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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Libia, encausada

LA VOLADURA de un avión de la Pan American cuando sobrevolaba la localidad escocesa de Lockerbie en 1988 (270 muertos) y de uno de la compañía francesa UTA sobre Níger en 1989 (171 muertos) desencadenó una de las mayores investigaciones policiales de la historia. Pronto se llegó a la conclusión, con el apoyo de pruebas que parecen concluyentes, de que en ambos casos los ejecutores directos de los sabotajes habían sido funcionarios del Gobierno libio. Lo que es más, ello apuntaba a que el Ejecutivo de Trípoli habría sido el instigador de sendos atentados. Tribunales de Estados Unidos y de Escocia solicitaron a Libla que les entregaran a dos sospechosos para que fueran juzgados; y un tribunal francés pidió interrogar a otros cuatro libios en relación con el desastre de Níger.Empezó entonces un tira y afloja por la posesión de los acusados. El tira, justificado en que los tribunales libios no tienen la independencia o la voluntad de juzgar a los reos con garantías jurídicas suficientes; el afloja, en que su enjuiciamiento en Occidente tendría por resultado la incriminación del Estado libio como responsable directo del terrorismo.

Gaddafi ha opuesto todas las trabas jurídicas y políticas posibles para demorar y, en última instancia, impedir la entrega de los presuntos terroristas a Occidente. Desde negar su existencia misma hasta invocar el sólido argumento de que ningún país entrega a sus nacionales o de que Libia no tiene tratados de extradición; desde cubrir de alabanzas a su viejo enemigo, el presidente Bush, hasta amenazar sutilmente con represalias a los extranjeros que viven en Libia.

Ante esta actitud, Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, los tres países más afectados por los dos desastres aéreos, que son además miembros permanentes del Consejo de Seguridad, han recurrido a una acción que era impensable antes de la crisis'del Golfo: la imposición por la ONU de sanciones contra Libia si no entrega a los presuntos culpables a la acción ae la justicia. Gaddafi se embarcó entonces en toda suerte de maniobras dilatorias: ofrecer laentrega de los acusados al secretario general de la ONU; pedir y conseguir de la Liga Árabe su apoyo contra las resoluciones; proponer entregar a ésta a, los reos; pedir que el juicio tuviera lugar en un "país neutral", extraña incongruencia jurídica. La última, demandar al Tribunal Internacional de La Haya -cuya competencia en la materia es cuando menos dudosa- que determine dónde ha de celebrarse el juicio e impida, que Washington y Londres sancionen a Trípoli antes de la resolución de la corte.

Sea cual sea el resultado de esta última maniobra dilatoria de Libia, el Consejo de Seguridad debe seguir adelante y aplicar las sanciones si no son entregados los acusados. La relajación de las W-fisiones internacionales entre las grandes potencias, el nuevo papel de la ONU como protagonista efectivo en cuestiones de derechos humanos, su repentina energía en la aplicación ejecutiva de sus mandatos y el horror que produce la plaga del terrorismo permiten una nueva dinámica que, pese a las dificultades propias de la política mundial, va configurando un orden internacional más justo, por limitado que sea. Si se demuestra que los acusados son culpables, debe recaer sobre ellos el peso de la ley. Y si se demuestra que el Gobierno de Trípoli es reo de instigación del crimen, debe tener el castigo político que merece.

Es cierto que castigar a Libia y abstenerse de hacerlo en el caso de otra de las instancias de terrorismo de Estado -Siria- constituye un caso de doble rasero con el que se justifica la incredulidad con la que la opinión pública considera el nuevo orden. Pero ello no hace a Libia menos culpable y menos merecedora de castigo; sólo demuestra que hay presuntos criminales que por sus amistades o por su utilidad coyuntural escapan de la pena a la que se habrían hecho acreedores.

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