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Tribuna
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El miniaturista

Mario Vargas Llosa

Era un miniaturista, como esos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler o construyen barcos con palitos de fósforos en el interior de una botella. Tenía predilección por lo menudo y secundario, por lo que rara vez atrae la atención o se olvida de inmediato, por los seres que su maestro, Montaigne, llamaba "del común", y por las cosas insignificantes. En sus descripciones -que eran, en verdad, invenciones- los pequeños objetos alcanzan a veces una extraordinaria dignidad, como la alcuza y la escudilla que, en las evocaciones de su libro sobre Valencia, crecen y se animan como personajes vivos y nobilísimos, o como la márfega, jergón lleno de las hojas del maíz, que en esas mismas páginas se eleva a la condición de objeto emblemático, lleno de música, color y poesía.Era un arquitecto literario tan sutil que podía trazar el perfil de una ciudad a través del olor de las especies impregnado en sus mercados e instalar a sus lectores en el corazón de un pueblecillo manchego, haciéndoles sentir su soledad, su rutina, sus usos, la sordidez y la secreta grandeza de sus gentes, apenas con unas cuantas frases que, en apariencia, sólo pretendían describir una fuente, un portalón o una viejecita enlutada e intemporal.

Cultivó el teatro, el cuento, el ensayo, la novela y dejó más de cien libros, pero cuatro quintas partes -y acaso más- de esa dilatada producción fueron artículos de periódicos, escritos cotidianos para cumplir una obligación, con un tiempo y un espacio prefijados. Si no lo supiéramos, jamás lo creeríamos. ¿Cómo imaginar que esa prosa tan elegante y tan cuidada, de precisión maniática y respirar simétrico, que de leve y discreta parece escrita en puntas de pie, cuajó en el fragor del periodismo, la profesión que parece hecha para devastar el estilo y sofocarlo en el fárrago, el estereotipo y el tic? Es uno de los milagros de Azorín: haber creado uno de los más inconfundibles y personales estilos literarios de la lengua escribiendo en función y al servicio de la actualidad. Su caso prueba que el cuarto de corcho no es indispensable al artista: Azorín lo fue -a más no poder- borroneando sus cuartillas en el trajín incesante de la calle.

Su caso prueba también quea la genuina creación literaria le son indiferentes los temas y los géneros y, aunque parezca mentira, incluso las ideas. Las de Azorín son muchas veces convencionales o prestadas y, sin embargo, ello no priva a su obra de misterio ni originalidad. Porque en su caso la invención se volcaba enteramente en lo que parecía la descripción de la realidad física y social de su tiempo y era, en verdad, una fabulación, una muy sutil y profunda mudanza de la vida y el mundo reales en otros, ficticios. Ahora que podemos leer esta obra sin tener a la mano lo que fingía ser su modelo, esas aldeas fuera del tiempo y de la historia de la estepa castellana o la vega alicantina o el París de los años de la I Guerra Mundial o los nimios o aguerridos debates de las Cortes finiseculares, advertimos que esas imágenes tienen mucho más diferencias que semejanzas con la realidad objetiva, y que sin embargo están dotadas de una poderosa vida propia que se nos impone por el poder de persuasión de la palabra y el orden, por la fantasía y la técnica que les dan el ser.

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Azorín era un creador más audaz y complejo cuando escribía artículos o pequeños ensayos que cuando hacía novelas. Las que escribió son interesantes como experimentos, antecedentes flagrantes de aquel noveau roman de Alain Robbe Grillet que se empeñaba en describir un mundo objetal, sin movimiento y sin anécdota, pero a menudo decepcionantes por su inmovilidad e inercia, ejercicios de estilo en los que se disuelven los borrosos perfiles de los protagonistas y sus mínimas peripecias y de las que en la memoria del lector quedan sólo palabras, elegantes palabras.

