Prensa descarada, prensa monjil
Vivo en un país en el que, durante 12 años, no existió la libertad de prensa, y en cuya otra mitad, la oriental, hubo que esperar otros 45 a una prensa libre. El habitante de la parte oriental de Alemania había llegado a los 75 años en el momento de poder coger legalmente en la mano, gracias a la apertura del muro, un periódico sin censurar, como el Frankfurter Allgemeine, el Bild o el Spiegel, o periódicos extranjeros, como el New York Times, Le Monde o EL PAÍS.En ese aspecto, como editor del Berliner Zeitung, el periódico con mayor número de abonados de la capital federal, que hasta 1989 fue un periódico del SED y que desde entonces se considera el gran periódico liberal de la capital, no estoy libre de prejuicios. No se coge dos veces voluntariamente la chapa de la cocina ardiendo para saber si aún está caliente.
¿Qué significa eso? Que los miembros escaldados del periodismo alemán se resisten más apasionadamente que sus colegas de las democracias occidentales a cualquier intento de reglamentar la libertad de prensa, aunque sea por el noble motivo de proteger los intereses, muy dignos de respeto, de los ciudadanos individuales, su fama y su esfera privada.
Respeto ciertamente el derecho de cada individuo a su realización, a su dignidad personal, a la protección frente a los ataques públicos. Y conozco muy bien los peligros que pueden provenir de una prensa amarilla desmedida. Pero también sé lo que significa que la comunidad, los grupos de intereses o también ciertos individuos poderosos se arroguen la posibilidad de recortar el derecho y la obligación del periodista a publicar toda noticia lista para ser impresa.
La prensa no es, con seguridad, el cuarto poder en el Estado, junto al legislativo, el ejecutivo y el judicial. Pero sí ejerce una función, protegida por la Constitución, como subsheriff de esos tres poderes. Éstos serían impensables sin el derecho y la obligación a la información total. Los tres poderes y su subsheriff, la prensa libre, se condicionan entre sí. Sin el monopolio a la información del periodista libre no puede apostarse un céntimo por la democracia.
¿No explotan excesivamente los periodistas esa barrera de protección que salvaguarda su derecho, constitucionalmente garantizado, al acceso libre a la información y a su libre propagación? ¿Es necesario husmear por la corte británica a la caza de historias de alcobas de miembros de la realeza? ¿De qué vale el lanzar a los cuatro vientos las aventuras y desventuras de la rechazada Ivana Trump? ¿Me está permitido decir del presidente de un land alemán que, como importante miembro eclesiástico, se mezcló excesivamente con el Estado opresor de la RDA y sus órganos policiales durante la dictadura comunista en Alemania Oriental, aunque no me sea posible probarlo hasta el último detalle? La monarquía parlamentaria española está dispuesta a introducir una ley que amenaza con la cárcel al periodista que difame a alguien, con lo que ha dado una respuesta inequívoca a mis preguntas, en el sentido de protegerse frente a periodistas demasiado curiosos, excesivamente inmorales.
¿A quién va a serle útil eso? ¿Al individuo concreto afectado, o a su sociedad completa en la medida en la que la no fiable journaille resulte demasiado mafiosa?
Puede que la protección del individuo concreto sea algo valioso y querido a la sociedad, pero ¿basta el interés del individuo para limitar la función de vigilancia de la prensa, y con ello para poner límites a la necesaria información de la opinión pública y al derecho de control de la prensa libre? Creo que no. Hay ya protección legal suficiente del ciudadano frente a la calumnia y maledicencia; existe, al menos en la República Federal de Alemania, el autocontrol mismo de la prensa, que pone en la picota a los periodistas o a los periódicos desalmados. A pesar de algunas lamentaciones ocasionales, a los alemanes occidentales les ha ido bastante bien con su prensa.
Sin el primado de la prensa libre, ¿cómo hubiera sido posible descubrir las maquinaciones del presidente de un land alemán que intentaba quitarse de encima, mediante la observación con detectives, la calumnia y las manipulaciones, al candidato rival en la campaña electoral por Schleswig-Holstein? El presidente del land tuvo que dimitir, su partido perdió las elecciones, él mismo acabó deplorablemente suicidándose en la bañera de un hotel suizo. El Spiegel, mi periódico entonces, del que fui director durante 17 años, sacó a la luz pública el caso, lo que le valió verse sometido, durante tres semanas, a la sospecha de todo el país de haber difamado a un político honorable -según la nueva ley española, yo habría estado amenazado de ir a la cárcel-, para acabar, al final, siendo alabado infinitamente por todos como la aspiradora moral de la nación.
