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Un palmarés poco envidiable

Una semana antes de los motines de Los Ángeles se publicaron en Washington las estadísticas oficiales sobre la evolución de la renta y del patrimonio en EEUU durante la década correspondiente al mandato del presidente Reagan (entre 1981 y 1989). De esos datos se deduce que un porcentaje de favorecidos, que en principio poseía el 31% de la riqueza nacional, se beneficia ahora de un 37%, mientras que al otro extremo de la escala social, la tasa de pobreza "para los blancos y para los negros" ha aumentado también considerablemente. Un americano de cada 10 no posee prácticamente nada y sobrevive únicamente gracias a los famosos cupones de alimentación y otras formas de ayuda social. Es el porcentaje más alto desde la gran crisis de los años treinta.El mismo día escuché en un programa en ruso de la Voz de América a un profesor de Chicago explicando con toda seriedad que la mencionada polarización social era perfectamente normal y que reflejaba correctamente los méritos de unos y otros. Según él, lo más destacable de los nuevos datos era la gran movilidad que se registraba entre los ultrarricos: en efecto, el 57% son nuevos ricos que "han sabido hacer fortuna gracias a su espíritu de iniciativa y a su capacidad para administrar su capital". Siguiendo siempre la opinión del profesor, entre los pobres se encuentran los que "han realizado malas inversiones durante los años del boom reaganiano", o los que no han sabido aprovechar las posibilidades de la economía de mercado. No alcancé a retener el nombre del profesor, y me pareció que su explicación, destinada a los rusos y a los demás oyentes de la Voz de América en la ex URSS, era una propaganda no demasiado sutil en favor del modelo americano de sociedad. Si se hubiera dirigido a un público americano, me dije, no se hubiera atrevido a insinuar que los vagabundos, los subempleados y otros marginados se encuentran en la miseria por haber invertido mal hace 10 años su supuesto capital.

Pero me equivocaba. El debate sobre las causas sociales de las "tres jornadas de fuego de Los Angeles", que enfrentó a republicanos y demócratas, se sitúa al mismo nivel que el programa de la Voz de América. Ni siquiera abordó el problema de la extraordinaria diferencia de rentas entre ricos y pobres, muy superior a la de Europa, y con eso está dicho todo. Para George Bush, los programas sociales, introducidos por Lyndon Jonhson en 1967 en nombre de la gran sociedad, tras la anterior sublevación de los guetos negros, crearon entre los pobres un reflejo de asistidos que les disuade incluso de ponerse a buscar un empleo. Es un argumento que parece sacado de los discursos de los reformadores de Moscú, pero sin tener en cuenta que en Rusia, de momento, los empleos no faltan, mientras que en EE UU no basta con buscar trabajo para encontrarlo, sobre todo si se carece de cualificación. El segundo argumento, más específicamente americano, se refiere a la disolución de las familias negras, debida, según los republicanos, a los subsidios sociales. El 64% de los niños negros son hijos de madre soltera (la media nacional es de un 26%), es decir, dos veces más elevado que en la época de Lyndon Johnson. De ahí a sacar la conclusión de que las ayudas financieras no deben concederse más que a las familias donde el padre y la madre se hallan unidos no hay más que un paso, y si los republicanos obtienen la mayoría en las próximas elecciones al Congreso, intentarán probablemente franquearlo. Supondría una pequeña economía en el presupuesto federal y mucha desesperación en el mundo de los pobres (no sólo negros).

En realidad, la red de protección social creada hace un cuarto de siglo por el Gobierno demócrata siempre ha sido frágil, muy inferior al welfare practicado en Europa. No concede el seguro médico más que a las personas mayores (Medicare) y a los más desfavorecidos (Medicaid), y deja a más de 40 millones de americanos sin protección social en caso de enfermedad. Por lo demás, los subsidios de vivienda, de trabajo, la ayuda a las escuelas o a las organizaciones de tipo asociativo, siempre han sido muy insuficientes, y durante la famosa década del presidente Reagan fueron reducidos drásticamente. Basta con citar, a este respecto, un dato: la Administración republicana disminuyó en un 60% y un 70% las subvenciones que hasta entonces se concedían a las grandes ciudades.

