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Pánicos finiseculares

Fernando Savater

En su Crónica de un final de siglo, estudiando acontecimientos de hace ahora 100 años, Jean-Pierre Rioux brinda esta enumeración de las amenazas que sobresaltaban en aquella época a los europeos: "El terror de la deuda pública, la sífilis protuberante, el vampirismo de los burócratas, los neokantismos y la seudorreligión de la ciencia, el alcoholismo de los pobres y la morfinomanía de los ricos, el salvajismo socialista acampando a las puertas de la ciudad, la moda escandalosa de la cremación de los difuntos...". Comparando el pasado fin de siglo con el nuestro vemos que algunos pánicos permanecen idénticos, como los referidos a burócratas y neokantianos. La dolencia que más nos acongoja no es, desde luego, la sífilis, aunque también se vincula su propagación a la disolución sexual. Los pobres se mantienen fieles al alcoholismo (mitigado hoy por la narcosis televisiva), pero la medicina inventada para curar a los morfinómanos -la heroína, como recordarán ustedes- ha confirmado el dicho de que a veces es peor el remedio que la enfermedad. A la puerta de nuestras ciudades ya no acampa el salvajismo socialista, sino sus víctimas exiliadas, sin duda menos agresivas, pero a medio plazo no mucho más tranquilizadoras. ¡Menos mal que la incineración de los cadáveres por lo menos no escandaliza a casi nadie y que la deuda pública no inspira terror, sino esperanza a quienes pretenden blanquear sus ganancias escabrosamente acumuladas! Conclusión: los fines de siglo aprietan, pero no ahogan.En torno a esta problemática finisecular he tenido ocasión de asistir recientemente a dos coloquios internacionales: el uno celebrado en México DF, y el otro, en París. De los numerosos y sin duda importantes temas tratados en ambos me interesa (cada cual tiene sus temores, pues perversamente suele decirse que el miedo es libre) la cuestión de las identidades colectivas, cuyas dificultades de ajuste con la modernización democrática parecían preocupar en los dos foros, aunque según parámetros de valoración bastante diferentes: pánico en un caso a los excesos en nombre de la identidad y miedo en otro a perderla o no afirmarla suficientemente.

Admito, para empezar, mi objeción de principio contra todo rasgo político relevante de identidad colectiva que no puede justificarse mediante controversia racional, sino que apela a la obligatoriedad indiscutible de lo tradicional, lo idiosincrásico; en una palabra, la bondad seudoevidente de aquellas características cuyo único mérito es diferenciarnos de otros grupos. Bien miradas, las notas de cualquier identidad colectiva, junto a usos y modos apreciables, idealizan atavismos comunitaristas que no por venir de antaño han de merecer especial respeto. Con el "siempre se ha hecho así, aquí somos así", etcétera, es fácil legitimar muchas barbaridades. Pero además la mayoría de esas identidades son construcciones recientes, amañadas para parecer venerablemente vetustas, promovidas y administradas por grupos políticos que confían más en seducir a los ciudadanos con leyendas que en convencerles con programas. Estas identidades son alucinaciones colectivas de diseño: cualquiera que haya de convivir con nacionalismos exacerbados sabrá a lo que me refiero.

En la parte del coloquio parisino a la que me tocó asistir se discutieron los peligros del populismo en Europa y de qué manera la cultura podría contrarrestarlos. Por populismo se entendió precisamente en dicho foro el énfasis hiperbólico en la identidad colectiva como supremo argumento político. Nada que ver, pues, con lo popular (mi entrañable Haro TecgIen trastocaba hace poco ambos términos con motivo de una coplilla, supongo que irónicamente): el invulnerable encanto de lo popular consiste en que nunca pretende funcionar como programa de gobierno; la trampa saducea del populismo estriba en no pretender otra cosa. Por el contrario, en efecto, la cultura moderna occidental no venera la identidad, sino que juega con las identidades, las transforma y las subvierte, desde el tozudo rechazo de Don Quijote a ser catalogado por los normales que se le oponen ("yo sé quién soy") hasta el descentramiento de lo subjetivo en Nerval o Rimbaud ('Je suis l'autre, je suis un autre "). Pero me parece que el problema de fondo que preocupaba en París no consistía tanto en la batalla entre populismo y cultura como en la oposición entre dos formas de entender el Estado en la Europa que se nos avecina. Por un lado, el Estado como artificio convencional fruto de enfrentamientos y transacciones históricas entre diversos grupos, cuya misión de futuro es asegurar a los individuos la base jurídica y política de una ciudadanía cada vez más transnacional, universalizable. Por otro, el Estado como emanación directa de fratrías étnicas o lingüísticas (tipo Ángel Colom) destinado a asegurar la identidad soberana e impermeable del grupo, perfilada siempre como negación de su "enemigo histórico" dominante. En el primer caso, la diversidad de la -participación debe irse imponiendo a la unanimidad de, la pertenencia, y en el segundo, prevalecerá lo inverso. Más que cultura contra populismo, se trata de cierto cosmopolitismo frente a cierto tribalismo, aunque en París ese planteamiento chirriase un poco: ¿cómo no sospechar que allí dan por sentado que uno de los signos triunfales del universalismo es ser bien francés? Poco después, la reacción de algunos de los intelectuales más chovinistas/universalistas ante la inauguración de un Disneyworld cerca de la capital francesa fue semejante a la que hubiese tenido Jomeini si frente a su casa de Quorn hubiesen instalado una sucursal de la Fundación Voltaire...

