Un chato de vino por una peseta
Cuando desayunaba el otro día en un bar cerca de mi casa, el chaval que suele servirme café y churros me preguntó que cuánto tiempo llevaba en España. "Más que tú", le contesté, con lo cual los dos nos reímos un poco.Es cierto: han pasado exactamente 30 años desde que fijé mi residencia en .la ciudad que un escritor norteamericano llamó, no sé por qué, "la capital del mundo". En aquel entonces yo, un joven imberbe con algunos dólares, no tenía otra meta que ver corridas de toros y beber vino. Cosas asequibles: en 1962 el chato costaba una peseta.
Claro que podría haber fijado mi residencia en algún otro lugar de la Península -Barcelona o Sevilla, por ejemplo-, como han hecho algunos amigos extranjeros. Pero entonces no compartiría los prejuicios que los madrileños tenemos hacia los residentes en comunidades periféricas.
Naturalmente, Madrid ha cambiado en esos 30 años. Entonces era muy aburrida -como lo era el hombre que gobernaba el país-, pero eso formaba parte de su encanto: todavía era poco más que un pueblo grande. Ahora es todo menos aburrida.
En esos seis lustros he visto desaparecer muchos lugares entrañables. Por las tardes solía escribir en el Antiguo Café del Levante, en la Puerta del Sol, casa fundada en 1854; ahora es una zapatería. En otro café enfrente, también desaparecido, había un pequeño escenario donde actuaban Olga Ramos y otras dos señoritas, para goce de los ancianos. El nombre de la vedette estaba pintado en amarillo en el escaparate del establecimiento, cual calamares en su tinta.
Ya no está Tan-Tan, de la calle de la Cruz, donde se comía barato y bien; y. las taquillas de Las Ventas en la calle de la Victoria son ahora una compañía de mensajeros. (¡Mensajeros! En aquel entonces, cuando todavía funcionaba Correos, existía la profesión de botones y en todo caso nadie en Madrid tenía prisa). La otra taquilla, la de Vista Alegre, tampoco existe, igual que aquella simpática plaza.
,Conocí un Madrid de bulevares, en uno de los cuales, el de Menéndez Pelayo, luces de gas eran encendidas al atardecer; ahora esos bulevares son autopistas. Por todo esto, a veces pesa la ciudad, y, aun siendo un hombre de cemento, me gustaría pasar más tiempo fuera de ella.
Pero jamás la abandonaría. Madrid forma parte de mí: aquí tengo amigos, aquí nació mi hijo, mi vida está aquí. Lo poco que he trabajado en la vida -pronto adopté aquel desprecio madrileño por el trabajo- ha sido en Madrid, y hubo una época, reciente, en que ganaba los garbanzos informando sobre las corridas: ¡me pagaban por ir a los toros!
Cuando blasfemo, accion espontánea, blasfemo en castellano, el mejor idioma del mundo para tacos, y utilizo los aprendidos en Madrid. Muy pronto aprendí-también cómo contestar cuando un amigo te pide un favor, incluso antes de que te lo explique, contestación netamente de los Madriles y que se da poco, desde luego, en otras capitales y, comunidades autónomas: "¡Eso está hecho!".
Por todo esto, gracias, Madrid.
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