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En el teatro de operaciones

Enrique Gil Calvo

Ahora que ya se han digerido los contrapuestos balances de la huelga general, puede resultar conveniente analizarla con más calma, sin que los argumentos tengan que ser entendidos como armas favorables a uno u otro bando (tal como inevitablemente sucedía antes del 28-M). Y para ello comenzaré por discutir una cuestión formal (la planteada por los piquetes informativos, entendida esta información en el sentido del periodismo amarillo), para centrarme después en el fondo sustancial del asunto, tratando de explicar la compulsiva necesidad de enfrentarse que parece animar tanto a las centrales como al Gobierno.Poca duda cabe acerca de que una huelga general no puede plantearse sin una previa movilización de todos los reservistas, a los que se dispone para impedir que abran las cocheras, las estaciones, los quioscos, los bares, los mercados y las tiendas. Así lo entendió el Gobierno, y en consecuencia, movilizó a su vez a sus propios reservistas, a fin de impedir la acción de los piquetes de huelga: lo que consiguió en buena medida, aunque no en la suficiente como para evitar que el pequeño comercio, por pura prevención física, se sumase involuntariamente a la huelga. Si el Gobierno hubiese anunciado su propia movilización, posiblemente muchos tenderos, sintiéndose más seguros, hubiesen corrido el riesgo de abrir sus puertas. Pero si la movilización policial hubiese estado previamente anunciada, muy probablemente los sindicatos no se hubiesen dejado coger por sorpresa y habrían modificado su táctica en consecuencia (como, ya sobre aviso, harán en octubre con la huelga anunciada).

¿Qué decir de la coacción sindical (tan legítima para ellos como la santa coacción para los militantes del Opus Dei) que se ven obligados a emplear los piquetes si quieren que triunfe la huelga? A un sindicalista, esta coacción le parece legítima porque emplea un cálculo basado tanto en la ética de las consecuencias (el fin justifica los medios) como en la de las convicciones (la causa sindical es más justa que la causa patronal o gubernamental). Pero al ciudadano de a pie (sea un tendero o un cliente), esa coacción le parece tan ilegítima como al recluta obligado a hacer la mili a la fuerza, sin poder alegar objeción de conciencia. ¿Qué mejor paralelo, dada la común estrategia movilizadora de ejércitos y centrales sindicales?

¿Se debe prohibir la coacción de los piquetes en la futura ley de huelga? Sostengo que no, pues creo, por el contrario, que hay casos en que la coacción sindical sí es plenamente legítima: y ello aunque en principio, abstractamente, no lo sea. Como sabemos por el dilema del free rider (o esquirol), de Mancur Olson, la acción colectiva sólo es posible si a los actores individuales que han de protagonizarla se les suministran incentivos selectivos capaces de estimularla: e incentivos tanto positivos (privilegios otorgados en exclusiva a quienes participen en la acción colectiva) como negativos (amenazas de castigo para quienes no participen en ella). Pues bien, toda huelga plantea directamente este dilema del esquirol: lo racional para los individuos es no sumarse a la huelga y esperar a que sí lo hagan los demás, pues si los huelguistas triunfan, todos se verán beneficiados por las mejoras conquistadas por la huelga, hayan participado o no en ella. Por tanto, el éxito de la huelga depende de la medida en que se impida la abstención del esquirol: ésta es la mejor justificación racional de la necesidad de los piquetes de huelga, encargados de ejercer la coacción (incentivos negativos) contra los potenciales esquiroles que amenacen el éxito de la huelga.

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¿Cómo compaginar este resultado concreto (legitimidad del piquete coactivo contra esquiroles potenciales) con el principio abstracto antes enunciado (legitimidad de la coacción :Física contra los demás)? Conviene distinguir entre aquellos miembros del colectivo que sí se beneficiarán del éxito de la huelga (cobrando, por ejemplo, las alzas salariales que se consigan) y aquellos otros terceros afectados que no se beneficiarían en ningún caso de ella (por ejemplo, los clientes o usuarios del centro de trabajo que se declara en huelga): sí es legítimo coaccionar a los futuros beneficiarios de la acción colectiva (siendo la coacción proporcional al futuro beneficio que alcanzarán), pero nunca puede serlo coaccionar a los demás, que en todo caso se verán excluidos de los beneficios derivados de la huelga. Esto quiere decir, a efectos prácticos, que los piquetes (como los daños o lesiones causados por la huelga) sólo son legítimos cuando afectan a los miembros de la colectividad en huelga, pero nunca en el caso de una huelga general (donde no hay beneficiarios colectivos de su éxito, al menos en democracia) ni en el caso de amenazas, daños o lesiones contra terceros (clientes, usuarios o simples ciudadanos).

