El jardín
Nos cantan el Ave María de Schubert y aparece un tren vertiginoso cruzando las dehesas. Hablamos con el amigo de Nueva York y por la noche ya estamos cenando sushi en Barcelona. Vamos inventando cosas para llegar más rápido, pero siempre a sitios Idénticos, y nos dejamos acompañar por nuestros propios iconos como si nunca hubiéramos salido de nuestra cuna de barrotes occidentales. Reconocemos el mecanismo del aire acondicionado del mismo hotel en ciudades distintas y las cuatro palabras necesarias para sobrevivir en un aeropuerto. Pero también intuimos la mirada universal de la pobreza cuando nos tira de los pantalones en cualquier idioma. Nacimos para ver el mundo y ya sólo queremos ver nuestro propio mundo. Rápido, limpio y a nuestro servicio en una comunidad de iguales.Algún día hasta creímos ser de nuestro propio pueblo, y nos acercamos a los extranjeros con curiosidad de entomólogos y devoción de profetas. Hoy se amontonan los mismos libros en nuestras mesitas de noche, su coche y el nuestro sólo se distinguen por el color de la matrícula. Y, a pesar de tantas coincidencias, seguimos creyendo que Los Ángeles está muy lejos y que nuestro jardín mediterráneo no tiene nada que ver con el calcinado jardín californiano. Allá ellos, decimos. Aquí, nosotros.
Pero ya todo va muy rápido en este mundo de inculturas instantáneas. También aquí estamos desarbolando la sociedad, recortando protecciones y creando nuestro propio sumidero de desesperados. Les decimos que sálvese quien pueda, pero nos hemos reservado los salvavidas. También aquí se va ampliando el surco entre las grandes fortunas y las grandes miserias, esas que fermentan su ira en silencio y despacito. Mientras tanto, en el jardín, vemos arder Los Ángeles por la tele y pensamos en lo buenos que son los americanos haciendo películas de cine.
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