En cambio, en los textos que dicen ser notas de viajes, de lecturas, reportajes o memorias, como los reunidos en La ruta de Don Quijote, Al margen de los clásicos, Los pueblos, Un pueblecito, Riofrío de Ávila y tantos otros libros memorables, hay una recreación de la vida tan intensa y sutil como la que operan las más grandes novelas. Pero disimulada bajo el disfraz de la fidelidad a un mundo pre-existente, del que el autor sería apenas respetuoso cronista.

No era tal cosa; sus crónicas rehacían la geografía, la sociedad, la historia, los clásicos, de acuerdo a una visión, a unas manías, a unos apetitos y unas fobias que eran las suyas propias y que su delicado talento de embaucador contagiaba a la realidad de sus textos, convirtiéndolos en sus atributos. Yo acabo de releer una de sus más hermosas ficciones: las viñetas y estampas de la Mancha que escribió en 1905, mientras recorría los paisajes, las aldeas y los hogares de la región en busca de huellas de Don Quijote y Sancho Panza (que encuentra por doquier). Nunca estuvo más cerca Azorín de esa obra maestra que siempre rehuyó escribir, como si proponerse algo ambicioso hubiera sido incompatible con su moral de escritor. Pero, en La ruta de Don Quijote, su empecinada modestia literaria estuvo a punto de volar en pedazos pues cada una de las 17 crónicas que componen el libro está tan limpia y perfectamente concebida, es tan coherente en sí misma y se complementa tan bien con las demás que el conjunto parece rebasar sus propios límites y emanciparse, vivir por cuenta propia, a la manera de esas ficciones logradas que se salen del mundo y borran a su autor.

Argamasilla, Ruidera, Montesinos, El Toboso, Puerto Lápice no son ahora como figuran en el libro; pero tampoco lo eran cuando, a principios de siglo y a costa de ímprobos trabajos, los visitó Azorín. Para saberlo, no es preciso haber estado allá y cotejar lo vivido con las impecables páginas que simulan relatarlo. Basta hacer un esfuerzo para romper el hechizo en que la magia de esa prosa nos mantuvo, haciéndonos creer que ese mundo era así, y someter a éste el escalpelo de la crítica racional. La Mancha no era, no pudo ser así, aunque el fuego del sol en el horizonte incendie las llanuras cada tarde y la sobriedad y aspereza de los villorrios sobrevivientes y de los aldeanos contemporáneos parezcan los mismos. Y no pudo serlo porque en la vida real todo se mueve y envejece y perece y en las recreaciones de Azorín todo está quieto, es siempre idéntico a sí mismo, ha sido birlado a las leyes de la caducidad y la extinción. Y porque en la vida real existen el deseo, el amor, la pasión que enriquecen y transtornan las vidas de hombres y mujeres, y enredan y desenredan sus relaciones de maneras caprichosas y extravagantes, en tanto que en las discretas ficciones de Azorín todo aquello ha sido abolido, como superfluo o inconveniente. Y también la violencia, o mejor dicho las violencias que resultan de la política, la economía, la religión, las idiosincrasias y psicologías enfrentadas de unos y otros. Nada de eso existe en las impolutas pinturas manchegas de Azorín: cada cual está en su pequeño nicho social y, se diría, contento de estarlo, sumido en una mínima rutina que lo aísla y eterniza. No se quieren ni desean unos a otros pero tampoco se odian ni se hacen daño: vegetan, ocupados en quehaceres menudos -la labranza, la artesanía, la cocina, el bordado, la tarea doméstica- a los que se entregan con tanto fatalismo y perseverancia que en ello, se diría, vuelcan todo lo que albergan de ternura y espiritualidad.

La realidad azoriniana difumina las fronteras entre los objetos y los hombres: éstos son muchas veces nada más que volumen, calor, forma, y, aquéllos, entidades a las que convienen calificativos como modestos, tímidos, entrañables, cálidos. La limpieza y el orden, la sobriedad y la discreción reinan, como si sólo a través de ellos pudiera organizarse la vida. Hay pobreza, pero no fealdad; nada se halla fuera del lugar que le corresponde, como si aquí se hubiera materializado aquello que decía el brujo de The teachings of Don Juan: que si las personas encontraran ese Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior "sitio" mágico que en cada lugar les corresponde, desaparecería la infelicidad. En el mundo de Azorín seres vivos y objetos inanimados parecen haber encontrado su "sitio", pero es difícil decir si ello los ha hecho felices. Porque en este mundo reinventado la noción misma de felicidad parece excesiva y descabellada.

