No oyeron mal
"LO QUE no está en los autos no está en el mundo", dice un aforismo forense para expresar la independencia con que deben actuar los tribunales frente a cualquier influencia exterior en la toma de sus decisiones. En virtud *de este principio, el Tribunal Supremo ha decidido, por motivos que tienen que ver con cuestiones de procedimiento, dar como inexistente el caso Naseiro en el ámbito de la justicia. Pero es obvio, y no está al alcance de tribunal alguno impedirlo, que el caso Naseiro ha existido en la realidad y que las conversaciones telefónicas declaradas nulas procesalmente no son un invento ni una ficción.A lo largo de este proceso tan controvertido -por la personalidad. de los implicados y por el tipo de imputación referida a supuestas prácticas ilegales de financiación del Partido Popular-, los defensores de los implicados han insistido en que lo que estaba en juego era el Estado de derecho. Se referían con ello a las sospechas de irregularidades procesales que desde los prolegómenos de la instrucción han planeado sobre el caso. Es cierto. Pero también lo es que el Estado de derecho está en juego si, por razones infundadas o no suficientemente sólidas, se hurtan a la acción de la justicia hechos que pueden ser legalmente punibles, además de moralmente reprobables.
El Tribunal Supremo ha considerado que en el caso Naseiro el Estado de derecho ha estado más en peligro por lo primero que por lo segundo. Y de ahí que haya declarado nulas las escuchas telefónicas autorizadas por el juez Manglano y que haya negado validez probatoria a las cintas grabadas con las conversaciones de los implicados. Nada hay que objetar al posicionamiento doctrinal del Supremo: es obvio que en el Estado de derecho los procedimientos forman parte de sus contenidos y, si existen dudas fundadas de que aquéllos han sido conculcados, la situación siempre debe ser resuelta a favor del justiciable. Con ello también queda protegida la sociedad.
El Tribunal Supremo ha hecho gala en esta ocasión de un rigor garantista no habitual en la práctica judicial española. Todas sus observaciones sobre la forma de actuación judicial en los casos. de escuchas telefónicas -insuficiencia de las autorizaciones genéricas, control permanente de las diligencias policiales, nueva autorización si se detecta un delito diferente del que se estaba investigando, etcétera- constituyen una desautorización en toda regla a lo que es práctica habitual de la judicatura española en este terreno. Seguramente -y la doctrina meridianamente expuesta ahora por el Supremo en el caso Naseiro muestra que estaban equivocados- la generalidad de los jueces españoles han considerado que su tutela efectiva bastaba para alejar cualquier peligro de vulneración de los derechos de intimidad personal y del secreto de las conversaciones telefónicas, protegidos por la Constitución. El caso Naseiro ha podido tener, como ha considerado el Supremo, múltiples vulneraciones de derechos, pero ha gozado en todo momento de una garantía de la que, lamentablemente, no suelen disfrutar el común de los detenidos: el amparo directo del juez desde él inicio de la investigación policial.
El auto judicial demuestra, de otro lado, la distancia entre el tratamiento jurídico y el político de unos mismos hechos. La absurda pretensión de que sólo existe responsabilidad política cuando la jurídica que da establecida contribuye a aumentar el desconcierto de la opinión pública ante todo lo relacionado con la corrupción. Conviene por ello insistir en que los ciudadanos que escucharon las grabaciones de las con versaciones entre los tesoreros del PP y el concejal Palop no oyeron mal: efectivamente, hablaban de cómo conseguir dinero de los constructores a cambio de de cisiones administrativas. Las garantías establecidas por la ley contra eventuales abusos de poder -en relación a escuchas telefónicas, asistencia letrada, etcétera- constituyen una conquista de la convivencia en libertad, incluso si en ocasiones pueden ser utilizadas para rehuir la sanción. Pero los ciudadanos no oyeron mal: los ahora exculpados son políticamente responsables de prácticas merecedoras de la repulsa social.
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