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La segunda muerte de los faraones

Asistimos a un progresivo e irreversible deterioro de los grandes monumentos del antiguo Egipto

Hablaba hace dos semanas de los avatares de la reina Nefertari en su tumba de Set Neferú. Esperemos que la publicidad que reciben los trabajos de restauración no degenere en una leyenda que actúe en menoscabo de su definitiva supervivencia. Los grandes monumentos del pasado acaban pagando a un precio muy alto la fama promovida por la voracidad de los mass media. Recuérdese lo que le ha cóstado a la memoriabilia de Tutankamón el haberse convertido en jovencito estrella del País del Nilo.En el mejor de los casos, la banalización absoluta de su imagen, desacreditada en provecho de las infinitas trampas del kitsch; en el peor, el deterioro físico de su legado. Un promedio de millón y medio de visitantes al año para un espacio de 20 metros cuadrados no pronostica un futuro halagüeño. Ya deprime, de por sí, el presente. Pudimos constatarlo, a tumba cerrada, mientras un aspirosicrómetro, comprobaba la humedad ambiental con vistas a un próximo trabajo de restauración. Desde su cierre al público, y con sólo cinco personas en su interior, la tumba registraba un 20% de humedad; en los periodos en que permanece abierta y sometida al incesante vaivén de los grupos turísticos, llega a alcanzar un 90%.

Los miles de visitantes diarios levantan a su paso una cantidad de polvo suficiente para ir desgastando unas pinturas cuya conservación se debía a la estabilidad atmosférica derivada de su clausura milenaria. El problema de esta polvareda criminal es particularmente cierto en el caso de la tumba de Sethi I, y ya se había referido, a él su descubridor Giovanni Battista Belzoni, si bien añadiéndole unos cuantos elementos terroríficos muy al gusto de la época y que hoy no vienen a cuento. Conviene destacar, empero, las emanaciones de aliento y sudor, así como los irreverentes flashes de las cámaras fotográficas y los aparatejos de vídeo doméstico (la prohibición de utilizarlos suele salvarse con una simple propina).

Sagrarios profanados

Numerosas causas naturales agravan los problemas antes citados. Fenómenos como la fisuración de las rocas sedentarias, la huella de algunos movimientos sísmicos y sobre todo la evaporización de sales marítimas, resultante del estado inicial de la montaña tebana en épocas prehistóricas, cuando era un gigantesco mar. Tampoco debemos descartar los aspectos más vulnerables de los materiales que utilizaban los artesanos egipcios. Se trata de una fragilidad relativa, pues el hecho es que han sobrevivido durante 3.000 años, pero no hay que olvidar que las pinturas fueron realizadas en su mayor parte sobre un mortero muy sensitivo, aplicado con agua, enemigo mortal que activa las sales acumuladas en la roca.El examen de la tumba de Tutankamón no coge por sorpresa, pero sí preocupa por cuanto es la última descubierta en el Valle de los Reyes y la que ha permanecido más tiempo cerrada. Otras ya estaban abiertas desde la época de la colonización griega, fueron continuamente visitadas por los viajeros romanos y sirvieron de refugio a los eremitas cristianos. En su mayor parte habían sido saqueadas desde hacía muchas generaciones. No hubo que esperar al declive de la civilización faraónica. La profanación de tumbas es tan antigua como la construcción de las mismas. Bajo el reinado de Ramses VI tuvo lugar en Tebas un proceso en el que se vio involucrado el alcalde de la ciudad. Todavía ba o los ramesidas, los sacerdotes de Amón viéronse obligados a preservar los restos de sus grandes monarcas del pasado, ya que no sus tesoros. Es de sobras conocida la anécdota de las 40 momias reales amontonadas a toda prisa en una cueva que, al ser descubierta por los hombres de Maspero en 1891, recibiría el nombre de escondite real de Deir el Bahari. No era el único de este tipo, aunque sí el más famoso a causa de las intrigas que confluían en su descubrimiento, incluyendo a una célebre familia del poblado de Kurna. Como sea que he tratado el tema en mi última novela, el lector me permitirá que lo obvie en la presente ocasión.

En los viajeros del periodo clásico, algunos autores han querido ver una especie de movimiento turístico avant-la-letire.

