadísticas lo enuncian a viva voz. Los niveles de cultura han descendido en los últimos años; los estudios corren el riesgo de degradarse más y más; la burocratización creciente de la cultura, estrangulada por burocracias políticas o por las burocracias de los mass-media y de las grandes editoriales, o por una Universidad cada vez más burocrática, contribuyen a ello. Ya es un sarcasmo que el relativo aumento de prosperidad económica del sector medio, o clase media, de nuestras comunidades (española, catalana) haya coincidido con un descenso en picado de los niveles de cultura.
Los índices de compra de libros han subido; los índices de lectura de libros han bajado: resultados que enuncian con voz de escándalo las encuestas.
Cada vez somos más ricos (por lo menos un amplio sector de clases medias). Pero también, como recientemente mostraban las encuestas de una revista (El Siglo), "cada día somos más burros" (sic). En este sentido una rehabilitación de las humanidades sería necesaria. Es en esta dirección en la que la creación de una nueva facultad de Humanidades, como la que se propone crear la Universidad Pompeu Fabra, puede contribuir a esa necesaria rehabilitación de estudios relativos al arte, a la historia, a la literatura y al pensamiento. Pues de esa contribución depende nuestro entendimiento de lo humano a partir del reconocimiento de la rica variedad de sus formas de expresión (históricas, artísticas, literarias, de pensamiento), evitándose así la amenaza y el triunfo de todas aquellas formas de barbarie (racista, xenófoba, etnocéntrica) que podrían configurar un mundo cada vez. más dividido y enfrentado por los abismos del reparto de la riqueza, o por los intercambios desiguales, o por las mutuas incomprensiones en relación a las diferencias de mentalidad, cultura, formas de expresión religiosa, formas políticas, etcétera. Un mundo, en suma, inhabitable e inhumano en el que la barbarie etnocéntrica y racial destruya el horizonte humanístico de un concepto ideal (pero no ilusorio) de comunidad humana.
Creo que ese universalismo humanista constituye la meta ideal de toda universitas. La Universidad, como su nombre sugiere, apunta hacia ese reconocimiento de lo humano en su forma universal. Pero eso exige atender la diferencia específica, y el valor propio irrenunciable, de cada una de sus expresiones en la variedad de culturas y mentalidades que la constituyen. Si ese reconocimiento no se produce se corre el riesgo de avanzar con vertiginosa rapidez a formas irreductibles de exclusivismo étnico, cultural o político que pueden hacer estallar, en una riada incontenible de violencia, este mundo amenazante que vivimos al final del segundo milenio (según el calendario cristiano). Y en relación a ello cabe una responsabilidad especial a las nuevas formas de Universidad que ahora, en el mundo de hoy, inician su singladura, y en particular a la facultad de humanidades. Esta debe ser, ante todo, una facultad atenta y sensible a este gravísimo problema de la relación con la alteridad y del reconocimiento de la diversidad de culturas y mentalidades. Pues sólo la aceptación metódica de esa diversidad puede conducir a formas de integración. Esa integración es la meta, nunca el punto de partida. Ya que siempre que se postula la unidad de lo humano (en relación a sus formas de expresión, a sus valores, a sus modos de producción, de civilización, etcétera) sin ese penoso trabajo de comunicación inter-cultural, se corre el tremendo riesgo de adoptar como criterio universal (ético, cultural, civilizatorio) el patrón particular que genera una determinada comunidad (por ejemplo, la comunidad europea y occidental; o bien la comunidad de países llamados "desarrollados", eufemismo con el que se nombra a la internacional del segmento de comunidad de sectores ricos de todas las sociedades).
Una facultad de humanidades debe ser un antídoto militante a las formas de xenofobia, racismo y exclusivismo cultural que tanta alarma nos producen en nuestras propias sociedades europeas y occidentales. Debe evitar, ciertamente, toda falsa idealización de otras culturas (como sucede en el concepto folclórico relativo a lo "oriental"), pero sobre todo debe prevenirse respecto a los más sutiles mecanismos idealizadores, de carácter eurocéntrico, propio de nuestro modo de afrontar las ciencias humanísticas.
Si hay un tema que parece gravitar sobre nosotros como el "gran tema de nuestro tiempo", tal es el tema relativo al reconocimiento de la alteridad. Alteridad sexual, étnica, cultural, mental. No es un tema estrictamente cultural, o de interés, exclusivo en el debate intelectual. Es un tema político de primer orden. 0 se orienta la atención y el ánimo hacia ese reconocimiento, o los viejos demonios del exclusivismo, bajo forma etnocéntrica y racista, devorarán todo posible horizonte de entendimiento entre los hombres. Pero reconocer la alteridad no es nada fácil. Y el primer paso para lograr ese reconocimiento consiste, pura y simplemente, en el conocimiento del otro. Si el "otro" es, por ejemplo, una determinada tradición cultural, o religiosa, o literaria, ese conocimiento exige, en gran medida, poner entre paréntesis muchos de los conceptos a través de los cuales hemos ido determinando nuestra propia identidad. Un
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Viene de la página anteriorsano relativismo cultural y una conciencia crítica de relaciona los propios presupuestos culturales constituye el necesario prólogo para la comprensión de lo ajeno. Pero así mismo, a partir de ese conocimiento y reconocimiento de lo ajeno, puede ser posible también volver a contemplar, con ojos distintos, nuestro propio mundo de cultura, nuestras propias sociedades, nuestra historia. Todo ello significa evitar a toda costa. el gran vicio de nuestras tradiciones humanísticas, que consistió, quizás ya desde la Edad Media y el Renacimiento, en universalizar lo específico de nuestra cultura cristiana y occidental, convirtiéndolo en el patrón desde, el cual se ordenaban y jerarquizaban (por ejemplo, a partir del siglo XIX, a través de pautas evolucionistas o historicistas) las distintas culturas y civilizaciones. Sólo desde ese relativismo metodológico, siempre alerta y vigilante en relación al vicio eurocéntrico, o a toda universalización falaz de pautas morales, políticas o culturales de nuestro mundo occidental a otras culturas y a otras mentalidades, sería posible avanzar poco a poco, hacia una verdadera universalidad, hacia un concepto verdaderamente ecuménico de lo humano.