Por lo que hace a la compulsión hacia el enfrentamiento, que incapacita para alcanzar acuerdos de concertación social, ¿qué decir de este sindicalismo del no, como ha sido bautizado desde el Gobierno? En realidad, las centrales sindicales españolas no tienen otra opción más que el radicalismo retórico, sólo expresable a través de gestos como la huelga general (con independencia de que luego acepten tácitamente los resultados ex post, como si de hecho asumiesen implícitamente una concertación no escrita). En efecto, desde los Pactos de La Moncloa hasta 1985 sí resultó posible llegar a firmar grandes pactos sociales de concertación: y ello porque así lo justificaba tanto la necesidad de consolidar la democracia (pues la conflictividad social amenazaba desestabilizar el éxito de la transición) como la propia existencia de una insuperable crisis económica internacional, que exigía apretarse el cinturón por parte de todos los actores socia les. Pero tras 1985, esta situación se modificó. La democracia quedó definitivamente con solidada (mediante el refrendo de la mayoría absoluta socialista), y tras la salida de la crisis comenzó a crearse empleo ininterrumpidamente hasta 1989: y en tales condiciones, ya no resultaba posible justificar la firma de pactos sociales, que sonaban a entreguismo, rendición o soborno. Comisiones Obreras se negó a firmar el Acuerdo Económico y Social (AES), y pronto UGT vio que si mantenía su política de pactos con el PSOE en el Gobierno perdería inexorablemente las elecciones sindicales.

En consecuencia, se inició una nueva etapa donde ambas centrales competían electoralmente por ver cuál era la que hacía menos concesiones al Gobierno y cuál la que demostraba mayor animadversión hacia éste: y aquí es donde logró afianzarse UGT, pues su oposición al Gobierno parecía más auténtica, sincera, dolorosa y dramática (dado que costaba la ruptura de hondos vínculos de camaradería), mientras que la de Comisiones resultaba mucho más oportunista, artificial y mecánica (al venir obligada por su obediencia originaria). Pero ¿por qué han de competir las centrales por ver quién concierta menos y quién concierta más? Pues porque, como para dar la razón a Goldthorpe (que relaciona la capacidad de concertación con la unificación de los sindicatos y con la influencia de las centrales sobre sus ba-

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ses en los centros de trabajo), los sindicatos españoles se hallan situados entre la espada y la pared (según metáfora de Fermín Bouza): la espada de tener que competir electoralmente entre ellos y la pared de la incomprensión de las bases no afiliadas, que los desprecian y descalifican por vendidos y pactistas, y que en cuanto surge otra alternativa verbalmente más radical enseguida les vuelven la espalda (el paradigma es la Plataforma de la EMT madrileña). El único discurso sindical que vende entre las clases trabajadoras españolas es el radical que lo quiere todo, aquí y ahora. Siendo esto así, ¿cómo sorprenderse de que las dos grandes centrales compitan por ver quién se muestra retóricamente más radical (es decir, más antigubernamental)?

Entonces, la pregunta es: ¿por qué el Gobierno, que parece tan inteligente, no advirtió este cambio de escenario, y por qué no modificó su estrategia a partir de 1986, cuando quedó claro que las centrales sindicales ya no podrían seguir pactando como antes, pues su competencia interna y sus bases impacientes ya no se lo iban a seguir permitiendo tan fácilmente? La respuesta de Juan Urrutia (La estrategia de la araña, EL PAÍS, 26 de mayo de 1992, página 14) es: porque puede; es decir, porque al Gobierno no le cuesta nada soportar la oposición sindical. Lo cual parece cierto mientras continúe la impotencia del PP. Pero si bien no le cuesta nada al Gobierno, tampoco está tan claro que le interese: ¿qué sale ganando el Gobierno al provocar o permitir la oposición sindical? Mi hipótesis es la siguiente: al Gobierno le interesa seguir alimentando el antigubernamentalismo de las centrales sindicales a fin de que éstas no pierdan la escasa influencia de la que todavía disponen sobre sus bases, pues sólo así se alcanzarán pactos sociales no escritos, pero tácitamente aceptados (ya que los explícitos resultan hoy por hoy inalcanzables). Y para que a ninguna de las partes se le vea la pluma ni el plumero del pacto, ¿qué mejor escenario estratégico que la huelga general, como representativo teatro de operaciones.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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