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El cansancio de los Gobiernos

El pulso de Europa está cambiando. De forma imperceptible en principio, pero ahora cada vez de forma más manifiesta, los dirigentes y la gente están expresando su escepticismo en lo que respecta a Maastricht y los planes de unión política y económica. Con esto no me refiero al último arrebato de la señora Thatcher, que es irrelevante; el señor Major es, desde luego, uno de los pocos dirigentes europeos que pueden prometer la ratificación incondicional de los tratados de Maastricht. Al contrario que otros, el Reino Unido tiende a debatir las cosas primero y decidir después. Alemania, de hecho, no ha debatido nunca Europa, sino que simplemente se ha limitado a pagar y a confiar en que no supusiera daño alguno; ahora, la realidad, incluyendo la realidad económica, se ha impuesto a esa hipocresía. En Francia, la gente empieza a preguntarse si la leve esperanza de contener a Alemania merece verdaderamente la pena de sacrificar su soberanía, que es lo que parecen exigir los próximos pasos de la unión europea. En Italia, en España y quizá en muchos otros sitios se preguntan si estos tratados tan anunciados no están destinados más a dividir a Europa que a unirla; existen pocos indicios de cohesión. Y en Dinamarca, el pueblo decidió el 2 de junio que los tratados no les gustan de ninguna manera. Ciertamente, no hay nada de entusiasmo por la Europa de Maastricht.Esto no es difícil de comprender, aparte de todas las razones específicas. Después de todo, Maastricht fue una cumbre de Gobiernos cansados. Siete de las 25 caras que aparecen en la fotografía de la cumbre han abandonado su puesto. Otros dos, los jefes de Gobierno de Francia y Alemania, están claramente en declive. El presidente de la Comisión tiene la mente puesta en Francia como en Europa. ¿Fue, después de todo, la Europa de ayer la que se manifestó en Maastricht?

Es importante distinguir en este momento. Existen dos tipos de objeciones a los planes actuales de la unión europea, y no deben confundirse. El primero es que la Comunidad Europea, tal como la conocemos, ha perdido el rumbo. Su hinchado presupuesto seguirá desapareciendo en gran parte en los canales subterráneos de la política agrícola comunitaria. Sigue dedicándose todavía más a proteger la improductividad que a promover innovaciones. Sigue intentando imponer su propio calendario en un mundo que ha comenzado a seguir una agenda totalmente distinta. La propia Europa cuenta con una agenda distinta. Su objetivo principal es la estabilización de la democracia en los países que la han redescubierto recientemente. Su objetivo secundario es garantizar los derechos ciudadanos a todos los europeos mediante normas -y decretos- que sean apoyados por todo el mundo en todas partes. Muchos consideran que la CE ha fracasado a la hora de enfocar estos nuevos asuntos. Se ha quedado estancada en el mundo de ayer.

El otro tipo de objeción resulta mucho más problemático. Tiene que ver con el resurgimiento en muchos lugares de nacionalismos acusados. Incluso se abusa de la idea de una Europa de regiones para justificar el nuevo amor por la homogeneidad. Porque es un error creer que uno puede defender simultáneamente a Europa y la independencia escocesa o flamenca o vasca o siciliana. Europa no es nada más que un espacio común para ciudadanos que tienen distintas lealtades étnicas, religiosas o culturales. Darle la espalda a este espacio común supone llegar a la intolerancia dentro y la hostilidad fuera, la supresión de las minorías y el resurgimiento de la enemistad entre las naciones. Necesitamos una Europa de la que podamos estar orgullosos.

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La salvedad es importante. Hoy en día me siento avergonzado demasiado a menudo de ser ciudadano de la Comunidad Europea; de una Comunidad que reduce la exportación de champiñones de Polonia porque ahora está más preocupada por los champiñones que por la democracia; de una Comunidad que sacrifica la Ronda Uruguay en aras de los intereses de los temporeros agrícolas de Baviera. Maastricht está bien, pero hace muy poco por aliviar esta sensación de vergüenza. Ratifiquemos, por todos los conceptos, los tratados de Maastricht, pero procedamos a conseguir la Europa que muchos de nosotros queremos realmente: una Europa completamente democrática, una Europa que se concentre en los temas políticos de interés común, una Europa que se enfrente a los retos históricos más que a intentar imponer su propio calendario a la realidad.

Alemania es un tema importante en este contexto. La idea de que se puede amarrar el país unificado gracias a la unión europea -idea defendida dentro y fuera de Alemania- ha sido siempre absurda. Si Alemania constituye un peligro para el resto, ningún tratado europeo podrá evitarlo. Si uno no quiere que Alemania se convierta en un peligro, son más importantes los intereses reales de las partes implicadas que ensayar e inventar trucos.

Es el momento de un nuevo comienzo. ¿Se acuerdan de Altiero Spinelli? Yo sí. Exigió una asamblea constitucional cuando esto le resultaba absurdo a muchos. ¿Es concebible que el Parlamento Europeo reúna el coraje suficiente para establecerse como organismo que considere las políticas e instituciones futuras de una verdadera Unión Europea? Probablemente no, pero esa labor hay que llevarla a cabo. De otro modo, Europa se convertirá primero en una cuestión desgraciada y divisoria; después, en fuente de nuevos conflictos, y finalmente, en algo irrelevante, con cada vez menos estamentos que ocupen su lugar. Si no deseamos que vuelvan las guerras civiles europeas, más vale que nos pongamos a trabajar en las bases esenciales de cooperación y dejemos de confundir a Maastricht -y Bruselas- con ellas.

Ralf Dabrendorf es decano del Saint Antony's College de Oxford, Reino Unido.

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