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La dictadura perfecta

Mario Vargas Llosa

Por haber llamado "una, dictadura perfecta" al sistema político del PRI -en el encuentro de intelectuales que organizó la revista Vuelta, en México, en septiembre de 1990- recibí numerosos jalones de oreja, incluido el de alguien que yo admiro y quiero mucho como Octavio Paz, pero, la verdad, sigo pensando que aquella calificación es defendible. Creado en 1929 por el general Plutarco Elías Calle, el Partido Revolucionario Institucional estabilizó una sociedad donde, desde las convulsiones revolucionarias de 1910, los asuntos políticos se dirimían a balazos, y se posesionó de un Estado al que, a partir de entonces, modela y administra en su provecho, confundido con él de una manera tan sutil como las tres famosas personas en la Santísima Trinidad.Para todos los efectos prácticos, México es ahora el PRI, y lo que no es el PRI, incluidos sus más enérgicos críticos e impugnadores, también sirve, de una manera misteriosa, genial y horripilante, a perpetuar el control del PRI sobre la vida política y la sociedad mexicana. Durante mucho tiempo, el PRI fabricaba y subsidiaba a sus partidos de oposición, de manera que esos extraordinarios happenings de la vida del país -las elecciones- tuvieran cierto semblante democrático. Ahora ni siquiera necesita el esfuerzo de ese dispendio, pues, como Eva de una costilla de Adán, ha generado tina excrecencia rival, el PR.D, de Cuauhtémoc Cárdenas, partido que, con prodigiosa ceguera, ha hecho suyas todas. las lacras y taras ideológicas -populismo, estatismo, socialismo, nacionalismo económico- de las que el camaleónico PRI necesitaba desprenderse a fin de mostrarse renovado -democrático, internacionalista, promercado y liberal-, y permeable a los vientos que corren. Si ésa es la alternativa que se le presenta al pueblo mexicano -el viejo PRI camuflado bajo el nombre de PRD o el de la cara modernizada que encarna Salinas de Gortari-, no es de extrañar que el partido en el poder no haya necesitado amañar las últimas elecciones para ganarlas.

No niego que este sistema haya traído algunos beneficios a México, como una estabilidad que no han tenido otros países latinoamericanos y librarlo de la anarquía y brutalidad del caudillismo militar. Y es, también, un hecho que, gracias a la revolución y la política educativa seguida desde entonces, México ha integrado su pasado prehispánico al presente y avanzado en el mestizaje social y cultural más que ningún otro país del continente (incluido Paraguay). Pero las desventajas son enormes. En seis décadas y media de hegemonía absoluta, el PRI no ha sido capaz de sacar a México del subdesarrollo económico -pese a los gigantescos recursos de que su suelo está dotado- ni de reducir a niveles siquiera presentables las desigualdades sociales, que son allí todavía más feroces que en muchos países de América Latina, como Argentina, Chile, Uruguay, Venezuela o Costa Rica. En cambio, la corrupción resultante de este monopolio político ha sido internalizada por las instituciones y la vida corriente de una manera que no tiene parangón, lo que ha creado uno de los más irreductibles obstáculos para una genuina democratización del país.

A favor del sistema priísta suele señalarse la política del régimen con los intelectuales, a los que siempre ha sabido reclutar y poner a su servicio, sin exigirles a cambio la cortesanía o el servilismo abyectos que un Fidel Castro o un Kim il Sung piden a los suyos. Por el contrario, dentro del exquisito maquiavelismo del sistema, al intelectual le compete un rol que, a la vez que sirve para eternizar el embauque de que México es una democracia pluralista y de que reina en ella la libertad, a aquél lo libera de escrúpulos y le da buena conciencia: el de criticar al PRI. ¿Alguien ha conocido a un intelectual mexicano que defienda al Partido Revolucionario Institucional? Yo, nunca. Todos lo critican, y, sobre todo, los que viven de él, como diplomáticos, funcionarios, editores, periodistas, académicos, o usufructuando cargos fantasmas creados por el régimen para subsidiarlos. Sólo en casos de díscolos extremos, como el de un José Revueltas, se resigna a mandarlos a la cárcel. Generalmente, los soborna, incorporándolos a su magnánimo y flexible despotismo de tal manera que, sin tener ellos que degradarse demasiado y a veces sin darse cuenta, contribuyan al objetivo esencial de perpetuar el sistema.

