Un espejismo colectivo
Desde el, principio de los años ochenta, la exigencia democrática ha sido muy fuerte en los países del Magreb central (Marruecos, Argelia, Túnez). Amplios sectores. de la población piden la transformación de los sistemas de poder y la creación de Estados de derecho. Pero los sistemas políticos siguen siendo autoritarios y el integrismo religioso desempeña un papel político cada día más importante, incluso como única alternativa radical frente a los poderes existentes. ¿Por qué?Principalmente por dos razones: el modo de inserción de las economías magrebíes en la distribución internacional de las riquezas y del trabajo, y, particularmente, las relaciones que resultan de ello con la Europa desarrollada, la naturaleza de los regirnenes de estas sociedades y las orientaciones e intereses de las fuerzas sociales que respaldan o se oponen a esos regírnenes.
Naturalmente, los sistemas de poder y las formaciones sociales de los tres países que constituyen el Magreb central no son, ni mucho menos, idénticas; no tienen la misma historia, ni el mismo tipo de estructuración social y, sobre todo, difieren respecto a sus relaciones con el entorno económico regional.
1. Marruecos, desde el principio de los cincuenta, ha elegido la vía de la inserción liberal en el sistema económico regional; desarrolla una industrialización de importación, de sustitución, sin olvidar el apoyo a las exportaciones; esta estrategia significaba claramente la, aceptación de la especialización impuesta por el centro. No era conflictiva y creaba las bases de una integración con más o menos éxito en el sistema económico europeo y euromediterráneo; implicaba, a la vez, el fortalecimiento de la burguesía maghzen, la formación de una clase obrera urbana y la sedimentación de una clase campesina proletarizada; el sistema monárquico desempeñaba, en todo ello, un papel de de equilibrio entre los intereses de las principales capas sociales dirigentes. La forma del poder es de tipo sultánico, es decir, que el soberano condiciona todo el sistema político y gobierna merced a una estrategia de clientelismo muy élaborada.
El papel atribuido al capital marroquí se explica por varias razones. Sólo recordaré una: las políticas de ajuste estructural inspiradas por el FMI acarrean una reducción masiva de las inversiones públicas, con el fin de sanear los déficit presupuestarios. El Estado deja de comprometerse, el mercado tiende a volverse cada día más autónomo, las clases y grupos sociales desarrollan sus intereses como unas tijeras que se abrieran ampliamente. De ahí una tensión social que alcanza todo el sistema de dominación. Las explosiones del hambre sólo son aquí manifestaciones aparentes y violentas de un sistema que se diferencia muy rápidamente; la marginación social y el empobrecimiento son muchas veces el eco al revés del enriquecimiento de los grupos sociales dirigentes.
2. Argelia en los años sesenta, por la forma radical de su lucha de liberación nacional, escogió un modelo de desarrollo industrial muy diferente del de Marruecos. No fue la extraversión de la economía la que fue privilegiada, sino la introversión tecnológica con vistas a la creación de un amplio sector industrial con alta composición de capital; la eficacia de este sector había de fomentar poco a poco la industrialización por racimos de todo el tejido productivo argelino.
Esta estrategia, llamada "de industrias industrializadoras", implicaba a la fuerza una relación conflictiva y hasta una ruptura temporal con el entorno económico regional. Estaba sostenida, no por una plusvalía nacional, sino por la renta energética que sirvió a la vez para financiar los grandes proyectos industriales y asegurar una estabilidad relativa del Estado por medio de políticas públicas dirigidas hacía las capas obreras y las nuevas capas medias de las ciudades. De ahí el antiimperialismo argelino de los años sesenta y setenta.
Pero esta estrategia sólo se desviaba de la dependencia económica para caer de nuevo en otra grande: la dependencia tecnológica, financiera (deuda exterior en 1988: 26.100 millones de dólares) y hasta alimenticia, ya que la agricultura queda totalmente abandonada en ese esquema. Habrán bastado unos 10 años para que los límites de este modelo estallen a todas luces. Naturalmente, el sistema político dominante era fundamentalmente autocrático: el régimen argelino era una especie de neoestalinismo local sin las aberraciones de Moscú.