Se trata de un mundo embebido de literatura, modelado y obsesionado con las creaturas de la ficción que inspiró a Cervantes. Pero hablar de "ficción" en este caso es imprudente; porque para los caballeros que frecuentan el Casino de Argamasilla, por ejemplo, así como para el personaje que se hace pasar por el cronista llamado Azorín, parece ser tan difícil diferenciar lo vivido de lo novelado como lo era para el propio Caballero de la Triste Figura: como a éste, la realidad sólo tiene sentido y vida para ellos si encarna la ficción.

Éste es un mundo que ha materializado un ideal por el que Azorín trabajó empeñosa y admirablemente buena parte de sus 94 años: acercar los clásicos al presente, enriquecer la vida modesta y limitada de las gentes comunes con la vida fulgurante y magnífica de las grandes aventuras literarias del pasado. Esto nadie lo había hecho antes tan bien como lo hizo él y nadie ha sabido tampoco hacerlo después con su arte y sabiduría.

En sus crónicas, comentarios y evocaciones de los clásicos, Azorín no hacía crítica literaria, en el sentido académico de la palabra, ni tampoco aquellas reseñas que tienen como destinatario a un público especializado o bien dispuesto y que a menudo emplean unas fórmulas y referencias esotéricas para el profano. Azorín reinventaba a los clásicos para el lector promedio del periódico, rememorándolos en su entorno cotidiano y doméstico, refiriendo sus querellas, miserias o fastos, de una manera que los volvía siempre seductores casos de humanidad, y mostrando cómo sus poemas, tratados, ensayos, habían ensanchado la vida de su tiempo y a su propia persona, ilustrándola y enriqueciéndola de múltiples experiencias. En esto creó un género, que participa a la vez de la ficción, el ensayo y la crítica literaria, en el que el conocimiento, la fantasía y el buen gusto se coligan para mostrar con elocuencia, sabiduría y sencillez las inagotables maravillas que encierra un poema de Góngora, de Quevedo o de Fray Luis o una novela de Cervantes y las recompensas intelectuales que esperan a quien se atreve a enfrentarse a los laberintos retóricos de El criticón o a las picardías de El diablo cojuelo.

En esto fue siempre un conservador, aun en su periodo de juveniles simpatías anarquistas: la tradición cultural debía ser preservada y divulgada como la más preciosa fuente de enseñanzas para el presente y como el cimiento sobre el cual elaborar el arte y la literatura moderna. No había en ello, en el caso de Azorín, una convicción ideológica; más bien un gusto personal, una inclinación estética. También fue un conservador en términos políticos, porque defendió a partidos o líderes de esta tendencia. Pero él no era un pensador, y sus ensayos políticos en verdad no lo son, pues hay en ellos muchas más sensaciones e imágenes que ideas, y éstas, a menudo, resultan bastante superficiales.

Pero en un sentido mucho más profundo, filosófico o metafísico, es justo hablar de Azorín como de un escritor conservador. Pues todo en su literatura -su temática y, sobre todo, su estilo y artesanía- parece fraguado con la intención de conservar la vida y el mundo tal como son, de suspender el tiempo y evitar la muerte. Ésa es la significación honda del presente o pretérito perfecto en que están escritos sus textos, de la brevedad de sus frases y del estado de inanición en que suelen caer sus personajes: una manera de inmovilizar el mundo, de congelar la vida, de arrancar a los hombres y a las cosas de la usura fatídica.

Comencé a leer a Azorín cuando era estudiante universitario y desde entonces siempre he estado leyéndolo o releyéndolo, sin decepcionarme jamás. En estos días se conmemoran los 25 años de su fallecimiento. Una buena ocasión para darle las gracias en público por tanto placer recibido.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, S. A., 1992.

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