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El diván de la señora Thatcher

Xavier Vidal-Folch

La difícil digestión del paquete federalizante de Maastricht, las nuevas coordenadas políticas en el centro y el este de Europa y el acuerdo por el que se crea el Espacio Económico Europeo entre la Comunidad y la EFTA parecen dibujar inquietantes sombras sobre la andadura de la Unión Europea. ¿Así es, o así parece?- La digestión de Maastricht alumbra tendencias autárquicas y retronacionalistas. El proceso se desarrolla bajo una presidencia débil (Lisboa) y ante otra renuente (Londres).

- El imparable caos en el Este y cierta tendencia germánica hacia el diseño de un espacio geopolítico propio -la Europa alemana en lugar de la Alemania europea-, agravada por las dificultades económicas de la unificación, y acompañada del desfallecimiento francés, cuestionan la virtualidad actual del eje fundador, París-Bonn.

- El acuerdo EFTA-CE prefigura la integración de media docena de países, a plazo corto -dos, tres años-, en la Comunidad de Maastricht. Se trata de una tercera ola de ampliación en ciernes, con países económicamente del Norte, convergentes de entrada, y también del Norte, o mejor, Noreste geográfico, lo que modifica el centro de la gravedad política. Ello puede desembocar en la agravación de los desequilibrios estructurales de la CE y, por el número de países implicados, en la dilución de la articulación ya conseguida.

Sobre este telón de fondo, los enemigos de Maastricht agitan ya sus fantasmas. Con su entrañable empuje, Margaret Thatcher arremetió la pasada semana contra el proyecto europeo desde un foro empresarial en La Haya, con más dureza que lo hiciera en 1988 en Brujas, y contra el núcleo de las posiciones más moderadas expresadas por su sucesor y por la propia reina Isabel II.

Su tesis: una Europa homogénea de 30 países dirigida desde la pérfida burocracia de Bruselas es un sueño "magnífico, pero no es política". Su explicación: "La idea que rezuman las propuestas de la Comisión es una idea de un mañana tal como se concebía ayer: es la manera en que las mentes privilegiadas de Europa vieron el futuro a través de las ruinas tras la II Guerra Mundial".

El discurso esconde la trampa del método Ollendorf: responder a cuestiones no planteadas. La Europa de 25 o 30 Estados -que incorporará países del Este y otros que aguardan en la sala de espera- no se plantea hoy más que como una perspectiva a largo plazo a través de la consolidación de sucesivos círculos concéntricos. Lo actual es el horizonte 1994-1995, una Europa de 17 o 19 -los Doce más el núcleo de la EFTA- que encare la unión monetaria de 1997. Este doble horizonte no es patrimonio únicamente de la denostada Comisión. Y encaja, si no en los esquemas concretos, sí en la filosofía básica de los padres fundadores.

Esas "mentes privilegiadas", ahora vilipendiadas, pero sin cuyas realizaciones la Thatcher no habría podido labrarse su fama de hierro enarbolando el cheque británico, apostaron por una Europa en que la convergencia de intereses plasmados en un sólido entramado institucional desembocaría en una unión cada vez más estrecha, a base de pequeños pasos, funcionales pero irreversibles, como definió Jean Monnet, sostuvieron Robert Schuman y Konrad Adenauer y patrocinaron las mentes más lúcidas de EE UU.

Algún día habrá que destacar que entre los más activos europeístas figuran políticos, ideólogos y hasta militares norteamericanos. Así lo reconocía el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, al resumir el famoso discurso del general Marshall en Harvard, el 5 de junio de 1947, lanzando la idea del plan que tomó su apellido: "Apostad y ayudaos vosotros mismos [nos ha dicho]... Apostad y hacedlo colectivamente, y veremos qué podemos poner en el consorcio". "Insistiendo en un enfoque colectivo", redordó en sus memorias el autor del plan, George Kennan, "esperábamos forzar a los europeos a pensar como europeos".

¿Por qué esos impulsos, esas ideas del ayer próximo, habrían caído en la obsolescencia? ¿Por las turbulencias afloradas e incorporadas al lábil mapa continental? ¿Por el surgimiento de peligrosos nacionalismos de los pequeños países y el reverdecer de pacíficos pero tan inquietantes nacionalismos de los grandes Estados de la CE? ¿Por la relativa recesión económica?

Justamente todos esos problemas encuentran un marco de solución en la Europa sin fronteras del 93, en la Europa ampliada del 94-95, en la Europa del ecu del 97, en la Europa del segundo círculo del Este del siglo próximo. En una Europa que soluciona por la vía de la síntesis, y no de la contraposición, el dilema entre ampliación y profundización. Otro norteamericano, el ex consejero de Seguridad Zbigniew Brzezinski, lo sostiene con rotundidad: "A menos que tome forma una Europa integrada, cada vez más federal, existe el peligro de que la unidad no sólo se diluya tanto que se vuelva insignificante, sino que Europa pueda sumirse en una ola de xenofobia y antagonismo étnico... Puede permanecer sin poder y será cada vez más vulnerable al renacimiento de viejos conflictos nacionales". ¿Es esto confundir los deseos con la realidad? No parece. Y no parece por varias razones.