Eso significa rectificar drásticamente categorías históricas, cronologías. ¿Qué sentido tiene universalizar una categoría como el trecento, apta para comprender la realidad italiana, pero carente de sentido en relación a la temporalidad que discurre en el mundo islámico, o en China, o en la India? ¿Por qué nuestras historias atribuyen una relevancia universal al renacimiento carolingio, minimizándose muchas veces el acontecimiento fundacional de la Hégira? ¿Por qué cuando se ha bla del siglo del renacimiento jamás se piensa en el surgimiento, en la India, de un imperio y" de un proyecto cultural de enorme vuelo como es el que instituye la dinastía mogol? ¿Por qué se privilegia el estudio de las iglesias católicas (o protestan tes) cuando se aborda el hecho religioso, tratándose de modo sumario religiones tan relevan tes, hoy como ayer, como son el hinduísmo, el islam suní, el shiísmo, el budismo, etcétera? Si queremos alcanzar un con cepto ecuménico de lo humano hemos de esforzarnos en modificar radicalmente los hábitos a través de los cuales examina mos las manifestaciones culturales de lo humano, tanto en el terreno del arte, de la literatura, de la religión, del pensamiento, como en el ámbito de la historia y de la política.
Creo que es reponsabilidad de una facultad de humanidades apuntar en esta dirección de convergencia entre culturas hacia unas ideas de universalidad, a partir, o desde, el reconocimiento, exigente y sin concesiones, de la alteridad en las distintas formas de manifestarse. Por poner un ejemplo: si partimos del supuesto de que toda filosofía es sólo filosofía relativa a lo que, desde el siglo XVIII, llamamos en Occidente ciencia y técnica, entonces es obvio que no posea interés alguno todo el conjunto de tratados Filosóficos en los cuales ese horizonte no está presente: nos perderemos así lo mejor y más valioso de las tradiciones de pensamiento del mundo del islam y de la India. Una cosa es la universalidad que pueden alcanzar ciertas formas de tecnología. Los logros agrícolas y ganaderos del neolítico nacido en Mesopotamia acabaron generando una verdadera civilización neolítica que rebasó, con mucho, su lugar de origen. Lo mismo ha sucedido con la revolución industrial, nacida sobre todo en Inglaterra. Pero esa universalidad de modos tecnológicos no determina ninguna universalidad específica de formas morales, culturales y de expresión relacionadas con los pueblos en los cuales surgen esas revoluciones técnicas. Cierto que el poder político hegemónico de aquellas sociedades o Estados que dominan o colonizan a otras determina la voluntad de imposición de sus propios esquemas de cultura (la religión cristiana en el nuevo mundo, por ejemplo; o el islam en gran parte de África). Pero ello no prejuzga sobre el valor (ético y civilizatorio) de esas formas hegemónicas de la cultura del poder. Tanto menos en un mundo como el nuestro, sujeto a toda suerte de cambios y reestructuraciones, y en el que no existe ningún foco único que pueda arrogarse el papel de fuerza hegemónica moral.
Vamos, creo, hacia un mundo que, en la mejor de las previsiones, será policéntrico, multiétnico y sesgado por las diferencias de mentalidad y cultura, pero en el cual se hace difícil localizar un solo foco de poder hegemónico (tanto en el terreno económico, político y social como en el ámbito de la cultura, del pensamiento y de las formas de expresión). Contribuir a las formas de entendimiento y reconocimiento de esa complejidad, en y desde sus propias formas diferentes, es, creo, la tarea principal, y la meta, ideal de una facultad de humanidades. Ya que para poder reconocer algo, primero hay que conocerlo. Es Preciso evitar a toda costa la barbarie, consistente en una percepción de lo ajeno a través de la pura proyección satanizada de nuestras más íntimas obsesiones negativas, y en la percepción falsamente' santificada de nosotros mismos (o de nuestra etnia, cultura o sociedad). La barbarie tiene como raíz la ignorancia radical relativa a lo humano, el no reconocimiento de sus ricas formas de expresión cultural, ética, artística, o de sus marcos mentales y sus producciones religiosas y filosóficas. Mantener ideas sumarías, o necios clichés, en relación a otras culturas y sociedades es siempre un índice de ignorancia e incompetencia que tiene su correlato en el abismo de ignorancia sobre la propia cultura santificada. En este sentido los estudios de humanidades deben contribuir a luchar de forma militante, contra esas formas de barbarie que hoy, poco a poco, se extienden por todas las sociedades, empezando por las más "desarrolladas". Es, creo, una forma de realizar alta política, genuino trabajo en relación a la civitas, a la polis, más allá del menudeo y mercadeo de la contabilidad política diaria.
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