Se trata a mi juicio de una figura retórica, no exenta de brillantez, pero que sólo sirve para apartarnos del verdadero problema: por numerosos que llegasen a ser los visitantes de la antigüedad, no sumarían los que en una sola semana pueden aportar los tour operators actuales. Tutankamón servirá una vez más de ejemplo. Si Egipto recibe un millón y medio de turistas anuales, es lícito suponer que casi todos visitarán su tumba y su tesoro, aunque no visiten otro monumento en el Valle del Nilo. Se trata de una sepultura gafada: desde que fue abierta al público, entre 18 y 20 millones de personas habrán traspasado su umbral, por demás modesto.

La moda de las egyptièries dominó todo el siglo XIX, satisfaciendo en muy distintos frentes el gusto por el pintoresquismo. La voracidad de los mercados occidentales dio empleo a numerosos depredadores cultos, oficio libremente permitido por Mehemed Alí y que prosperó en Luxor, alcanzando dimensiones escandalosas y favoreciendo la salida de Egipto de gran parte de su legado histórico-cultural. Por otro lado, los pioneros de la arqueología no fueron tan cuidadosos como era de desear. Buscando ante todo el gran descubrimiento destruían pistas de incalculablevalor informativo.

Ni siquiera el eminente Auguste Mariette se libra de acusaciones y es legendario el caso del citado Belzoni, aquel forzudo de circo que, al convertirse en traficante de antigüedades y después en egiptologo neofito, no vacilaba en utilizar los métodos más violentos para derribar muros cuyas inscripciones contenían datos de incomparable interés para los estudiosos del futuro. Y aunque su descubrimiento de la tumba de Sethi I y el copiado de sus pinturas constituyen grandes hitos de la historia de la arqueología incipiente, no los protegió con los cuidados y precauciones que cualquier egiptólogo contemporáneo consideraría elementales.

La invasión de las masas

En mis últimos viajes a Egipto había decidido no regresar a esta tumba, considerada como la obra maestra del Valle de los Reyes. Recorrerla mezclado entre grupos vociferantes de turistas es más de lo que mi paciencia puede soportar (y debo decir que, a estas alturas, ya soporta muy poco). Gracias al cierre oficial pudimos efectuar una visita privada, que bastó para comprobar, detalle a detalle, los estragos producidos en en ella los últimos años. Tanto Belzoni como su esposa contaron maravillas del colorido de las pinturas, colorido que, hoy, ya es sólo un vago recuerdo del que fue. Lo mismo cabe decir de los dos arpistas que adornan la tumba de Rainses IV y que Bruce describía todavía como una de las maravillas de la pintura tebana.Hasta aquí me he referido única y someramente a los daños que el turismo de masas efectúa en la conservación de los monumentos.

Sin embargo, su presencia actúa contra otros valores fundamentales, concernientes a la aproximación espiritual que todo viaje a Tebas comporta. Tratándose de parajes cuya utilización nace de concepciones místicas profundamente arraigadas en el alma egipcia, no es extraño que el imperativo de la soledad vuelva a exigir un lugar prioritario en mis necesidades.

Si hay algo que el significado esencial del Valle de los Reyes rechaza rotundamente es el aparcamiento de autocares, el mercadillo de souvenirs y la flamante carretera que, desde las colinas de Dra Abu el Naga, rompe de manera escandalosa la solemnidad que era privilegio y exigencia de la zona. Su entera geografía ha sido alterada a fin de albergar el mayor número de visitantes: ha desaparecido el muro de roca que, desde la antigüedad, protegía del exterior a las sepulturas reales y, al mismo tiempo, convertía a la necrópolis en un ultramundo hermético e invulnerable. En las condiciones actuales, recuerdo con rabia y nostalgia la inolvidable impresión de una primera visita, allá en 1968, cuando el valle apareció ante mis ojos como una revelación que escapaba a todas las leyes del tiempo, suspendiéndolo en un instante inamovible, eterno.