También de esta preocupación por la cultura del PRI han resultado beneficios considerables: editoriales, revistas, instituciones académicas y una actividad intelectual y artística bastante más intensa que en los otros países latinoamericanos, de Gobiernos casi siempre semianalfabetos. Pero la contrapartida ha sido una merma notoria de soberanía y autenticidad en la clase intelectual, la que, por razones de mala conciencia y por la invisible presión del sistema imperante, sigue aún hoy día, después del desplome del totalitarismo en tres cuartas partes del mundo, enfeudada a aquellos estereotipos revolucionarios -el socialismo, el colectivismo, el nacionalismo, el Estado benefactor, el antiimperialismo, etcétera- que, desde hace décadas, han sido su mejor coartada, la cortina de humo que servía para disimular su condición de pieza instrumental de una de las más astutas y eficientes creaciones antidemocráticas de toda la historia.

Escribo estas líneas bajo el efecto de un libro que recomiendo a todos a quienes, como a mí, deslumbre (sin dejar de aterrar) el caso mexicano: Textos heréticos, de Enrique Krauze (1). Se trata de una colección de artículos y ensayos aparecidos en la revista Vuelta, que dirige Octavio Paz y de la que Krauze es subdirector, en los que se reivindica una tradición liberal, coetánea a la de la revolución, cuyo punto de arranque es el Gobierno de Francisco Ignacio Madero, a la que Krauze sigue la soterrada pista en todos los años de hegemonía priísta, y en la que ve la única alternativa aceptable a la del régimen presente. Aquella tradición, aunque fuera desalojada del poder político desde los años del cataclismo revolucionario, ha tenido rebrotes periódicos en el campo intelectual, en figuras como las de Daniel Cossío Villegas o del propio Paz, quienes, aun en los momentos de peor oscurantismo ideológico populista, no vacilaron en ir contra la corriente y defender los valores democráticos y las denostadas libertades formales. Ésta ha sido la línea de Vuelta, verdadero oasis en las publicaciones del género en América Latina, donde no es casual que hayan aparecido, en los últimos años, en las plumas de Paz, de Gabriel

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Zaid, de Krauze y otros los más originales análisis sobre los acontecimientos históricos acaecidos en la última década.

El libro incluye la muy severa crítica de Krauze a Carlos Fuentes -La comedia mexicana, de Carlos Fuentes- que, como es sabido, ha desencadenado una polémica que no cesa de dar coletazos a diestra y siniestra, el último de los cuales fue el escándalo suscitado hace pocos meses, con motivo de un encuentro intelectual auspiciado por el régimen y por intelectuales de la oposición de su majestad el PRI, del que -en represalia- fueron excluidos Paz, Zaid, Krauze y demás heréticos. Aunque muchas de las observaciones a las posiciones políticas de Fuentes que hace Krauze parecen fundadas -como a esa cuidadosa simetría de abjuraciones a la democracia y al socialismo, a Estados Unidos y a la difunta URSS, y a la reivindicación del régimen sandinista desde una postura democrática-, hay un aspecto de esa crítica con el que no estoy de acuerdo: el reproche de que.Fuentes sea poco mexicano y que ello se refleje en sus novelas.

La literatura no describe a los países: los inventa. Tal vez el provinciano Rulfo, que rara vez salié, de su tierra, tuviera una experiencia más intensa de México que el cosmopolita Carlos Fuentes, que se mueve en el mundo como por su casa. Pero la obra de Rulfo no es por ello menos artificial y creada que la de aquél, aunque sólo fuera porque los auténticos campesinos de Jalisco no han leído a Faulkner y los de Pedro Páramo y El llano en llamas, sí. Si no fuera así, no hablarían como hablan ni figurarían en construcciones ficticias que deben su consistencia más a una destreza formal y a una aprovechada influencia de autores de muchas lenguas y países que a la idiosincrasia mexicana. Dicho esto, el ensayo de Krauze está lejos de ser una diatriba. Recuerdo haber envidiado a Carlos Fuentes cuando lo leí: ojalá, en el gran basural de impugnaciones que mis libros han merecido, hubiera alguna que revelara tan escrupulosa y tan atenta lectura, tanto esfuerzo por hablar con conocimiento de causa y no desde la envidia y el odio, efervescentes estímulos de la vocación crítica en nuestros predios.

