Administración poco responsable
DEMASIADAS VECES está ocurriendo ya en nuestro país que la Administración pública, prevista en la Constitución para servir "con objetividad los intereses generales ( ... ), con sometimiento pleno a la ley y al derecho" no sólo incumple sus obligaciones de eficacia en la atención a- los ciudadanos, sino que incluso, a la hora de afrontar sus responsabilidades, aplica un peso y una medida diferentes de los que tienen que soportar los administrados en sus relaciones con la justicia. El último episodio conocido ha sido la larga batalla jurídica librada por el padre de un niño que quedó inválido ¡en 1979! a causa de una omisión de los servicios sanitarios públicos, y que desde 1981 mantiene viva una reclamación, atendida por el Tribunal Supremo una década después de planteada.Durante el largo proceso nadie negó el hecho que la sentencia declara "inequívoco": el que el hijo del recurrente "sufrió una lesión física que le ha provocado un estado de invalidez, en el cual permanece, como consecuencia de habérsele administrado un medicamento común, lo que era contraindicado tras la inyección de la vacuna contra la rabia" por la mordedura de un perro. Sin embargo, el Ministerio de Sanidad y Consumo y el Insalud se dedicaron a endosarse mutuamente el caso, el Consejo de Estado se pronunció en contra de la reclamación y el abogado del Estado utilizó- todas las triquiñuelas procesales para eludir la responsabilidad que finalmente ha sido declarada.
No es la primera vez, ni parece que será la última. Porque no sólo brilla por su ausencia el obligado sentido de servicio a los ciudadanos, sino que incluso ante la evidencia del mal funcionamiento prestado en un caso concreto, con unas pruebas claras y una víctima inválida, la Administración emplea todos los medios jurídicos de que dispone para boicotear la reclamación o quizá para aburrir al recurrente, empeñado en esa batalla desigual contra el poderoso ostentador del poder público. Ante actuaciones así, los textos constitucionales y legales que proclaman los derechos de los ciudadanos y los deberes de la Administración para con ellos parecen una broma de mal gusto.
El asunto no se agota en una posible mala aplicación de las normas por algunos gestores públicos o en un exagerado celo personal de algún letrado contra los intereses verdaderos a los que se debe la Administración a la que sirve. El anteproyecto de Código Penal elaborado por el Ministerio de Justicia, y actualmente sometido a informe del Consejo General del Poder Judicial, establece un tortuoso camino para que los ciudadanos puedan satisfacer su derecho a obtener una reparación económica de las administraciones públicas cuando sus autoridades o agentes incurran en responsabilidad criminal.
Si prospera el texto actual, una vez declarada por un tribunal penal la responsabilidad civil de la autoridad, agente o funcionario, el interesado tendrá que dirigirse al servicio público de que se trate, y ante la negativa de éste a indemnizar tendrá que entablar un proceso ante la jurisdicción contencioso-administrativa, lo que, unido a la bolsa de atrasos que padece la organización judicial española, asegura la dilación en la satisfacción de un derecho previamente establecido por el tribunal penal. ¿Cuál puede ser el objetivo de una regulación que privilegia de ese modo a los poderes públicos en perjuicio de sus teóricos beneficiarios? Desde luego, no el de propiciar fórmulas de solidaridad hacia las víctimas del delito ni mecanismos para facilitar un rápido resarcimiento, y mucho menos el de dar prioridad a los derechos ciudadanos sobre el desnudo ejercicio del poder por el poder. Todo remite a una defensa a ultranza, encastillada, de quienes deben tener como objetivo prioritario el servicio a los intereses generales y no a los propios.
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