3. Túnez puso en práctica, desde comienzos de los sesenta, a la vez el modelo marroquí y argelino. Por paradójico que parezca, este país es el más industrializado del Magreb central; también es el más urbanizado (el 54,3% de la población, mientras que el 48% es para Marruecos y el 51,7% para Argelia). Pero el modelo de desarrollo fue orientado, como en Marruecos, hacia la exportación de productos, manufacturados, desempeñando el Estado un papel esencial en las inversiones en el sector de las exportaciones. La crisis de los ochenta, como en Marruecos y en Argelia, generó el retracto del Estado y, correlativamente, el llamamiento al sector privado. La nueva política industrial opta por dos orientaciones principales; por un lado, la privatización, y por el otro, la instigación a la exportación. Consecuencia inmediata: los ingresos dirigidos hacia las actividades cuyos productos se relacionan con el consumo interior bajaron drásticamente. De ahí una situación social muy difícil. La deuda exterior, estimada en 6.900 millones. de dólares en 1989, fue sancionada por unas políticas de ajuste estructural bajo la presión del FMI, que, como siempre, castiga especialmente a las capas pobres.
El sistema político tunecino, como el marroquí y el argelino, es también autoritario. La dominacion casi monarquica del presidente Burguiba desde la independencia ha sido sólo moderada por un multipartidismo formal. El antiguo partido único no ha sido, hasta hoy en día, desalojado del poder; la deposición de Burguiba por el general Ben Alí, nuevo presidente de la República, fue más la manifestación de una crisis de dirección del bloque en el poder que un cambio radical de política.
A pesar de las diferencias históricas, estructurales y de las diversas estrategias económicas en cada uno de esos países, muchas características comunes condicionan el problema práctico de la difícil transición hacia la democracia. Relacionaré estas características bajo tres rúbricas:
Primero, estos tres países vieron formarse, desde los años sesenta un sistema social global interiormente dividido entre, de un lado, capas y clases sociales integradas en el sistema productivo y de reproducción y, del otro lado, la emergencia de un amplio campo de marginalidad social; se trata aquí de un proceso muy importante, y muy parecido a lo que pasó en América Latina y en el África negra. Proceso de dualización azotado por el crecimiento demográfico y que se resume en la incapacidad del mercado interior del trabajo de integrar amplios sectores de la población. Dos sociedades se arrostran en el mismo conjunto social: los que pertenecen más o menos al sistema social y los excluidos.
En segundo lugar, las formas de contestación del sistema político, de los grupos en el poder, de las estrategias de desarrollo, están condicionadas por esa ruptura estructural e intrínseca de la sociedad. Si la contestación radical es encarnada por el integrismo religioso, el fundamentalismo islámico, es precisamente porque éste representa otro mundo, otra vida -altemativa social o, por decirlo con más precisión, alternativa societal, oposición total frente a la sociedad integrada- En este sentido, la potencia del integrismo religioso no proviene de que él defienda un islam heredado por la modernidad ni de que encarne una reacción primitiva antioccidental, sino más bien de que la ideología religiosa parece, para capas sociales excluidas de la sociedad, como la única referencia cultural que pueda legitimar sus derechos en un sistema que les niega como seres sociales.
En tercer lugar: esta dualización y la contestación radical que resulta de ella hacen que el surgimiento de Estado de derecho, de sistemas democráticos en el sentido occidental sea muy difícil, si no improbable, en un futuro más o menos próximo. Pues el sistema resulta intrínsecamente desgarrado entre, de un lado, el autoritarismo de las capas dirigentes, el liberalismo cultural de las capas socialmente privilegiadas, y, del otro lado, el radicalismo, a menudo fanático, de los excluidos. Los sistemas políticos de dominación son autoritarios porque las fuerzas sociales que les respaldan son sociológicamente débiles. Las fuerzas democráticas, en el sentido moderno de la palabra, especialmente las que, en estos últimos años, se movilizaron en tomo a reivindicaciones civilistas y jurídicas, están atenazadas por esta contradicción y eligen, en general, el apoyo a regímenes autoritarios existentes frente a la amenaza absolutista del campo de marginalidad.
En este contexto la democracia sigue siendo un voto piadoso; la evolución de esos sistemas políticos, por su modo de inserción en la economía internacional y por la naturaleza de las capas sociales dirigentes, no puede más que oscilar entre formas de dominación autoritarias e intentos extremadamente frágiles de ensanche democrático. Por eso, todo indica que la democracia, entendida como medio de integración de todas las categorías de la población, será para mucho tiempo un espejismo que los poseedores del poder harán brillar para un porvenir incierto y una ilusión para los excluidos y los nuevos condenados de la tierra.
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