La inmoralidad del nacionalismo
Diez millones de seres envidiosos de un bienestar seductor cercan, según los entendidos, a los 12 países ricos europeos, dispuestos a entrar como sea en lo que para ellos resulta ser Eldorado. Son los extranjeros. Vienen del Magreb y del Este. Muchos de ellos están descubriendo atónitos que la palabra nacionalismo, que ellos acaban de estrenar, se traduce por extranjería. Se les está helando en los labios la sonrisa de saberse soberanos al ver que en los vecinos de enfrente, con solera nacionalista, crece la xenofobia a modo de réplica inmunizadora.Se han levantado voces humanitarias para denunciar las leyes de extranjería y el peligro fascista del odio al extranjero. Son voluntariosos juicios morales que pocas esperanzas tienen de éxito, ya que a lo que se enfrentan no es a una voluntad política, sino a una cultura política con crédito en las mejores escuelas de pensamiento y que bien podría llamarse nacionalismo ético. El problema no es la decisión política de querencia nacionalista, sino la incapacidad en la cultura occidental de pensar lo político en términos transnacionales.
La xenofobia está latente en el pueblo y es una tentación constante del político, porque la propia filosofía, cada vez que ha pensado en la universalidad, ha caído en la particularidad (Hegel o Condorcet legitimaban la conquista de África o de América por la superioridad de la razón ilustrada, europea ella) o, dicho de otra manera, entiende la solidaridad sólo de puertas adentro. En Estados avanzados, como son aquellos a cuya área cultural pertenecemos, se da por hecho que ningún ciudadano puede morir de hambre o por carencia de mínimos vitales. Hay una solidaridad intraestatal con distintos grados de intensidad: más fuerte entre los miembros de la familia y harto débil en lo que respecta al conjunto de la sociedad en relación con los ciudadanos improductivos o "asociales, pero que, en el peor de los casos, debería llegar a cubrir los mínimos vitales. Esto es, en la conciencia de gobernantes y ciudadanos. Pues bien, imposible encontrar rastro de esa solidaridad transnacionalmente, es decir, respecto a ciudadanos necesitados de otros países. En relación a terceros, habrá programas de ayudas o, si son países demasiado cercanos, habrá un cálculo interesado de inversiones para desactivar una conflictividad latente que pudiera salpicamos.
Es éste un hecho difícilmente discutible; de ahí la facilidad con que grupos marcados por aficiones internacionalistas denuncien el egoísmo de las políticas modernas. Marran, sin embargo, el blanco de sus críticas porque el problema no está en la política o en los políticos, sino en las ideas: ¿quién, dónde se ha pensado la solidaridad transnacionalmente? Y si no hay ideas sobre solidaridad transnacional ¿cómo habría de haber políticas solidarias?
No hay respuestas claras. Hay casos, como las asociaciones de derechos humanos, que parecen no poner fronteras nacionales ni a los derechos ni a la dignidad. Pero se hacen valer habitualmente dentro de cada Estado, abogando, por ejemplo, por los derechos de minorías étnicas vejadas, ya sea en el propio país o en otro. El asunto, sin embargo, es cómo explicar la responsabilidad u obligación moral de los ciudadanos pudientes con seres necesitados, más allá de las propias fronteras. Hablamos de la responsabilidad que, al ser de todos los ciudadanos, acaba siendo del propio Estado.
Pues bien, fue el propio Hegel, el gran defensor del Estado, quien ya llamó la atención sobre el provincianismo ético de la política moderna. El Estado moderno es un modelo ético porque por primera vez se consigue un encuentro feliz -una reconciliación- entre los intereses de los individuos y los de la colectividad. El encuentro es posible porque el miembro del Estado no es un cualquiera, sino un ser adulto, un ilustrado que sabe imprimir a sus aspiraciones privadas el sello de responsabilidad; por otro lado, el Estado en cuestión no es la suma de egoísmos individuales ni el brazo político de un grupo social determinado, sino el gerente del bien común, con lo que asegura los intereses particulares, y si hay conflicto puede cortar por lo sano y su decisión será acatada, ya que está guiada por nobles y superiores intereses. Tenemos, pues, garantizada la solidaridad intranacional.