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En el coloquio de México, el énfasis en el tema de la identidad revestía implicaciones parcialmente diferentes. Insistieron muchos ponentes en la necesidad de democracia, pluralismo, una libertad de mercado no desentendida de implicaciones públicas socialmente solidarias: exit el guevarismo y la vida guerrillera insurreccional. Pero se mantuvo, por lo general, la reclamación de respeto para la identidad de cada uno de los países en su vía peculiar hacia el logro de tales objetivos. ¿Qué encierra el subrayado de esa restricción? Es de suponer que no la legitimación de sistemas populistas de partido encubiertamente único, como el PRI mexicano; aún menos, espero, de la tradición golpista de autoproclamados salvapatrias de derechas o izquierdas, como los de Haití y Perú o los que buscan su hora en Venezuela. Creo que la citada salvedad apunta ante todo a Cuba, cuyo régimen abiertamente dictatorial desde hace décadas (y no sólo desde el auge de la perestroika) sigue gozando la venia de complicidades cuyo único progreso, en los mejores casos, es haber pasado de lo explícito a lo confuso y vergonzante. Las habituales comparaciones elogiosas del nivel

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Fernando Savater escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

Pánicos finiseculares

de vida cubano con países como Guatemala, El Salvador o Haití (que desde mucho antes de Castro no podían medirse con la prosperidad de la isla) ya sólo entretienen a los forofos del autoengaño; para los demás, la Cuba castrista no representa la lírica derrota de la utopía asfixiada por la conspiración del imperio del mal, sino la enésima comprobación de que los regímenes colectivistas y policiacos son causantes de miseria social, política e intelectual allá donde se ejercen cierto tiempo. Puede desearse el final del embargo a la isla, medida siempre cruel y a menudo ineficaz (aunque no en casos como el de Suráfrica), por razones muy distintas: las humanitarias de los amigos del pueblo cubano, que bastante tiene con padecer su dictadura, y las obstinadamente reaccionarias de los amigos de Castro. Como en los demás casos, los países del llamado Tercer Mundo no tienen más amigos verdaderos que quienes piden para ellos democracia, pluralismo laico y desarrollo, no identidades que les perpetúan en un atraso anestesiado por el fanatismo. Por cierto, no deja de ser curioso que comunistas de toda la vida, tras haber apoyado tanto tiempo la predicación urbi et orbi de su mala nueva, nos prevengan ahora contra el "afán misionero" (Saramago dixit) de intentar extender a todos las ventajas de nuestra imperfecta democracia; y muy oportuno será, pasada la extrañeza ante esta póstuma renuncia al afán de proselitismo, no hacerles maldito el caso.Terrores de nuestro fin de siglo: integrismos religiosos y fundamentalismos nacionalistas, el paro, la xenofobia, la inmigración sin control, la amenaza de lo chocante y de aquello cuya diferencia sobresalta, el sida, la corrupción de los políticos, las drogas y quienes las promueven al perseguirlas, la manipulación genética, la deriva de armas y técnicos nucleares de la ex URSS, la destrucción irreversible de recursos naturales. ¿Cuáles de estos pánicos compartirán dentro de 100 años nuestros bisnietos al repasar la lista ¡Quizá lo único que permanezca estable sea el miedo a los neokantianos!

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