¿Qué habría sido del enjoyado emperador Bokassa; qué hubiera pasado con el asunto del Rainbow Warrior, con Nixon, el urdidor del Watergate, si una ley de antidifamación hubiera acogotado a la prensa de tal forma que los mudraker periodísticos no hubieran estado en condiciones de ponerse en marcha para escarbar en la porquería que cubre las cosas?
Frente a eso, me parece que tiene muy poco peso el que un par de periodistas husmeadores metan su nariz en la esfera privada de víctimas de la prensa, que merecen ser respetadas, y saquen a la luz cosas que mejor estaban ocultas. No puedo diferenciar el derecho de la prensa al acceso libre a la información según el cui bono. Y, en esa medida, la protección que le concedo también al más maligno olfateador social es, al mismo tiempo, mi protección contra ataques injustificados del Estado o de poderosos grupos de intereses a mi derecho a una prensa libre.
De la misma forma, tampoco hay un derecho de la sociedad a una ética especial, es decir, superior, del periodista. La ética y la moralidad de una sociedad son indivisibles y tienen que ser tan idénticamente -ni más ni menos- recusables judicialmente respecto a un carnicero que contamina sus embutidos con venenos alimenticios que respecto a un escritor que lanza un panfleto difamador. Quien opine que el periodista está obligado, debido a su destacado derecho en la sociedad, también a una moral destacada, yerra. El derecho a la expresión libre de la opinión, que la sociedad concede a sus periodistas, no es una donación que obligue al donado a ser especialmente complaciente. En realidad se trata de una obligación que se le pone al periodista, como una carga, con la que él, en el caso ideal, cumple sin queja en virtud de su amor a su oficio.
Pero ¿qué ocurre si una camarilla completa de prensa se abalanza sobre un político, su partido, una estrella del pop, sobre su gremio, para desacreditarle delante de su comunidad? Estoy firmemente convencido de que la prensa no puede escribir sin disponer de fundamento o contra las propias convicciones, por razones oscuras o en contra del rumbo general y la verdad. Las campañas periodísticas, un vocablo usado con frecuencia en mi país contra la prensa indeseada, sólo salen bien cuando refuerzan o fundamentan una sensibilización general. Cualquier otra campaña resulta ridícula y a la corta o a la larga se derrumba. Eso tuvo ocasión de comprobarlo el periódico de masas Bild, que no es, desde luego, sospechoso de amar a la socialdemocracia, cuando en los años setenta se puso clara y llamativamente a favor de la democracia cristiana. La consecuencia de ello fue la pérdida de ventas en el land industrial de Renania-Westfalia, lo que obligó al periódico a fijar un curso más equilibrado -es decir, creíble-. Eso por lo que respecta al poder de la prensa.
Un par de palabras acerca de la necesidad de protección de una persona concreta y coetánea. Mientras políticos y estrellas del pop ofrezcan a la gente una biografía aderezada de acuerdo a los propios deseos y a la manipulación publicitaria, tendrá derecho el periodista a pinchar con el fin de averiguar la verdad en la esfera privada del sujeto embellecido de esa forma. ¿Adónde iríamos a parar si creyéramos las conmovedoras historias de los candidatos a presidentes norteamericanos sobre su sentido de la familia y su vida completamente ordenada, sin hacernos nosotros mismos una imagen sobre esas estatuas sin mancha? En ese asunto no se trabaja con guante de seda, y los mujeriegos y beodos caen en el camino. No quiero ni puedo tener piedad alguna con los desenmascarados que me han puesto, precisamente con sus currículos aderezados para las public-relations, sobre su pista.
Por eso olfateo siempre, seguramente no sin razón, detrás de cada nuevo subterfugio que intenta contener la supuesta mala utilización del poder de la prensa, un ataque en primera instancia a la libertad de prensa, y por eso me pongo en seguida a descerrajar el seguro de mi bolígrafo. Pues yo prefiero siempre una prensa descarada a una prensa monjil.
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