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Hace algunos meses, la victoria como gobernador de Pensilvania del candidato demócrata, favorable a la ampliación del seguro médico para todo el mundo, hizo pensar que durante las próximas elecciones presidenciales, previstas para el mes de noviembre, los demócratas reactivarán la batalla por un welfare digno de ese nombre. Pero, desgraciadamente, el debate que ha tenido lugar después de lo sucedido en Los Ángeles demuestra que no es el caso. Para socorrer a los guetos urbanos, el canciller demócrata Bill Clinton propone más o menos lo mismo que George Bush: prioridad a la ayuda al acceso a la propiedad inmobiliaria, facilidades financieras para la creación de empresas en el interior mismo de los guetos, prioridad a la familia normal, compuesta de ambos padres. "De nada serviría", sostienen unos y otros, "sacarles el dinero a los contribuyentes (fundamentalmente blancos) en esas zonas sombrías de violencia urbana (provocada especialmente por los negros)". Se trata de una filosofia que parece derivada de un inconsciente suicida, porque resulta evidente que, si EE UU se obstina en mantener la misma política que durante la década precedente, se convertirá en un polvorín con explosiones de repetición del tipo de las acaecidas en Los Ángeles. El Financial Times de Londres les concede ya el título de Iíder de las democracias occidentales en lo que se refiere a la violencia", y todo contribuye a hacer pensar que conservarán aún durante mucho tiempo ese palmarés poco envidiable. El origen de esta obstinación no tiene nada de misterioso: por una parte, la política social de Lyndon Johnson comenzó demasiado tarde y fue demasiado tímida como para reabsorber los círculos de pobreza ya existentes (y que hoy se consideran como irreductibles) y, por otra, sería necesario hoy día aumentar drásticamente la presión fiscal, no solamente sobre el 1% de los ultrarricos, sino también sobre el conjunto de la clase media, para impulsar la idea de una redistribución más equitativa de la riqueza. Ahora bien, la clase media se siente también perjudicada por la década reaganiana -las estadísticas demuestran que efectivamente su peso económico ha disminuido-, y, de forma más general, el ciudadano medio se resiste a pagar más impuestos. No es fácil, por tanto, explicarle en año electoral -siendo su voto decisivo- que debería sacrificarse no sólo por los pobres, sino también por su propia calidad de vida, que no depende únicamente de las rentas, de las acciones y de lo que el profesor de Chicago denomina "el capital bien administrado". En cuanto a los demás, aquellos que no tienen nada que administrar, en la práctica no votan, y ése es otro capítulo que da mucho que reflexionar sobre el carácter perverso de una sociedad dual en la que todo Occidente está en trance de instalarse.

No menos urgente parece aplicar la misma meditación a los países del Este, comenzando por la ex URSS, antes de que se produzca lo irreparable. Pero, por el contrario, dicha reflexión brilla por su ausencia. En las noticias de Moscú de primeros de mayo, inmediatamente después de los motines de Los Ángeles, se habló mucho de la capital californiana como de un triunfo del libre comercio y en absoluto del drama social y étnico que se vive en Estados Unidos. Mientras el ministro de los bienes culturales de Rusia querría privatizar hasta los museos, se silencian las terribles distorsiones sociales que produce en Estados Unidos la política de privatización total. Se diría un exorcismo destinado a no enturbiar una política que ve en la clase de los nuevos propietarios la armazón de una democracia representativa, ampliamente volcada sobre el modelo americano. Pero de nada sirven los exorcísmos para suprimir el problema social que, también allí, comienza a salir a la luz.

K. S. Karol es periodista francés, experto en temas del Este europeo.

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