El problema del Estado es que hay muchos. Y la primera obligación de un Estado frente a otro es defender su soberanía. Pero ninguna consideración ética les une, pues eso pondría en peligro la propia soberanía (imagínense la inquietud de los alemanes si los turcos votaran en las elecciones generales de Alemania, o de los franceses si los árabes votaran en Francia, o de los españoles si ... ). Estamos en pleno nacionalismo ético. Hacia dentro no hay límites para la solidaridad, pero el de fuera será un extranjero (alguien que dentro carece de los derechos ciudadanos) y un extraño (alguien que cae fuera de la responsabilidad ética). Ésa es la cruz del nacionalismo: que si les va bien no tendrán problemas de conciencia para cerrar los ojos a la miseria circundante aunque la generen, y si les va mal, carecen de títulos para exigir solidaridad alguna. Esa dura lección la aplican los Doce y la reciben sus vecinos del Este o del Magreb. Conceptualmente, sin embargo, es un contrasentido que la ética o solidaridad se agote en el nacionalismo ético.
De aquí se deduce que el nacionalismo, tan pronto como consigue existir, pierde la razón de existir. Tiene razón en tanto en cuanto consigue esa primera reconciliación ética que supone el Fin de una opresión exterior. Pero una vez lograda tiene que disolverse porque no puede explicar la exigencia de solidaridad. Los Estados tienen que dejar de ser nacionalistas. Es un postulado más fácil de formular que de explicitar y, sobre todo, de llevar a cabo. Pero es el precio de la solidaridad.
Lo que agravaría la situación sería denunciar el nacionalismo del Estado y defender los nacionalismos al interior de Estados constituidos, pues eso sería achicar más y más la responsabilidad solidaria. A la cultura nacionalista se le indigesta la pluralidad y la diferencia, o peor aún: invoca la diferencia para negarla más decididamente. Siempre está contra alguien. Si ese otro le niega al nacionalista su particularidad, razón tiene en defenderla; pero si se defiende negando otras, el horizonte es el tribalismo.
Pedir a los Estados que dejen de ser nacionalistas es un postulado que merece alguna matización, so pena de provocar la carcajada de la clase política. Es un postulado ético; es la única manera de que el discurso sobre la solidaridad -al que todo el mundo se apunta- tenga algún ,sentido. Su única fuerza es la referencia de los políticos y de la opinión pública a la moralización de la política; esa referencia será todo lo débil y ambigua que sea, pero es: otra cosa será cuando deje de postularse en absoluto. Es, pues, un postulado ético y, como todos los que se refieren a la acción política, señala un horizonte que debe recorrerse de tal forma que cada reforma encarrile y no descarrile la política en esa dirección. Abrir las puertas de par en par de nuestros países sería grave irresponsabilidad si se desarticula el entramado social que debería permitir el ejercicio de la solidaridad; otra cosa es cerrarlas para que no decaiga nuestro nivel de vida particular. Tomar la ética en consideración supone, en cualquier caso, un cambio de rumbo de la teoría y de la práctica política existentes.
Hace unos días pedía Joaquín Leguina, además de renovación de talantes y personas, "un par de ideas que renovaran la vida política". La solidaridad no es ninguna novedad. Es una herencia de la izquierda, torpemente interpretada por el imperialismo de la III Internacional y por la falta de compromiso en las decisiones que caracteriza a la Internacional Socialista. Es una idea virgen que está por pensar y que no es fácil, sobre todo en un momento en el que el modelo realmente vigente de universalidad es el capitalismo que anula las diferencias culturales y fomenta las sociales. Nada de extrañar que ante una situación así se desplieguen las ideas del individualismo, del comunitarismo (cuya solidaridad se agota en la propia comunidad) o del fragmento, es decir, del abandono de la universalidad. Es una huida que no lleva a ninguna buena parte porque, como aquí decía recientemente Isaiah Berlin, "el principal peligro hoy día es el nacionalismo", esto es, la negación de la universalidad.
es director del Instituto de Filosofia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
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