Los demás textos del libro cubren un vasto abanico de temas, trabados por la voluntad de mostrar la profunda enajenación que el sistema político mexicano ha ocasionado en el establecimiento cultural del país. Krauze no se ha contentado con revisar y anotar lo que dijeron los medios de comunicación durante la guerra del

Golfo, por ejemplo la que algunos llegaron a la idolatría revolucionaria de Sadam Husein-; también ha expurgado lo que decían hace medio siglo de Hitler y de Stalin y la manera como, en todos estos años, quienes representaban el pensamiento y la cultura guiaron a la opinión pública sobre lo que ocurría dentro y fuera de las fronteras de México. Las conclusiones resultan estremecedoras porque, una vez más, vemos, con ejemplos concretos, cómo la alta cultura puede estar reñida con la lucidez y el sentido común, y la inteligencia abocarse furiosamente a defender el prejuicio, el crimen y las más innobles imposturas políticas. Lo ha dicho Steiner: las humanidades no humanizan.

Discípulo y admirador del gran Isaías Berlin, Krauze sabe que incluso la tolerancia y el pluralismo son peligrosos si nadie los refuta, si no deben hacer frente a contestaciones y desafíos permanentes. Por eso, aun que se proclama un liberal, par tidario del mercado, de la sociedad civil, de la empresa privada, del individuo frente al Estado -tema al que dedica el más creativo estudio de la compilación: Plutarco entre nosotros-, añora la existencia de una izquierda mexicana de nuevo cuño, como la que en España contribuyó a modernizar el país y a fortalecer la democracia. Una izquierda que rompa el autismo en que está confinada y pase de los soliloquios del ventrílocuo a la polémica y al diálogo, que en vez de ucases y excomuniones se valga de razones e ideas para combatir al adversario, y renuncié para siempre a las tentaciones autoritarias.

Mucho me temo que esta izquierda democrática que Krauze añora tarde más en llegar a su país que a otros países latinoamericanos. Porque en México, para que ella sea realidad, existen, fuera de los consabidos obstáculos, que su libro autopsia con mano de cirujano, el obstáculo del PRI y lo que está haciendo en estos momentos el gobierno de Salinas de Gortari. Éste ha llevado a cabo una privatización muy avanzada y desregulado la economía, a la vez que bajaba los aranceles, abría el país a la competencia internacional y negociaba la incorporación de México al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Medidas todas ellas positivas y que ya han traído un notable saneamiento e impulso económico a México. Con el reflejo automático tradicional, la oposición de izquierda rechaza todo aquel proceso de liberación en nombre de los viejos ídolos populistas: la soberanía amenazada por las transnacionales, el patrimonio vendido al imperio, etcétera. De este modo, establece un maniqueísmo en la vida política mexicana que sólo favorece al régimen, el que, ante semejantes posturas anacrónicas, puede ufanarse con razón de encarnar el progreso.

No, la verdadera alternativa al PRI no puede venir de esa izquierda, que es, en verdad, hechura y expresión del régimen. Sino de quienes, como Krauze, no temen defender la libertad económica, aunque el PRI parezca ahora ponerla en práctica, porque saben que aquélla, llevada hasta sus últimas consecuencias, haría estallar la armazón mercantilista en que reside toda la fuerza de lo que él llama la dictablanda mexicana. Sin prebendas que repartir, con una genuina economía de mercado en la que el poder político sea incapaz de determinar el éxito o el fracaso económico de personas y empresas, el sistema priísta se vendría abajo como un castillo de naipes. Ese es el insuperable límite de las reformas que ha iniciado Salinas de Gortari, a quien, si sigue por el camino que va, muy pronto veremos en la disyuntiva trágica de tener que liquidar al PRI o de ser liquidado por el paquidermo al que su política acerca a un peligroso despeñadero. Ése puede ser el momento milagroso para la democracia en México. A condición de que haya entonces muchos otros mexicanos convencidos, como Krauze, de que la libertad es una e indivisible y la libertad política y la económica como la cara y el sello de una moneda.

1. Enrique Krauze, Textos heréticos. México, editorial Grijalbo, 1992. Copyright Mario Vargas Llosa, 1992. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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