La ciudad de los obreros

En un libro reciente (La grande Nubiade), esa primerísima dama de la egiptología que es Christiane Desroches Noblecourt ha expresado los incomparables sentimientos que yo me limito a esbozar: "Tous ceux que ont vécu sur les chantiers de fouilles ont ressenti cette impression extraordinaire d'être en dehors du temps...". (Hace años, en su famoso libro sobre Tutankamón, la misma autora expresaba un sentimiento parecido al contemplar, en la faluca que la llevaba de Luxor a la orilla de los muertos, a uno de estos jóvenes tebanos que diríanse arrancados de las antiguas pinturas. Ninguno de los grandes viajeros europeos, desde Flaubert a Loti, desde Champollion a Florence Nightingale, consiguieron escapar a estas sensaciones únicas de identificación con un pasado remoto ... ).La necrópolis de Kurna, conocida como el Valle de los Nobles, también ha sufrido en los últimos 10 años cambios importantes, que no se deben sólo a los avances del progreso, sino, una vez más, a las exigencias de la industria turística y las necesidades de la población de medrar urgentemente a su socaire. Con la inconfundible silueta de sus casitas de adobe emergiendo de las tumbas abiertas en la roca, Kurna ofreció siempre una suerte de morbosa fascinación. Por un lado, aparecía la magnificencia de las tumbas civiles -Sennefer, Mena, Nakht, Ramose.-; por el otro, el empecinamiento de los vivos en continuar desarrollando su vida desde el seno de la muerte. Durante generaciones, las principales familias gurnesas habían vivido del pillaje utilizando informaciones y claves que se transmitían de padres a hijos. La necesidad de supervivencia decreta hoy otras leyes y entre las tumbas aparecen chiringuitos, fábricas de alabastro y tenderetes de souvenirs, con las consiguientes concesiones a la vulgaridad y atestando un definitivo golpe de gracia a la genuina artesanía popular.

La tendencia a convertir a la antigüedad en proyectos de Luna Park en miniatura es inevitable y hace pronosticar lo peor para lugares que, hasta ahora, dístinguíanse por su rigurosa severidad. Es una amenaza que empieza a cernirse sobre Deir el Medina, auténtico paraíso del paseante solitario y el aficionado a la investigación. El nombre árabe, derivado de la iglesia que construyeron los cristianos en las ruinas de un templo ptolemaico, disimula la verdadera identidad de la zona. En tiempos antiguos recibía, entre otros nombres, el de Sede de los Servidores de la Verdad; tratábase del poblado donde residían los obreros y artesanos que trabajaban en las necrópolis.

Otras atracciones

Constituye uno de los escasos ejemplos de núcleo urbano que se conserva del periodo faraónico y es, en su estructura, un recinto amurallado con las viviendas agrupadas alrededor e la calle principal. En la roca se hallan las tumbas de algunos artesanos y sus familiares.Hasta hace poco tiempo los guías egipcios se negaban a desviarse hasta esta zona, dejándola al mimo de las minorías más selectas. En la actualidad el cierre de las tumbas de Sethi I, Ramses VI y Tutankamón obliga a buscar otras atracciones a cualquier precio.

La concentración de turistas en las tumbas de Senedjmen, Pached e Inkerkhú, en Deir el Medina, es tanto más grave para tratarse de espacios particularmente exiguos. Una mañana en que yo me hallaba deambulando pacíficamente entre las ruinas, como suelo, entraron en Senedjem cinco autocares en menos de media hora. Ante las tumbas, los primero síntomas de frivolidad: bancos y toldos para que los grupos pudieran soportar la elevada temperatura mientras esperan su turno de entrada.

Entre el despliegue de postales, folletos turísticos y camisetas aparece por sorpresa algún volumen especializado, que el viajero exigente sabe apreciar: son ediciones del Institute Français d'Archeologie Orientale du Caire, cuyas campañas en Deir el Medina han sido sumamente valiosas a lo largo de los años, si bien conviene destacar al egiptólogo checo Jaroslav Cerny, cuya absoluta dedicación a las excavaciones del poblado ha contribuido a recoger una asombrosa cantidad de información sobre la vida cotidiana durante el periodo ramesida (aunque por otra parte existen datos que confirman la existencia del poblado en la XVIII dinastía, entre ellos una urbanización semejante en Tell el Amarna).