Primera. Es cierto que la digestión de Maastricht resulta complicada. Pero ¿acaso alguien esperaba un camino de vino y rosas? ¡Resulta difícil precisamente porque es importante e irreversible la cesión de parcelas de soberanía nacional que presupone! De modo que en su dificultad asoma su virtud. El europesimismo es una antigualla. La prueba: la ratificación del tratado por los Parlamentos de los Doce no sufrirá quebrantos, por más que origine estos días ásperos debates entre los nostálgicos, sea de la grandeur o del aislamiento victoriano que aún se ensueña con el Britannia rules the waves.

Segunda. La imagen de una Alemania prófuga de Europa, combinada o superpuesta con la de una Europa alemana, no es más que un juicio de valor. Cierto que el drama yugoslavo pespuntea un distinto manejo de los intereses de Bonn, prólogo quizá de novedosas y tal vez incómodas propuestas en política exterior. ¿Se agarra a eso Margaret Thatcher para proponer el regreso al reinado de los Estados-nación, atendiendo a que "una Alemania reunificada ni puede ni quiere subordinar indefinidamente sus intereses en economía o en política exterior a los de la Comunidad"? Pero ¿no sería ésa, en el peor de los casos, una enfermedad compartida con otros gran-nacionalismos, angustiados por el desvanecimiento a retazos de una soberanía nacional irrepetible? Y lo que es más importante: ¿debe el recuerdo de las pesadillas históricas atenazar, prejuzgándolo, el futuro?

La desconfianza sobre los alemanes de hoy olvida que protagonizan una democracia -por cierto, económica y socialmente más avanzada que la de muchos de sus socios- ya acreditada en medio siglo. Obvia su más antiguo espíritu europeísta. Y neglige los resultados de la pieza maestra de su tradicional política exterior, la ostpolitik, cuyo efecto escaparate ha sido más eficaz para la rebelión mental tras el telón de acero que un millón de prédicas reprivatizadoras de matriz neoliberal. Ese recelo opera a lo mejor como coartada para los propios defectos, pero resulta injusto y contraproducente.

Tercera. Los partidarios de echar agua ampliadora al impulso federal de Maastricht encuentran en el acuerdo CE-EFTA, en tanto que prefigurador de una trascendental ampliación, argumento para alabar la cooperación internacional como vía alternativa y superior a la histórica de la integración y cohesión comunitarias. Esta estafa retrohistórica pretende que la EFTA venza después de muerta -no otra cosa es su absorción por la Comunidad-: muerta porque nació en 1959 como proyecto del Reino Unido para oponerse a la idea franco-alemana de la CE (1957) y ha acabado entregada en su regazo; muerta porque aspiraba a constituirse en una zona de libre cambio y ni siquiera supo establecer una tarifa exterior común. Esa alternativa -una zona de libre comercio sustentada por una deshilachada cooperación internacional entre Estados-naciones soberanos a la vieja usanza- no es que sea peor o mejor. Es que no es nada, es que no ha existido jamás, como lo demuestra la inanidad de la EFTA en su larga marcha. Ni existe hoy, como lo subraya la petición de ingreso en la Comunidad cursada ya (Austria, Suecia, Finlandia) o macerada (Noruega, Islandia, Suiza) por los principales socios del invento.

Cierto que todo ello plantea graves problemas, como la agravación de los desequilibrios territoriales, el resurgir de las dos velocidades. Pero ¿acaso no se registran ya dos o tres velocidades, según los temas, entre los Doce de hoy? Lo decisivo, y lo que implica el horizonte de convergencia de Maastricht, es la posibilidad de pasar de velocidades más lentas a una más rápida, y la voluntad de fomentar ese paso de forma ordenada al máximo número de países.

Thatcher sostiene que la Europa federal, convergente y ampliada, capital Bruselas, resulta "una empresa aún más utópica que la torre de Babel". Yerra el contenido y la parábola. El contenido, porque la federalización no es un proyecto de centralismo y burocracia, sino la aplicación a fondo del principio de subsidiariedad, la descentralización y el pluralismo cultural. Y la parábola babélica, porque hasta el más modesto funcionario sabe que los nueve idiomas oficiales de Bruselas se resumen en la práctica -como los diez mandamientos- en dos: el inglés para los asuntos económicos, y el francés para los jurídicos, quedando el resto como testimonios diplomáticos de existencia. La ampliación no frenará esa tendencia, la consolidará.

El mismo día en que la ex premier británica relataba en el diván de La Haya su nostalgia por un mundo que no volverá, de ensoñaciones posvictorianas, fronteras nacionales a lo Versalles y fracasadas zonas de libre comercio, Hans Dietrich Genscher escribía en Le Monde: "Francia y Alemania han sido siempre el motor de la construcción europea. Evitemos apartarnos de este camino europeo. Rechazar por pequeñeces el progreso europeo podría muy bien significar un retorno al nacionalismo... El objetivo sigue siendo una Constitución europea democrática con vocación federal". Sutil diferencia entre neos y simplemente liberales.

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