Por fortuna, la severidad de las ruinas de Deir el Medina no se presta a la mística de la tarjeta postal. Los turistas se limitan a una acelerada visita a las tumbas citadas, dejando en terreno virgen el poblado propiamente dicho y, más allá, la zona del templo ptolemaico y el pozo de los ostracas (del griego ostrakón). Asomado a esa inmensa fosa el viajero todavía puede recoristruir la emoción de los excavadores cuando descubrían los más de 5.000 fragmentos de piedra o terracota que utilizaban los aritiguos artesanos para improvisar sus bocetos, escribir listas de provisiones, comentarios políticos, ejercicios escolares, cronologías familiares, fábulas e incluso algún chiste obsceno que jamás se habrían permitido estampar en los sagrados muros destinados al eterno reposo de sus reyes. De aquí que en el pozo de los ostracas surgiera una simpática atmósfera de arte en libertad absoluta.

Trayectos perdidos

La soledad, por fin recuperada, propicia largos paseos por las colinas desiertas que conducen a las zonas de Gurna y El Aasasif, desembocando en Deir el Bahari, donde el ruido ya vuelve a ser considerable a causa de la fama de Hatchepsut. Nada hay más conmovedor que serpentear entre los agrestes senderos utilizados antaño por los artesanos del antiguo Egipto para desplazarse a sus trabajos en las tumbas reales, donde pernoctaran durante toda su semana laboral, en pequeños poblados provisionales, como el que se hallaba entre la tumba de Ramses VI y la de Tutankamón.Estos trayectos perdidos proponen el sentimiento de atemporalidad a que se refería Desroches Noblecourt y constituyen el último recurso de todo viajero sensible para continuar amando a Egipto. Desearíamos que el páramo no terminase nunca, que esa inmensidad baldía, lindante con lo eterno, continuase protegiéndonos de la innoble masificación que va arrasando a su paso los mejores ejemplos de una cultura única.

Degradación y murciélagos

En sus vitrinas del museo de El Cairo, el ajuar funerario de Tutankamón muestra de manera patética el deterioro que experimentan las antigüedades cuando son desplazadas de su ambiente natural. Una vez más, las condiciones atmosféricas son determinantes. La temperatura de la Tebaida, con sus óptimas condiciones de seque dad estable, difieren mucho de las de El Cairo, que cuenta con un porcentaje de humedad más elevado y el problema añadido de la contaminación.Aunque, después del descubrimiento de la tumba, Howard Carter sometió a todos los objetos a un exhaustivo proceso de restauración, ésta ha ido perdiendo su eficacia a sólo 70 años vista. El deterioro afecta a todos los materiales orgánicos, que son de carácter muy heterogéneo -maderas, textiles, laminados de oro, resinas, gomas...- y fueron trabajados con técnicas extremadamente complejas.

Mientras en el primer piso del museo de El Cairo se va desprendiendo el laminado de los carros de combate o pierde su enlucido el soberbio Anubis, en la montaña tebana la tumba de Tutankamón continúa proponiendo misterios. Con anterioridad a la ejecución de las pinturas, los muros ya presentaban una pigmentación de dudosa procedencia que el deterioro actual no ha hecho sino resaltar todavía más, por contraste.

Después de numerosos análisis químicos de un fragmento de capa pictórica, los expertos han determinado que las numerosas manchas se deben a una banda de murciélagos que se dedicaron a orinar de manera un tanto descortés y en cantidad más que suficiente para perdurar a través de los milenios. El análisis de orina de unos pipistrelli fallecidos hace más de 3.000 años constituye una de las prioridades de Eduard Porta, quien se encarga de llevar las muestras a especialistas situados en distintas partes del mundo.

No alcanza mi corta ciencia a demostrar si la tumba ha sido sometida a todos los cuidados que precisa, ni siquiera a todos los estudios que merece. Una vez más, la posibilidad de deambular en absoluta libertad nos permitió penetrar en la reducida antecámara, donde yacen olvidados en un cesto de mimbre los sellos de la puerta de ingreso.

Acariciar unas reliquias tan importantes produce ciertamente una emoción inenarrable pero, al mismo tiempo, asombra que no estén a cobijo en el museo o en algún centro de investigación, y confirma los temores del egiptólogo John Ronner cuando, en su libro sobre el Valle de los Reyes, denunciaba todo el trabajo que todavía queda por hacer, a partir de los descubrimientos de Carter, en la tumba (entre otras cosas, el trazado de un buen plano arqueológico de la misma).

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